Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 3
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 27.
12 de Marzo al
12 de Abril de 2001.

UN EMPATE IPSO FACTO

Por: Ignacio Fritz.

Si la Josefina quedó para el forro en la Posta Central. Se cachaba que iba por el lado penca. Bien ipso facto. Lo que pasa es que la muy monga no te dice lo que piensa. Si digo que fue culpa suya porque era domingo y la Josefina sabía de más que yo quería quedarme en mi casita para ver al Zamorano jugar, que en la Sky daban fútbol en directo, mejor que ir al Estadio Nacional.

-Vamos, puh -me dijo-, llevamos a los cabros chicos y nos bajamos en Mapocho a tomar chelitas, ¿no? En la Fuente de Soda donde venden schops de dos litros. Nos vamos a quedar poco rato. -Pausa-. Será poco rato.

-Ya. Pero volvemos, que el partido empieza a las cinco y quiero estar echado en la casita, en mi camita y con una garrafa de tintolio.

Si vale la pena dejar que la mujer de uno se salga con la suya, aunque sólo sea para tenerla con el hocico pegado. Y tomamos schops y los cabros chicos felices con las papitas fritas y el pollo asado. Aunque uno de los cabros culeados se llevó un charchazo por huevón.

-Y ni se te ocurra seguir o te rajo la cara de una cachetada.

Y yo pendiente del reloj por lo del fútbol. Y la Josefina dándole como caja al schop de dos litros. Bueno, anda terminando, le dije, que ya es hora de echarse el pollo. Pero la muy hueva me dijo:

-Shish... Si queda harto.

-Bueno, pero te apuras.

En total pedimos otra ronda (somos buenos para el copete y se nos calienta la jeta fácilmente). Y la Josefina jura que tiene aguante pero vale callampa. La Josefina cree que tiene garra, como los de la Garra Blanca (es del Colo-Colo).

-Vámonos que llegamos tarde.
Entonces les hice una señal a los cabros chicos y nos largamos calle abajo. La Josefina estaba con la caña, por eso digo que fue su culpa.

-Apura, mierda -le grité.
¿Qué iba a hacer la muy monga? Todo. Poner esa cara que sabe que me pone a mí al rojo y paremos de contar.

-Vamos, mierda -le dije-, ¡y no pongas esa cara, por la rechucha!
Llegamos a la estación de Metro y se me ocurrió hacer un atajo por las escaleras, como cabro de dos años, para irnos más rápido, pero la Josefina se fue para otro lado, tambaleándose.

-¿Adónde vas? -dije y me planté de un salto en medio de la vía, después de que ella lo hiciera antes, y por suerte no me dio la corriente y ningún guardia me cachó.

En buena hora.

-¿Te vas a suicidar? -dije con voz aguda.

-¡Que viene el Metro! -me gritó la Josefina con cara de monga. Yo miré el reloj de la estación y le dije:
-¡Sube, por la reputa! Faltan cinco minutos para el partido.

A mí se me cayó la cara de vergüenza. Y en ésas, cuando ya tengo a los cabros chicos tomados de la mano, oí una especie de ruidito y noté una vibración. Me subí:

-¡Dame la mano, mierda!

Y la agarré fuerte; pero claro, a la velocidad que llevan estas huevadas de vagones, y con lo que pesa la Josefina, no la pude levantar. Josefina, además, gritó borracha que dónde están los cabros chicos, ¡dónde! Y yo le dije que por los pendejos no se preocupara, que estaban bien, y que acabara de subir de una puta vez. Y en ésas estábamos cuando llegó el tren y le pegó de cuajo. Me la arrancó de las manos. Que si me descuido, me caga a mí también.

Cuando miré al frente, pensé que me la iba a encontrar en la Cal y Canto. Pero no. Estaba en el andén, unos metros más allá, mirándome y echándome la bronca delante de todo el mundo. Chucha, que tuve que decirle que se callara el hocico si no quería que se la cerrara de un palo, y que moviera el poto de una vez, ¿no? Entonces fue cuando volví a fijarme en la Josefina y vi que se había quedado sin patas. Pero con la Josefina no hay vagón de metro que resista. Cuando quise darme vuelta de pasmado, ya venía hacia mí, arrastrándose con las manos, dejando todo el andén lleno de sangre. Guácala.

Y lo más alucinante no fue eso. Lo más alucinante fue cuando levanté la cabeza y vi que las patas se le habían quedado atrás. Las dos. Separadas del cuerpo. Cortadas a la altura del muslo. En serio.

-¡Jonathan, no te quedes ahí y búscale las piernas! Tráelas aquí ahorita mismo.

Se lo decía con la idea de llevarlas a la Posta Central para ver si se las podían coser. Pero al muy gil no se le ocurre otra cosa que echarse a llorar, histérico como mariquita porque no se atrevió a bajar por miedo a electrocutarse.

La gente enseguida se puso a pedir una ambulancia a gritos; y mientras la Josefina se dedicaba a putearme desde el suelo lleno de cables eléctricos, yo seguía pensando en el partido culeado, que ya empezaba. Entonces caí en la cuenta que la ambulancia seguramente pasaría cerca de casa camino a la Posta y podía echarme un aventón.

La cabra chica se había ido donde las piernas de su madre y las había tomado (valiente la huevona porque casi se electrocuta) y se venía corriendo hacia mí. Gran sopapo le puse al ahuevonado de su hermano. Le tuvo que doler, porque se puso a llorar ipso facto.

