Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 3
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 27.
12 de Marzo al
12 de Abril de 2001.

EL OJO Y EL OÍDO: PREGUNTAS SOBRE LA LECTURA Y LA ESCRITURA
EN EL CAPITALISMO

Desde México, Jorge Solís Arenazas.

«Leer, leer, leer, vivir la vida
que otros soñaron.»

- Miguel de Unamuno-

Grau, teurer Freund, ist alle Theorie,/ Doch grün des Lebens goldner Baum, se atrevió a sentenciar Goethe en el inmensurable Fausto. Incluso una revisión superficial apuntaría a señalar la tensión hallada aquí entre opacidad de la teoría y dinamismo del nivel radical de la vida humana. No obstante, esto dista de ser inocente. ¿Qué es lo que hace posible tomar vida y teoría como dos referentes separados e incluso en oposición? ¿Cómo han llegado a ser, tales referentes, separados, acordando juicios de valor en torno de ellos? Gris, pero ajeno a la vida. Teoría, también, que no puede devenir ramificación del verde árbol dorado de la vida. Además, ¿habla de algún ejercicio teórico en específico, o se trata de la teoría en sí? Por otra parte, ¿se trata de un modo preciso de vivir o habla de la vida en general, con todas sus indeterminaciones múltiples? En todo caso, ¿vida y teoría son necesariamente excluyentes? Más extraño aún puede estimarse la impertérrita frase dado que viene de la obra de un hombre entregado al saber y al conocimiento, cuya pluma generó, recogiendo el viejo mito germano, uno de los personajes más férreos de la literatura universal que se distingue, justamente, por una contradicción entre su vida entregada a las diversas prácticas científicas, y su desolación emocional, por otro lado, en el vaivén de la soledad, el amor, y la idea configurada del fin, de la muerte y el tiempo. Otra posición acompaña la antedicha, para describir a Fausto:

«Con ardiente afán, ¡ay!, estudié a fondo la filosofía,

jurisprudencia, medicina y también, por desgracia,

la teología; y heme aquí ahora, pobre loco,

tan sabio como antes»

Es menester preguntarse: ¿la gris teoría anula la vida? ¿Sólo hay un movimiento secular carente de sustancia en la minuciosidad de la teoría?. ¿Es necesaria la teoría?

No deja de ser paradójico que la sociedad comparta ampliamente la idea del reconocimiento de la necesidad de los procesos en donde el conocimiento adopta un cuerpo teórico particular, pero que se resista a adoptar propiamente una actitud activa ante los mismos. Por otra parte, ¿acaso no es común oír a poetas hablando de la poesía como de una blasfemia grotesca? ¿No pasa también eso con filósofos que, en medio de un ejercicio filosófico, declaran la muerte de la filosofía? ¿O bien, por parte de científicos que emigran hacia otros terrenos ante cierto vacío de sus propias disciplinas? Como quiera leerse este doble hecho, de naturaleza paradójica, no puede verse como una contradicción unidimensional, simple, una mera extravagancia. Al separar la gris teoría y el verde árbol dorado de la vida se está entrando en consideraciones sustanciales en torno a la praxis, y con ello en las relaciones establecidas entre subjetividad y mundo objetivo. En consecuencia, preguntarse por la lectura, como el medio más generalizado de los procesos de conocimiento teorético, no es un llano viaje hacia una respuesta preconcebida. Y hablar del papel que reviste la escritura implica, igualmente, mucho más que un apiñar letras en una papel desierto.

Volviendo al inicio, Goethe y su apotegma son antecedente de la postura radical de Kierkegaard cuando antepone la vida misma como horizonte de experiencia existencial total al sistema hegeliano, considerándolo ya ajeno a la vida misma, perdido en una frialdad propia de la abstracción que se llega a separar absolutamente de su propio suelo. ¡La vida no cabe en ningún sistema filosófico! Con tal grito, Kierkegaard comienza dibujando una experiencia curiosamente teórica. Como Goethe, no concibe la vida como antitética de la teoría, sino niega la validez de una teoría que desea subordinar el mundo real y objetivo antes de comprenderlo.

De forma similar, aunque la comparación pueda resultar extraña, Marx clava el cincel en uno de los ángulos más añejos de toda filosofía en su última tesis sobre Feuerbach:

«Los filósofos no han hecho más que interpretar al mundo, pero

de lo que se trata de es transformarlo».

En pocas palabras, la teoría dejará sus estelas polvorientas, sus grises tonos, cuando rompa su pretensión de fungir como elemento rector de la vida. O, dicho de otra forma, la teoría que aspira al absoluto se vuelve inerte dada la multiplicidad de la vida, su capacidad incesante de transformación. En ese momento la teoría se cierra, se fetichiza, y lejos de otorgar la posibilidad de una crítica desde la vida, se convierte en un esquema de dogmas.

