DELIRIOS
Por Ignacio
Fritz
Había aceptado
por cuatro motivos que se darán a conocer con las primeras
cuatro letras del abecedario:
a) Era la primera
vez que le pagaban una suma de seis ceros.
b) Una de las posibles
víctimas había sido un amor no correspondido para él
en un tiempo muy remoto (1996).
c) Otra de las posibles
víctimas era el conchasumadre por el cual su amor no fue correspondido.
d) Y, por último:
le daba placer imaginar cómo, no haciendo caso a sus códigos
de especialista en la materia, daría rienda suelta a sus sádicas
sicopatías, con torturas aprendidas cuando perteneció
a una guerrilla en favor de los Contras de Nicaragua.
Sus aspavientos eran
malvados, como los del personaje que interpretó Bruce Willis
en un capítulo de Miami Vice llamado No Exit, transmitido
en noviembre de 1984 por uno de los tantos canales estadounidenses
que se conocen por siglas (NBC, en este caso). Era así: cero
virtudes e infinidad de vicios.
Después de
haber tragado innumerables litros de agua para arrancar su dolor de
hígado producto de su afición al tequila de segunda,
Tabucco aceitó y desarmó su revólver Smith &
Wesson que había comprado hacía menos de un mes en un
remate de la Guardia Nacional en el estado de Nevada, Estados Unidos
de América. Sin embargo, embobado por las punzadas en dicho
órgano, se le diluyó de las manos una pieza fundamental
para rearmar el artefacto. Estérilmente buscó por los
recovecos cercanos a la mesa de raulí donde realizaba la operación.
Como nada encontró, empuñó su mano y golpeó
cuatro veces la pared de concreto que separaba la cocina del comedor,
hasta que sus nudillos se descueraron y sangraron. Su dedo meñique,
que acompañaba un anillo de oro, se inflamó y aderezó
un violento color: entre gris-esmog y rojo-fuego.
Con la mano adolorida,
esparció su cuerpo en su cama de dos plazas y colchón
apelmazado. Quedó dormido al instante por tres o cinco horas,
hasta que despertó por el bocinazo de un taxista en la avenida
de abajo. El conductor del Nissan con patente naranja fosforescente
era un sujeto que identificaban en el hampa bajo el nombre de Richard.
Podríamos calificar a Richard como un tipo de pocos amigos,
pero que con un buen salario era capaz de mostrar el mejor ánimo
y disposición, aunque en su fuero interno estuviese maldiciendo
hasta lo inexistente, como cuando resguardaba la salida de una discoteca
y un par de civiles le pidieron entrar porque deseaban hablar con
Tabucco, el dueño en ese entonces (1991). Con la canción
Holiday, de Madonna, Richard dijo:
-Ustedes pueden ser
los abuelitos y aún así no los dejaría pasar.
Por lo tanto los detectives
mostraron sus credenciales y Richard dijo haciendo un pase reverencial:
-Cualquier conocido
de Tabucco es mi amigo.
En resumen, Richard
no era un delincuente digno de fiar. Sólo se dejaba guiar únicamente
si había una ganancia de por medio; o en último caso,
si se veía acorralado para llevar a fin sus pueriles propósitos,
como aquella vez que resguardaba la entrada de la disco, que por cierto
parecía más un bar de hachís que estaba en plena
comuna de Las Condes.
Una de las múltiples
leyendas referentes a Richard es la de que mató a un niño
de seis años en Valparaíso. Lisa y llanamente lo tomó
como rehén mientras salía de una tienda de joyas tras
haber acribillado a uno de los dependientes por haber tocado la alarma
de auxilio. Por este motivo, pescó de las solapas a un mocosuelo
que paseaba en la vía pública y lo arrastró con
todas sus fuerzas entre las pendientes y bajadas y escalones de los
cerros de por ahí. Carabineros, en un operativo digno de un
film de John Woo, con helicópteros y oficiales vestidos como
para resistir un atentado terrorista, siguieron a Richard y lograron
capturarlo en la casa de su conviviente, una prostituta gorda y demacrada.
En realidad, el pequeño salió ileso, sin embargo el
juez le dio a Richard una pena aflictiva de tres años y un
día. Salió de la cárcel el primero de junio de
1996.
Tabucco puso los pies
en el gélido suelo de madera, cerciorándose que cayera
primero su pie derecho, en vez del izquierdo, porque era muy supersticioso.
Por el desvencijado balcón se dio cuenta de los números
y letras en negro que había en el techo amarillo del taxi.
La multitud de gente que iba de un lado a otro no pereció percatarse
de su aspecto somnoliento, acabado y lívido.
Bajo la marquesina
del edificio exclamó:
-Huevón, tanto
tiempo. -Se encajó en el Nissan mientras Richard revisaba unos
papeles al volante, con la cara concentrada, decididamente escarpada-.
¿Encontraste algo? -le consultó.
-Se encontró.