-¡Ahuevonado! ¿No te dije que fueras a buscar las piernas? ¿Cómo se te ocurre dejar que vaya tu hermana? ¿No ves que es una pendeja que odia la electricidad? ¿Cuántos años tienes? ¡¿Seis?!

Luego vino un sujeto y me dijo:

-¡Qué desgracia!

-Buen samaritano es usted -le dije yo-. Lo menos me he perdido los dos primeros goles, por la reputa. Porque este partido no será empate.

Y entonces se me acercó otro y me dijo:

-Ya imagino en qué estado se encuentra, pero no se preocupe. Su esposa no se ha dado por vencida. Usted procure consolar a los niños.

Y cuando vi llegar a los paramédicos, les dije a los cabros chicos:

-Miren, su madre se va a pasar una temporadita en la Posta, pero no es que le pase algo malo, ¿eh?

-Pero si se ha quedado sin patas -me dijo Jonathan.

-Sí ya lo sé, pero eso no quiere decir que le pasa algo malo. Mira, pendejo, para una persona normal, no para una cualquiera, como tú o como yo, lo de no tener piernas sería trágico, ipso facto. Pero no para la Josefina, porque está tan guatona que, total, dentro de poco las piernas dejaran de funcionarle.

-¿Mamá está para el gato? -me preguntó Jonathan.

-Y yo qué sé. ¿Me has visto cara de gitano? No digas huevadas, hombre. Sólo me faltabas tú con tus preguntitas. Mira, si se muere, y no estoy diciendo que se vaya a morir... Pero si se muere, si se llega a morir... O sea, suponiendo que se muera, y sólo es un suponer ipso facto...

Total, que entre que llegan los del SAMU y meten a la Josefina en la ambulancia, con todo lo que pesa (imagínense en las escaleras), seguro que ya ha comenzado el partido, pensé. Entonces le dije a Jennifer que me dé las piernas de su madre y me acerqué a la ambulancia para dejarlas donde su dueña, pero el paramédico se las quedó y las envolvió en hielo y plástico. Luego nos metemos todos en la parte de atrás y salió la ambulancia a todo ritmo. Cuando vi que pasamos cerca de casa, dije:

-Cuando lleguemos a la casita azul, con el banderín del Chuncho, pare que me bajo.

-¿Qué? -me dijo Jonathan.

-Que me bajo aquí, huevón.

-Aquí no se baja nadie. No podemos parar hasta que lleguemos a la Posta -dijo un paramédico-. No hay tiempo que perder. Además, tiene que inscribir a su mujer y ocuparse de los niños.

-En la Posta habrá tele, ¿no?

El paramédico me miró con cara rarengue y me dijo:

-Sí, sí la hay.

La Josefina estaba con la mascarilla de oxígeno, y el paramédico le dijo que procurara no hablar. Pensé: Anda que no llevo yo años intentando que cierre el pico. Y ella dale que te pego, viene a decir que había sido culpa mía. Tu culpa fue, le dijo al paramédico. Y la culpa fue suya, por querer chupar más, como siempre. Si será curada la Josefina.

Yo, con mis cañas, mi fútbol y algún polvo de vez en cuando, me conformo. Ya no le pido más a la vida.
¿Y cómo iba a hacer el amor cuando la Josefina no tuviera piernas? En ésas llegamos a la Posta y sale el matasanos de turno diciendo que estoy en estado de shock.

Y yo: pensando en el partido.

Entonces le dije al matasano:

-¿Ahora qué pasará?

-¿Perdón? -dijo.

Más tonto que perro nuevo. Médico, nada menos. Y uno que siempre piensa que la gente que pasa por la universidad es lista.

-Le estoy hablando de nuestra vida sesual -le dije.

-Bueno, suponiendo que su esposa sobreviva, en principio debería ser capaz de llevar una vida sexual completamente normal.

-Pues no sabe la alegría que me da -le dije-, porque hasta ahora, lo que se dice normal, no ha sido. Vamos, a no ser que a usted le parezca normal echar un callampazo cada año. Porque, a mí, desde luego, no me parece.

Y así fue la cosa. Al final tuve que ver el partido en la tele de la sala de espera. Sin una triste garrafa que llevarme a la boca. Y los loquillos estos me daban la lata con papeles y preguntas. Y los cabros chicos metían bulla y preguntaban si su madre se iba a poner buena y si nos íbamos a ir pronto a casa. Y eso que ya les había dicho que se andaran con cuidadito. Tampoco es que el partido fuera nada del otro mundo, pues hubo un empate ipso facto.

Ignacio Fritz nació en Santiago de Chile en 1981. Escribe narrativa desde los cinco años, también pinta expresionismo, y en 1998 participó en el taller literario de la Zona de Contacto del diario El Mercurio donde publicó relatos cortos desde 1998 hasta el año 2000. En 1999 entró a estudiar derecho a la universidad Gabriela Mistral, carrera que en estos momentos deja para hacer un Bachillerato en Ciencias Sociales para luego entrar a tercer año de periodismo y luego hacer un posgrado en Ciencia Política. Cabe agregar, además, que participa activamente en el taller de Pablo Azócar y está concluyendo su primer libro de cuentos. Uno de los relatos expuestos en el libro, saldrá eventualmente en una antología de escritores nuevos y consagrados en la Editorial Alfaguara. Este cuento es inédito y exclusivo para la revista Escáner Cultural.

Si quieres comunicarte con Ignacio Fritz puedes hacerlo a i.fritz@entelchile.net

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