Como una glosa a las palabras del Fausto puede decirse: No es que el ejercicio teórico sea, en sí mismo, gris; sino que adopta tal color - como símbolo de la falta de todo color- cuando pierde el mundo real como su límite y criterio más estricto. Este mundo real es el verde árbol dorado de la vida que no es susceptible, por ningún medio, de ingresar en un modelo teórico que lo defina de una vez y para siempre. No obstante, la vida también implica conocimiento. De ahí que no toda teoría deba ser negada a priori; hacerlo implicaría algo más grave: se estaría quitándole sus tonos verdes y dorados al árbol de la vida para convertirlo en una masa ramplona. No se le podaría con la fina sutilidad del trazar una figura; se le arrancarían grotescamente todas sus ramas y sus hojas, dejando un tronco navegando en la desolación más primitiva.

 

¿Cómo salvar esta aparente contradicción? Como podría verse de forma diáfana, se trata de problemas acuciosos, que incluso pueden hablar en torno a dos procesos históricos, la Ilustración y el Romanticismo. Abandono, empero, tal perspectiva histórica para apuntar el asunto con mayor generalidad, aunque con menor extensión.

La importancia de leer y escribir. Noción ésta que funge como generadora de puntos convergentes del cuerpo social pero que a pesar de su naturaleza consensual no logra desplegar una consistencia. Es una voz ya milenaria que ha sido indeleblemente vestida con tonos fallidos, mas ha conservado una resistencia que vuela por sí, acaso solitariamente, con yermas formas, pero con resultados sustanciales, de aliento pletórico. No puede decirse, pues, que la sociedad actual presente como una práctica fundamental el apego hacia ofertas culturales básicas como la lectura o la discusión de distintos ejercicios reflexivos individuales y colectivos. Menos aún puede decirse esto en torno a la potenciación y su concomitante difusión, de esfuerzos creativos teóricos, científicos, artísticos, entre otros. Pero la verdad está distante de afirmar que la sociedad es ajena a tales prácticas, que las ha desterrado. La lectura - aunque esto parezca alguna broma surrealista- mantiene su clientela, y la escritura también. Incluso el caso es más que problemático porque no se trata de una extravagancia surgida desde el baúl de la nostalgia o los tinteros de la simple utopía. Insisto: los procesos de lectura y escritura no significan en sí mismos sino hasta que logran implicar problemas más complejos e importantes. Entre ellos, el de la comunicación y el de la relación de alguna persona consigo misma como forma de relación con los demás, y viceversa. Pero ello ocurre en un tiempo y espacio definidos. Tiempo y espacio son formados en una serie de concreciones que se han tornado condiciones para la comprensión interna de las anteriores preguntas.

Con el capitalismo se inicia un proceso de ilegitimación discursiva de la sociedad feudal. Los valores de aquel antiguo mundo son cada vez más cuestionados, así como socavadas son las piedras que se apilan para organizar sus ejercicios comerciales, pedagógicos, culturales, religiosos, morales, jurídicos.... . El hombre del mundo feudal es disuelto y surge lentamente el sujeto de la modernidad, cuyos aspectos son más indeterminados pero en todo caso en distanciamiento con la vieja égida de las teleologías de la vida en el feudo. Este proceso no es accidental. El ojo podría medir como inútil este proceso crítico hacia el pasado ya extinto, por lo menos parcialmente. Pero lo cierto es que no es una constitución gratuita la de la crítica hacia el acaecido orden social. Marx sostiene que toda sociedad surge sobre las ruinas de una sociedad antigua. Esto se hace extensivo a las formaciones discursivas de un proceso histórico concreto. De ahí que el inicio de la formación social y económica capitalista haya requerido de la tutela de la crítica de los fundamentos del anacrónico feudalismo. Cuando el nuevo periodo histórico cuestiona con voces de hierro al mundo abatido en el tiempo, declarándolo pretérito, está subrepticiamente legitimando al mercado como su institución central. Luego entonces, la idea del sujeto, y en general toda idea desarrollada en ese nuevo orden será referencia a tal centro nervioso.

Cuando el capitalismo asume la centralidad del mercado como su institución primaria está admitiendo a las mercancías como sus componentes vitales. Esto se explica en cuanto el mercado es la condición de la circulación de toda mercancía, es decir, no contiene algún síntoma operativo en sí mismo. Mas esta operación es incompleta si no se lee en la mercancía un síntoma de mayor profusión: la capacidad de satisfacer cierta necesidad humana. Es aquí en donde el capitalismo se ha amputado la lengua.