¿Quedamos a mano?
-No. Todavía
no.
La vista carente de
cordialidad que tenía Tabucco se incrustó en las facciones
de Richard, que con el ánimo desaprensivo e ilusorio, no tuvo
más opción que hacer caso a lo modulado por Tabucco,
quien desde la vez en que lo contrataron y le dejaron la suma de seis
ceros en el banco, había cambiado su manera de pensar. "Una
conversión", se decía a sí mismo, apestado como
nunca porque era de los tipos que no creía en nada, absolutamente
nada y para él la vida era una mierda.
-¿Seguro que El Nene
es agente encubierto?
-Segurísimo.
Chocolito dijo que lo era y así es. ¿Estamos a mano?
-Sí.
Richard aguardó
prudentemente hasta que Tabucco se instaló en la vereda rodeada
de gentío. El taxi se perdió entre una maraña
de micros contaminantes.
Aquellas palabras,
luego de una semana de espera, eran desapacibles para Tabucco. Quedó
desesperanzado aunque todavía quedaba una carta para echar
sobre la mesa. Una carta que vivía en ese mismo edificio: se
trataba de Montse.
A las dos de la tarde
Tabucco sintió ganas de comer. Entre los anaqueles polvorientos
de la cocina encontró una lata de arvejas que abrió
con su cortapluma Arbolito que compró en Solingen, Alemania,
cuando debió asesinar a un diplomático colombiano involucrado
con el tráfico de niños recién nacidos. Con el
apetito recatado, masticó un trozo de pastel que había
preparado su madre para su cumpleaños, con una dedicatoria
de crema chantillí.
Recogió su
Rolex Submariner que estaba encima del velador limítrofe a
su cama de dos plazas, junto a una novela de Caryl Chessman que leía
de acuerdo a un sistema que le enseñó su amigo Chocolito
Magnitzky: leer en voz alta trozos escogidos al azar. Y así
lo hizo cuando una sensación de ocio y ridiculez lo embargó:
-Hay un antiguo refrán
español que dice así: "No pienses. Si no piensas, no
recuerdas; si no recuerdas, no deploras".
Se encaminó
al baño. Allí, frente a un espejo de 100 x 90 centímetros,
se desligó de su apretada camiseta para ver las cicatrices
que hermoseaban su fisonomía de rugbysta. Salieron a la luz
múltiples estigmas recibidos en el transcurso de su azarosa
carrera de sicario: quemaduras, tatuajes, rasguños y costras.
-Se notan tus venas
-se dijo. Y tuvo ganas disparatadas de autoflagelarse con una de sus
navajas.
-¿Qué pensaría
tu viejo, ilustre matehuevas? -se dijo. Y tuvo ganas disparatadas
de abrazar al autor de sus días.
-¿Nada? Está
muerto. -Sonrió-. Indirectamente lo mataste -se apuntó
y su reflejo llegó al espejo como ánima desesperada-.
Soy loco. Nací maldito. Soy loco. Nací maldito. Soy
loco. Nací maldito.
Sus manos se estremecieron
cuando recordó que debía visitar el departamento de
Montse, en el piso once. Montse era una topletera que pagaba sus cuentas
con uno de los oficios más antiguos de la humanidad: la prostitución.
Y era la carta que Tabucco disponía para efectuar el trabajo
en cuestión.
Volvió a colocarse
su camiseta y salió corriendo del baño. Dejó
abierta la puerta de entrada a su departamento y saltó los
escalones de dos en dos. En el piso once, a seis del suyo, procuró
respirar a tope. Caminó por un corredor de mármol y
golpeó la puerta del departamento:
-¿Ya no tocas el timbre?
-Atendió finamente Montse después de un exiguo lapso
de espera.
-¿Es necesario?
Deslizó sus
manos por la tostada y descubierta cintura de ella. Con una sonrisa
experimentada, le dijo a él:
-Entremos.
Aquella tarde fornicaron
según las ilustraciones del Kama Sutra. Montse estaba
imbuída en su trabajo; y cuando Tabucco quedó dormido,
tomó un cuchillo carnicero que guardaba en una caja de terciopelo
rojo. Dejó el arma blanca bajo la almohada. Justo en ese instante
despertó Tabucco luego de quince minutos de pesadillas. Insensiblemente,
Montse, entre aterrorizada y enojada, pescó en vilo el cuchillo
carnicero y se lo enterró en el cuello a Tabucco, quien murió
instantáneamente. Rato después, con un charco de sangre
como telón de fondo, llamó a Richard y le dijo: "Delirios".
Ignacio
Fritz nació
en 1981, escribe narrativa, estudia derecho, pinta expresionismo.
Ha participado en el taller de la Zona de Contacto del Mercurio donde
publicó relatos desde 1998 hasta el 2000. En 1999 estuvo en
el taller de Pablo Azócar. Este cuento es inédito y
exclusivo para Escáner Cultural.