Por: Iair
Menachem
Nada es porque sí.
Más aún: nada de lo que sucede, parezca lo que parezca,
es en realidad negativo; y depende de la lente que usemos el advertirlo.
No se trata de buscarle la quinta pata al gato para sostener el espíritu
en la lucha, sino antes bien, estar tan imbuido de la naturaleza misma
del gato como para no tener dificultad alguna en encontrar el lugar
de cualquier pieza del puzzle de cuya existencia ni me haya percatado
antes. Y cuando no le encuentro el sitio, saber que está, y
que soy yo que estoy errando o que todavía no me toca. Pero
allí está, y en alguna parte va a encajar sin duda.
Voy a la farmacia y pido
un blister de enamoramiento. La dependienta me mira con sorpresa;
como estamos en Argentina, hay también una indisimulable sorna
en su mirar. Pobrecita. Le contesto: "¿No ves que estoy enfermo? Necesito
una dosis alta de enamoramiento. ¿Cómo se te ocurre si no que
me podría curar?". Al final, me encojo de hombros y le pido
un jarabe para la tos. Me siento casi usurpando, consumiendo los remedios
que no alcanzan en modo alguno para todos los que están tan
pero tan enfermos y son de acá. Pero igual, no son éstos
los remedios que necesitan, y tampoco se dan por enterados. Va por
cuenta de cada cual, y no se compra con dinero.
Los para siempre
no funcionan en el espacio exterior ni en cualquier forma del lenguaje
en que los busque. No funcionan porque son una dislocación
del discurso. No funcionan porque explotan en cenizas en el aire ni
bien emitidos, y con ellos explota cualquiera que justo vaya siendo
yo en el instante. a carcajadas explota(o), porque las circunstancias
en su vertiginosa fugacidad me hacen cosquillas tremendas al pasar.
Hay un sólo para
siempre que no sé cómo podría ser que lo
dejara de calzar. Es el signo de eternidad de que me viste la conciencia
de mí, de un mí que es idea, irrefrenable proyecto,
estructura sin trazos, prefiguración siempre de un orden -y
no del mismo- pero caos; un siempre que es potencia fiel
y leal, un siempre que ha devenido forma de moral entre los
inmortales que sufrimos y gozamos, para siempre, de la intensidad
de la perpetua agonía. De esa misma agonía de la que
nada saben los mortales porque nunca les da el tiempo, y cuando tienen
la oportunidad ya no les importa porque están temblando de
miedo o de fervor, que se le parece mucho.
Hay un para siempre
en el amor, que es una forma del para siempre que funciona,
del que es verdad, mucho más verdad y permanente verdad, por
ejemplo, que cuando digo yo. Los amores de verdad, el amor
uno y múltiple del de verdad y en todas sus formas, lo entiendo
(mis tripas lo entienden) irrevocablemente para siempre. Y en todo
él se gana; jamás se pierde.
Pero la única
redención de la agonía que sabemos disfrutar los inmortales
es la del enamoramiento, la danza distinta siempre del deseo de la
piel hacia dentro y del espíritu hacia fuera, en que somos
llamados al amor. El amor es sustancia de uno mismo, son puertas que
desde siempre albergamos y que nos va siendo dado abrir a lo largo
del tiempo. Acaso sea la forma última en que está llamado
a sujetarnos en régimen de inexorabilidad el tiempo, cuando
hayamos burlado todas sus otras trampas.
Cuando operan conjuntamente
(que no en el caso del amor por los hijos, por los padres, por los
maestros), el amor arriba a un status de para siempre justo
cuando el enamoramiento deja de anunciarlo, de denunciarlo, de proclamarlo.
Amaré por siempre a las únicas mujeres a quienes grité
un para siempre enamorado, y de quien no estoy enamorado
más. Y en defensa de la honestidad, habiendo crecido y aprendido
tanto en los últimos 33 años de mi vida, debo declarar
que cuando me enamoro para siempre, es de amor eterno que
estoy hablando, aún si dentro de unos años no estoy
enamorado más, o si se ha fragmentado mi enamoramiento o se
ha disuelto en el estallido del enamoramiento tuyo. Pero si te quiero
para siempre y te lo anuncio enamorado, sabe que para siempre
te amaré y para siempre querré saberme en tu amor.
El amor es inevitablemente
uno siempre, es el mismo, el único que puede nacer en mí.
Que en nadie más puede tener lugar.
Y que en relación
con muy contados amores, con muy contadas conciencias amantes a lo
largo de la vida (que es decir a lo largo de la eternidad), se puede
comunicar. El enamoramiento por su parte, es único cada vez,
es virgen, es pleno, es total cada vez, y en cada instante de cada
vez. No sólo desde el todo se enamora uno: también desde
el fragmento. por eso es más fácil que amar, y no es
lo más sencillo que del enamoramiento reste amor, que requiere
a la totalidad, o a su alter-ego: la más total abstracción
de sí. Cualquiera se enamora por un rato, y vaya si no cualquiera
vive amor. Que no se elige directamente el amor sino a través
de todo cuanto se elige en la vida.
He aprendido a enamorarme
sin culpa, y a gozar inmensamente de la oportunidad de aprender a
amar. Soy democrático en mis enamoramientos: enciendo siempre
la luz, abro el gas por si alguien intenta encender en mí el
fuego, pongo mi mejor setting, mi mejor rostro, acerco mis
sahumerios y mi mejor perfume y pido al mar de su energía y
a los cielos claridad para responder con honestidad, y estar "a la
altura de las circunstancias" cuando de pronto todo se ilumina y un
ángel me toca suavemente el hombro antes de arrojarme al infinito
tobogán con una sonrisa en ristre y sin más. Nada de
ésto lo he decidido nunca ni creo que sea decidible; pero es
en régimen de anagnórisis que al fin me doy cuenta,
con enorme regocijo, esta vez.
Enamorarse
es estar parado frente a un portal que, ya franqueado, convierte el
yo del instante en una apuesta para siempre.
Tal el desafío.
Tal la vocación de amor. Tales el llamado y el clamor.