Independientemente de esto, se ha señalado la primera característica de toda mercancía, su valor de uso. La mercancía - afirma Marx desde los primeros pasos en El capital- es, en primer lugar, un objeto exterior, una cosa que merced a sus propiedades satisface necesidades humanas del tipo que fueran. La naturaleza de esas necesidades, el que se originen, por ejemplo, en el estómago o en la fantasía, en nada modifica el problema. Tampoco se trata aquí de cómo esa cosa satisface la necesidad humana: de si lo hace directamente, como medio de subsistencia, es decir, como objeto de disfrute, o a través de un rodeo, como medio de producción.

Por otra parte, las necesidades son en cierta medida un producto social, tal como Marx pudo leerlo desde trabajos tempranos, como en La ideología alemana o en sus textos de 1844. Dado este hecho se comprende que la utilidad misma sufra variaciones cuya determinación es histórica. No se trata llanamente del progreso de la relación entre necesidad y satisfacción, sino de creación misma de necesidades, lo que impone otras relaciones y, por ende, otras implicaciones a la noción de uso como satisfacción de una necesidad.

Más adelante Marx agrega que la utilidad de una cosa hace de ella un valor de cambio. [Y este valor de uso] se efectiviza únicamente en el uso o en el consumo. Los valores de uso constituyen el contenido material de la riqueza, sea cual fuere la forma social de ésta.

Una recapitulación dirá que el capitalismo entiende al mercado como la vena principal de su funcionamiento, en donde mercancías, que se forman desde un valor de uso, se producen, se reproducen, circulan, se intercambian y finalmente son consumidas. Esto asegura la comprensión del siguiente hecho: En el capitalismo la idea de utilidad forja una de las líneas principales de la subjetividad; el uso llega a funcionar como uno de los criterios discursivos más convencionales y una de las exigencias prácticas más indispensables. Pero no debe identificarse tal noción con las referencias que sostienen internamente vertientes de la filosofía, o de la ciencia y la economía políticas, es decir, propuestas teóricas que en algún lugar pudieran ser reunidas bajo el título del utilitarismo. Utilidad, en este caso, cobra una significación más inmediata: práctica, no teorética; funcional, no sistemática.

En el fondo, existe una concepción "espontánea" del mundo cuya esencia es determinista, optando por el aparato sistémico del mercado como la base de otros procesos. Consecuentemente, se asocian cosas distintas e incluso contrarias con los parámetros del mercado, aun si esto se da únicamente mediante la vía indirecta. Utilidad es, entonces, uso. Si bien no es directamente valor de uso sí conlleva una derivación desde este concepto.

¿De dónde surgen dichas ideas? Se han tomado tales como una concepción "espontánea" del mundo. Con apego a la certeza tal espontaneidad se disuelve en procesos mayores, enraizados en el papel mismo del mercado en tanto institución principal en el contexto del capitalismo. Marx ha dirigido su pulgar también para señalar estas fronteras balbucientes. Los velos que cubren a la mercancía son fetiches que le confieren una valoración integral que termina por ser una abstracción alienante, una conciencia falsa del movimiento real de las cosas. Se toma, pues, a la mercancía como la primera realidad del mercado, y por este conducto como base de la sociedad. Se abre aquí la primera llaga: es el sujeto concreto quien produce tal mercancía. Y esta producción remite a otra realidad más específica e importante: La mercancía parte de un valor de uso como su primera condición. Pero este valor de uso no es un valor en sí, sino ante un sujeto. Esto se explica por cuanto el sujeto es un sujeto de necesidades que precisan de satisfacción. El consumo, pues, sólo tiene su fundamento en la vida humana. La mercancía, así, debería verse como una mediación de la vida y no como una base del cuerpo social. El hecho de que la mercancía habite el lado de la balanza apegado al suelo, mientras que el otro extremo suspendido por su ligereza albergue al sujeto es el fetichismo de la mercancía.

Esto remite a una paradoja: La idea de utilidad se expande en el capitalismo a toda área, pero como función intrínseca, independiente de otros procesos más amplios. Esto es, el fetichismo de la mercancía toma el valor del producto por sí mismo, sin reconocerlo como producto de un trabajo vivo efectuado por un humano y sin considerar que ha de ser consumido para satisfacer la necesidad de un humano. Una manzana no es alimento, sino un producto natural. Deviene alimento cuando se relaciona con algún hombre que la torna objeto para la satisfacción de una de sus necesidades más fundamentales, la de alimentarse.

Lo anterior acusa que la interrogación por la utilidad de los procesos de escritura y lectura son construcciones históricas. En todo caso, sus condiciones de posibilidad de constitución como tales se dan en el contexto de la sociedad regida por el capital. Es, en síntesis, una pregunta incapaz para desterrar su temporalidad y su materia social. Por otra parte, permite situar las preguntas iniciales en un contexto dado; hace posible reconocer que el verde árbol dorado de la vida no es sempiterno, y que la opacidad del ejercicio teórico tiene límites que no son los de la divinidad. Límites que son móviles y en esta dirección maleables, propios para un salto que los pueda derribar.

Es factible, por ahora, reconocer el verde árbol dorado de la vida como el horizonte de posibilidad de cualquier experiencia para el hombre. Lejos de todo modelo, la vida está en la indeterminación que es posibilidad. El citado árbol es el lugar en donde el hombre toma activamente papel en el juego y lanza a su vida los primeros dibujos de su forma. Forma que es equilibrista, que va caminando, ante el asombro, la ovación y el miedo, en una delgada línea que es peligro latente de que tal espacio se consuma. Pero como equilibrista, la determinación concreta de la vida humana no puede ser estática. Goethe no está agrupando la vida en un lugar unitario. Sólo despliega la fuerza de un lugar múltiple como condición para vivir. Pero la vida no es una estela pasiva, exenta de rugosidades oscuras, sin mayor problema que el de transcurrir. E incluso suponiendo, sin conceder, que la vida no fuera el equilibrista sino el equilibrio se tendría que insistir en que no podría dedicarse a transcurrir sin cuestionarse siquiera cómo haría tal cosa. Esto es la superficie. Podría irse más adentro y preguntarse por el sentido de ese transcurrir, por sus causas, sus vicisitudes.... . Aquí la araña de la reflexión ya habría envuelto a la vida misma en su telaraña de conocimiento. Tal conocimiento, en cuanto tal, no puede existir sino ante un grupo de varias delimitaciones: constituir el objeto de sus pensamientos, antes que nada; configurar un plan mínimo para abordar tal objeto; diseñar, aun si se da espontáneamente, ciertos pasos a seguir para llevar a cabo tales tareas. Así, la vida como interrogación por ella misma suele generar elementos teóricos.

Pero la teoría no está muerta antes del parto. Mientras se asuma no como la vida sino como uno de sus varios momentos, sólo una de sus muchas posibilidades, podrá avanzar, seguir respirando, crecer. No se reducirá exclusivamente a poder sostenerse, sino acentuará la vida misma, podrá intensificar los tonos cromáticos del verde árbol dorado de ésta. Para ello, no basta con que se tome como una parte relativa de la vida humana. Necesario es también que adopte una tarea relativizadora. Debe reconocer en su propio cuerpo los signos de la relatividad pero también las herramientas de la relativización. Deontológicamente podría decirse que debe tornarse condición para el desarrollo de la vida de cada sujeto ético en comunidad. En algunos casos, con acuerdo a la propia naturaleza del conocimiento teórico, a la producción y reproducción de tal vida comunitaria, desembocando necesariamente en la individualidad, el átomo de la vida. La teoría, pues, debe divergir del esquema del fetichismo de la mercancía. Tiene que abandonar la pretensión de valer en sí, abrogando su propio peso ante su causa real, el cubrir necesidades de los sujetos. Entonces, la teoría debe asumirse como un elemento relativo de la vida pero considerando a la vida misma como su fundamento (dado que se funda para cubrir una necesidad humana). La teoría concebida en tal forma no es antípoda del verde árbol dorado de la vida, sino una de sus ramas, un espectro impetuoso que es capaz de atravesar todo el follaje, cada una de las hojas individuales, el tronco y la corteza, la copa, la parte y el todo, la parte como el todo....., pero que no es el follaje ni las ramas ni las hojas ni cualquier otro componente de la unidad de la vida. La teoría puede explicar hechos o cuestionarse por ellos. Pero es distinta de los hechos. En sí, es otro hecho.

En la teoría, en el conocimiento, en el saber en general puede leerse la relación de la subjetividad ante el mundo real, el margen objetivo. La relación del hombre ante la naturaleza y ante otros hombres no es estática. Lejos de fundarse en la pasividad se funda en el acto, en el desarrollo objetivado de toda potencia. El hombre conoce, en su acepción más simple, por la necesidad de actuar. Al no poder dejar de caminar sobre el mundo, creándolo, rompiendo todo esquema de inmovilidad e inercia, el hombre requiere abrir los ojos y llevar luz a los recovecos intangibles para su mirada. En el caso más simple, se conoce o se sabe algo por necesidades prácticas. Marx ha demostrado que el hombre no es la producción, pero que sin ésta el hombre no es, no puede ser. El hombre produce, en primer lugar, las condiciones de su propia vida. Pues, como apuntara Marx desde la aurora de su formación científica, para vivir hay que poder vivir. La producción en este sentido comienza por ser producción de bienes materiales, pues éstos aseguran la vida humana. Ahora bien, esta producción es una actividad distinta a la de la supervivencia animal. El animal encuentra su alimento y su casa directamente; come cosas elaboradas, frutos u otros animales; vive en espacios dotados por la misma naturaleza. En el hombre no ocurre esto. Su alimento lo produce transformando frutos de la naturaleza; su habitación la consigue construyéndola, transformando lugares naturales. Producción es transformación de la naturaleza, actividad sobre el mundo y, finalmente, transformación del hombre mismo. Pero la producción de bienes materiales no concluye el proceso de actividad del hombre en el mundo. Marx ha demostrado el papel de la producción. Más tarde, Foucault logró demostrar que la producción era, antes de cualquier otra cosa, producción de saber, de verdad. Incluso la producción de bienes materiales es posible hasta la producción de conocimiento. Si el hombre no hubiera descubierto cognoscitivamente el proceso de siembra enmarcado en la noción de agricultura la producción del alimento sería diversa y la vida social, tal como ahora se conoce, sería imposible. Vida y conocimiento, pues, forman un nudo que sostiene el cuerpo mayor del hombre. Cuando se desata un extremo todo se anula.

De lo anterior se desprende la imposibilidad de una teoría pura contemplativa. Aún el más exacerbado idealismo, o el conocimiento lógico más separado de la vida concreta se incluye dentro de la vida misma y en cierta medida la produce, reproduce, sostiene y desarrolla. La teoría es gris en razón directa de su distanciamiento con la vida. La distancia ésta se construye por la absolutización de sí. Incurrir en un error no es alejarse de la vida. De ser así, la teoría sería imposible, pues no hay conocimiento absoluto, ni construcción epistémica vacunada contra el error. El distanciamiento estéril surge no de un equívoco sino de presuponer al discurso como rector de la realidad. Con la consideración de la producción de conocimiento como mediación para la vida misma tal postura es tragada por la gravedad.

Se ha dicho que el hombre no puede ser sin transformar el mundo y por ello requiere producir conocimiento. Igualmente se ha mentado la imposibilidad de una teoría exclusivamente contemplativa. Ahora bien, esto puede aprehenderse desde la perspectiva de dos prácticas fundamentales: la lectura y la escritura. Estas dos prácticas constituyen hoy las vías del conocimiento mismo. Pero su razón de ser descansa en otros cabos. Leer y escribir cobran preeminencia también desde cierta historicidad.

En el conjunto de antiguas sociedades el saber navegaba en circuitos cerrados. La masificación del enunciado constituía su falta de autenticidad respecto de la verdad y el conocimiento. Conocían algo los miembros de una estirpe delgada. Poetas, retóricos, gobernantes, sacerdotes, maestros y jurisconsultos eran los ángulos de un edificio que funcionaba integralmente desde su clausura al exterior. El vulgo tenía en los labios opinión; el sabio era separado de la masa por la vía misma del saber; éste era casi exclusivo. Ulteriormente la sociedad antigua se destruye para reconstruirse. Marcuse ha mencionado que la sociedad moderna se distingue por moverse como totalidad en un doble aspecto: abriéndose al exterior y cerrándose al interior. Esta clausura interna no es un acento puesto en las viejas dinámicas sino una integración de todos los componentes que se experimentan en su seno.

El edificio de la educación no podía dejar de sufrir tales alteraciones. En el caso particular de la educación, el cierre de las estructuras significa curiosamente el romper las elites, es decir, "abrirlas en la masificación". La modernidad tiene un correlato de la operatividad educativa cuyo peldaño inicial es la circulación del saber en zonas cada vez más amplias. Si el antiguo enunciado se convertía en opinión vulgar al recorrer más labios, ahora el saber necesita habitar muchas voces y entre más gente suscriba el enunciado, éste tendrá proporciones de saber más precisas. El conocimiento pasa ahora por la necesidad de exteriorizarse. Los gremios se han volatilizado. La interdisciplina revela que el conocimiento descansa sobre lazos comunicantes de una región a otra. Con la modernidad, los fenómenos se hacen cada vez más globales pero al mismo tiempo se particularizan, devienen en una puntualidad cada vez más local. Para que el saber médico tenga efectividad es menester que gente externa al gremio reconozca elementos de tal saber y los suscriba; si hoy nadie supiera algo en torno a las prácticas médicas el poder que puede desarrollarse desde el discurso clínico sería imposible.

Pero lo anterior no es sino signo de una situación de importancia mayor. El conocimiento es consenso. De ahí que la comunicación sea su condición concomitante. El conocimiento es intersubjetividad y por ello requiere la práctica del diálogo. Aún más: sin el diálogo no habría conocimiento.

En este terreno escritura y lectura abren su pecho. No hay aquí velo alguno. La transparencia señala que cualquier criterio utilitario borra las huellas que se han caminado, y en cambio acude al centro de otra noción, la de operatividad que no es cuantificable, sino se registra a partir de la importancia cualitativa que comporta. Escribir y leer, pues, son procesos cardinales para la comunicación erigida alrededor del conocimiento. El edificio educativo de la modernidad requiere de la comunicación para el establecimiento de consensos que logren asegurarlo, reproducirlo y legitimarlo en la medida misma que los sistemas modernos requieren hacerlo. El saber es, entonces, un proceso de legitimación del mundo presente. La sociedad genera sus propios discursos desde este ámbito. Pero el saber no se reduce a la legitimación. También se extiende a la crítica de los fundamentos de toda legitimidad y, por ahí, a la creación misma del presente, al transformarlo y derruirlo una y otra vez. Si bien la negatividad se legitima con el discurso de su saber, creando verdad, la forma de superación de tal estado requiere también de procesos de creación de conocimiento. E incluso sólo son posibles al hacerlo. ¿Cómo, por ejemplo, encontrar la solución a algún problema sin delimitarlo y reconocerlo como tal, y sin reconocer a la vez la necesidad de superarlo o bordearlo? Conocimiento es comunicación en la medida en que justifica y perpetúa una realidad al mismo tiempo que la niega y la transforma, derruyéndola y generando otra diversa. Su naturaleza es múltiple. Conocimiento es comunicación y comunicación es diversidad y diversificación.

La escritura y la lectura son por ello procesos intersubjetivos que establecen consensos, o que lo pretenden por lo menos. Sin la escritura, el saber sería cerrado y personal, imposibilitando el acuerdo en torno al enunciado epistémico, ya en su forma, ya en sus contenidos. En el contexto del capitalismo y el referente de la sociedad actual tal conocimiento no importaría en absoluto. Por ello la forma de presentación de lo que se ha llegado a conocer es fundamentalmente la escrita, esto a pesar de que esta sociedad es fundamentalmente apegada a la tradición oral. Por consecuencia, la lectura suele ser la vía más importante del aprendizaje. Pero esto no responde la pregunta que escudriña por las causas de la escritura. ¿Para qué escribir?, ¿por qué hacerlo?. De la respuesta que pueda planearse sobre estas interrogantes saldrán elementos para resolver preguntas colaterales que busquen el sentido del ejercicio de lectura, dado que escritura y lectura son de un pájaro las dos alas..... .

Por otra parte, reconocer la importancia de la lectura es cuestionarse nuevamente por el papel del conocimiento y la comunicación.

Conocimiento implica diálogo por cuanto se ha reconocido la necesidad de la consensualidad. La educación, por lo tanto, es un proceso intersubjetivo que requiere dialogicidad. Esto neutraliza la concepción formal de la educación como formación a partir de la transmisión de los conocimientos. El conocimiento no es una entidad estable que se transmite linealmente. Su heterogeneidad constitutiva y su mutabilidad hacen imposible su transmisión, sin más. No es posible aprenderlo y llevarlo de una zona a otra. Sólo puede crearse y recrearse. Una de sus notas es el reconocimiento por una comunidad de hablantes y por ello el conocimiento es una producción también, y una producción colectiva. Educación debe entonces ser pluralidad creadora y recreadora del conocimiento, no desde la individualidad sino desde lo comunitario, con la reserva de potenciar la individualización. Esto tiene lugar para explicar el papel de la escritura como herramienta en el proceso de educación.

"Todo libro es hijo de su época", tal consigna han elevado al viento diversas voces desde los rincones más distintos. ¿En qué sentido? Primero, porque el contexto de producción y de recepción es temporal, lo marcan circunstancias definidas que lo vieron crecer, que lo ven aparecer ante los demás e incluso que lo ven abatirse finalmente en el olvido. Esto entraña un problema: ¿Qué hace que los textos sean actuales o inactuales? Aquí se tocan ya las fibras del segundo sentido del problema. Un texto es actual en la medida que responde a su propio presente. Al decir presente se está mentando colateralmente algo que trasciende el límite de un solo sujeto, de la individualidad. Así como es imposible la posición de l´art pour l´art es inconcebible el conocimiento por el conocimiento mismo. Para Nietzsche, el interés por el conocimiento en sí es la última trampa que se nos tiende ¡y acabamos pro caer en ella!. El saber no puede concebirse sin el poder. Prácticas de saber son, por un lado, ejercicio del poder; por otro, ciertos ejercicios del poder generan saber para legitimarse y reproducirse. El objeto de conocimiento, los métodos para acceder a él, etcétera, son productos de relaciones de poder. Así, todo ejercicio de escritura se integra a estas prácticas, a la realidad misma.

Pero esto no anula la actualidad de un texto. Es decir, cuando cambian las circunstancias en que se ha originado no muere necesariamente la riqueza discursiva teórica que algún texto puede ofrecer. Ciertamente Grecia es otra a la que veía los orígenes de los sistemas democráticos en las ciudades, pero no por ello La República de Platón queda muda ante el presente. Esto se explica por la superación de una resistencia en el tiempo, de la cual hablara Lezama Lima. En el eco de esto se deja aprehender ya el tercer sentido de tal caso. Un libro corresponde a su propio presente en la medida en que es diseñado desde él dado un problema concreto. Esto ocurre con cualquier texto pero en realidad se hace extensivo a todo acto creativo. De la mano del Tintoreto no salió jamás un bodegón, así como de Cézzane no nació en ningún momento un fresco trabajando la alegoría religiosa. ¿De qué forma pudo nacer el planteamiento sinfónico de Bruckner en Palestrina? De ninguna; esto es sencillamente imposible. El arcipreste de Hita no pudo escribir algo semejante a Joyce. Esto no es gratuito - ya que en la escritura nada gratuito podrá hallarse; la configuración de todo texto se da en el vértice donde espacio y tiempo se encuentran. El autor dirige la mano para esculpir las palabras sólo porque es arrastrado por un problema real. En una sociedad abierta, dialógica, en donde la intolerancia no puede siquiera imaginarse, ¿podrían existir los textos de Wilde? Y en una sociedad que no engarzara su moral fetichista y débil en lineamientos de la metafísica decadente, ¿Nietzsche no sufriría ninguna variación?

Pero la escritura, motivada por un problema concreto, no intenta explicar a los interlocutores lo que el autor ya sabe. De ahí la inocuidad de tantos manuales fríos que intentan condensar el conocimiento para repartirlo en mentes vírgenes. Si la escritura es necesaria es porque el autor sólo observa velos; su estancia es siempre en las tinieblas, y para quitar el gajo previo a la mordida tiene que llevar a cabo tal tarea. Escribir es pensar, no exteriorizar algo pensado de por sí. Pero es un pensar que se realiza en voz alta, pues tiene intención de dirigir la voz hacia un oído que se transformará en el labio de donde nazca la siguiente palabra. Escribir es por esto mismo dialogar. ¿Qué caso tendría la publicación de un texto si el autor ya sabe realmente lo que le interesa? Me atrevo a decir que la escritura es un acto desde la ignorancia. La sapiencia que puede implicar no es un elemento que se posee con antelación a la construcción del texto; en el camino para formularlo es que se abre la retina y entra la luz. Escribir es hablar, pero sólo como preludio a un silencio expectante. Escribir es hablar para callarse, y es callarse para oír el eco, la reacción, la respuesta que dibuja los rasgos últimos de la escritura. En este sentido no hay texto definitivo porque el diálogo es un proceso abierto que nunca termina. En medio del mar de un diálogo, la isla desierta del silencio se empieza a poblar de significados y participa también del mar que la acecha. La escritura se rodea de pronto de silencio, pero este silencio constituye su vida, es la lectura por el otro que es finalmente un acto de escucha radical.

Existe una común tendencia a desdeñar la escritura en aras de la práctica del habla. Nada más contradictorio: es como si alguien, al caminar, quisiera renunciar a su paso y para ello diera inmediatamente otro, al cual quisiera renunciar de inmediato para dar otro más, y así secularmente. Lo único que haría es sumergirse atrapado en su propia caminata. Es de hecho paradójico que se aduzca ignorancia para evadir la práctica de escribir. Ciertamente escribir es un acto de responsabilidad pero es un acto incluso para darle mayor peso a la balanza en donde en este momento la ignorancia tiene el peso mayor. Pretextar ignorancia no debiera quitar la responsabilidad de escribir, sino incrementarla. Porque escribir es un acto de dirección hacia los demás. Un autor, en el fondo, no existe. Es él quien utilizó las manos para que naciera ese extraño producto, el texto, pero éste es obra siempre de un proceso plural que incluye a otros, ya que es una línea constitutiva de un diálogo.

La escritura no puede concebirse sin la lectura. Hablar facilita escuchar cuando se trata de un sincero ejercicio partícipe de los demás, para los demás. Escuchar es también una vía para poder hablar. Esta doble relación se establece entre lectura y escritura. Leer es acceder a la voz del otro, integrándola y transformándola. Posiblemente leer sea una carga más ardua que escribir, toda vez que implica caminar por donde el otro dejó las huellas para después continuar la senda sólo. Es un doble proceso. Todo texto ha nacido en el minuto donde ha sido elaborado, pero renace en el momento en que se está leyendo. Leer es rehacer, reconstruir. Leer, al igual que escuchar, no acusa pasividad, sino doble actividad. Leer es relacionarse en un acto de comunicación. Si la escritura es, como el habla misma, responsable, la escucha y la lectura son procesos de responsabilidad más acentuada; a la responsabilidad de escuchar se le adhiere la responsabilidad de elaborar la respuesta precisa.

En mi caso particular nunca he leído un libro, y si lo he hecho ha sido algo infructuoso - incluso lo he olvidado. Yo los trato de asaltar. No los leo, los excavo. Cuando voy al escritorio con un libro en la mano me ofrezco también ciertas herramientas: pala, pico, cincel, martillo, lámparas, cascos, protectores.... . A veces tomo el texto y empiezo a ponderarlo en mi mano; quizá le paso el martillo o el cincel y espero para ver si se llega a cuartear, y si lo hace con qué intensidad, y por qué.... . Otras tantas tomo la pala y empiezo a remover la superficie; escarbo. Cuando encuentro algo no lo dejo ahí tirado pero tampoco lo tomo y lo pongo sobre mi espalda. Tomo la lámpara, primero, y lo veo desde varios ángulos; si me resulta atractivo voy por el pico y produzco ligeros choques con el fin de ver si resulta algo resistente o un espejismo; lo pico para ver, también, si no hay adentro un veneno o un tesoro mayor y más ligero. Cuando decido llevarlo a los lugares a donde marcho, de todas formas trato de pulirlo. Es decir, hacer que, aunque no lo haya producido yo, sea plenamente mío. Si alguien toma algo ajeno no podrá caminar bien. Alguien me lo dijo un día: si tomo una armadura que no es la mía, me ceñirá, apretándome hasta lastimarme, o me quedará demasiado grande y no podré cargar con ella.

Pero no puede creerse que esto es trabajo trivial. De ser así, caminaría por otras latitudes. Sólo lo difícil es estimulante - advierte Lezama Lima; solo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento; pero, en realidad, ¿qué es lo difícil?, ¿lo sumergido, tan solo, en las maternales aguas de lo oscuro?, ¿lo originario sin causalidad, antítesis o logos? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco, que es su visión histórica.

Dicha visión histórica, de la cual nos habla el gran mago cubano, sólo puede tejerse con la paciencia de la comunicación, en un circuito cercano al diálogo que asume su temporalidad y se locus. Tal visión histórica es una dificultad que en todo caso siempre atrapa la escritura y la lectura. Por ello no se escribe para explicar algo que se sabe, de la misma forma en que no se lee para saber más. Ambas actividades se hacen en el fondo del hombre que rompe todo solipsismo a partir de la palabra y le otorga un sentido dada una historicidad específica. De ahí que el verdadero lector sea constructor de laberintos y descifrador de los mismos.

Se lee y se escribe, también, como formas de una búsqueda que podría calificarse como utópica. Se trata de "encontrarnos". Pero resulta que no fuimos enmarcados desde siempre, elaborados con un telos que nos determinara fuera de toda circunstancia. Así que nunca nos "encontraremos". Pero esta búsqueda no es por ello inútil. Galeano sentenció que las utopías sirven para caminar; ésta no constituye excepción. Porque al buscarnos nos formamos, y esa puede resultar una forma de encontrarnos. No había nada en nosotros por ello nunca lo encontraremos, pero la búsqueda es creación y esto explica que nos vivamos a nosotros mismos. Leer y escribir es definirnos conjuntamente con los demás porque son experiencias de un diálogo. Pero esta definición no es sempiterna. La definición construida desde estas prácticas parece volver a acudir a Lezama Lima para decirnos:

Ah, que tú escapes en el instante

en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.

Si esto es así, lo grisáceo de la teoría se hace liviano hasta desaparecer; todo se integra en el verde árbol dorado de la vida.

Leer y escribir no es sólo buscarnos, encontrarnos y destruir ese hallazgo para proseguirlo siempre. Leer y escribir son también actos de amor. No sólo actos de amor al conocimiento, o a la sabiduría, sino actos de amor ante los demás. Por ello deben ejercerse responsablemente, con creatividad, juego, pasión y coraje.

Actos de amor.....

Y como gritó el poeta algún día: amar es desnudarse de los hombres.

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