Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 3
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 34.
12 de Octubre al
12 de Noviembre de 2001.

CIUDAD DE FEOS

Por María Teresa Rodríguez  Almazán

Hoy amanecí con ganas de hacer algo diferente.  Estoy harto de permanecer retrepado en este sitio haciendo guardia ininterrumpidamemente   desde 1910;    observando lo que sucede a mi alrededor  o  hasta donde me alcanza la vista, pero hoy la paciencia  ha rebasado los límites de mi estoicismo y  quiero contemplar aunque sólo sea por un rato algo distinto;  que rompa el capullo de tedio que está a punto de  sofocarme.  Estoy hastiado de ver  los mismos accidentes de tráfico, a los consabidos "mordelones" luchando por acabalar el gasto diario; las caóticas manifestaciones  de causas perdidas; de oir  las "mentadas de madre" y pleitos a la hora pico del  congestionamiento vial; de observar  los ligues entre jotos y/o mariquitas que abundan afuera de los Sanborn's o los Vips; a  las secretarias  -casi todas teñidas de rubio-  perfumadas con Avon y forradas de poliester  que  a la salida de las oficinas se van con los jefes a tomar una copa y después a algún hotel de paso para desquitar las horas extras; a  los tragafuego, limpiaparabrisas o malabaristas de cada crucero, que entre alto y alto se atascan de chemo o activo; a los  vendedores ambulantes ofreciendo los diversos deshechos orientales; a los turistas de rostros insustanciales  disparando  sus cámaras sin cesar,  etc.,  y, bueno,   por algo  tengo  alas, y no sólo las de la imaginación.    Al cabo estoy seguro que  la gente ni se imagina que me puedo mover de mi sitio, y además son  como  autómatas que nunca vuelven la cara hacia el cielo, así que  no creo que se den cuenta  si me  escapo por un rato.  Asimismo,  mis días de gloria quedaron atrás hace rato   y ahora  me he convertido en parte de la escenografía citadina,  sin relevancia,    así que creo tener el derecho para aventurarme y recorrer otros rumbos aunque sólo sea por una vez.

       ¡Vaya!, pensé que toda la ciudad sería más o menos igual  al  sitio en donde permanezco aposentado, más ahora  me doy cuenta que no es así.  Por ejemplo, en este barrio  del poniente de la ciudad hasta donde he llegado todo está sucio y deteriorado, excepto un lujoso coche negro en donde veo a una  mujer   de edad indefinida vestida con elegancia,  que parece estar esperando a alguien  mientras  observa acuciosa y displiscente a la gente que pasa.  En general son personas muy feas; en eso sí se parecen a las que pululan por mi zona.  Es más,  casi podría asegurar que el  99.9% de la población de este país es fea, y entonces me pregunto si así de feos habrán sido sus antepasados,  o esta fealdad es el resultado de tanta mezcla de razas.

            Abajo, frente a mí se encuentra un módulo gubernamental,  en donde a pesar de ser tan temprano ya está formada una larga fila de feos, con excepción de una jovencita alta, rubia y curvilínea que sale de contexto en esa masa insignificante de seres morenos y achaparrados, y que tal vez sea la persona a quien espera la mujer del coche negro.  Una "funcionaria" con aires de suficiencia interroga y da instrucciones  a un grupo de muchachos que por su apariencia deben ser soldados, y por supuesto, feos. Más allá en la fila,  un par de sujetos llama particularmente mi atención: parecen ser padre e hijo, y amén del parecido físico, tienen un defecto en las piernas que al caminar los asemeja a los  pingüinos, rasgo que aumenta aun más  su fealdad.

  Afuera del lugar, tres religiosas de apariencia masculina interceptan a cuanto          transeúnte pueden pescar para hacerles lo que parece ser una encuesta.  Huelga decir que no sólo son feas sino horrorosas.

     Del módulo  sale una pareja muy acaramelada a quien intuyo recién casados, seguidos por un "ejecutivo" enfundado en el consabido traje material sintético   y haciendo uso ostentoso de un celular, porque ahora tal parece que tener un celular, funcione o no, te convierte en alguien importante.

Junto al espléndido  coche  que ¡por supuesto! está fuera de lugar, se detiene un hombre de edad indefinida  y con los característicos rasgos orientales que predominan en la mayoría de los habitantes de esta ciudad.   Se amarra la agujeta de uno de los zapatos, se rasca la cabeza, se pica la nariz y prosigue su camino.  (Ay Dios. ¿por qué son tan feos casi todos los habitantes de esta ciudad?.).

Parece ser que el multicitado  coche está estacionado justo en una parada de autobuses  pues cada dos o tres minutos se detienen camiones destartalados, contaminantes  y repletos de seres que suben y bajan en un interminable desfile de feos de todas las edades y profesiones, a juzgar por su apariencia.

Casi en la esquina está una señora  fumando  sentada en un bote de pintura,  mismo que no alcanza a contener toda su humanidad, pues sus nalgas cuelgan escatológicamente  casi hasta  tocar el piso.  La "dama" en cuestión  está acompañada por un galante pepenador o teporocho, quien a estas horas de la mañana le convida de una botella disimulada con periódico para el despiste.  La gorda hace grandes aspavientos en un simulacro de rechazo para enseguida prenderse del pico de la botella y atragantarse durante largos segundos y luego, con mucha propiedad y elegancia se limpia la boca con el dorso de la mano y  le regresa el envoltorio a su compañero.                                                                                  

A mi izquierda está un taller mecánico con varios coches viejos y despanzurrados, en donde un mecánico más ocupado en rascar sus genitales que en su oficio, hace como  que trabaja mientras un cliente desesperado aguarda con cara de pocos amigos a que terminen de arreglarle su camioneta.

De la vecindad situada  junto al taller salen unos niños muy acicalados y  que apenas pueden con el peso de las mochilas sobre sus espaldas.  Van bastante  apurados y comiéndose una torta, porque  según me consta,  las tortas, los tacos,  los tamales o sopes son  por antonomasia el alimento  de este pueblo y donde quiera los venden,  como  en esta  esquina  donde me encuentro, que  hay un puesto de tamales y atole y otro de sopes y guaraches y casi todas las mamás que pasan por ahí con niños rumbo a la escuela se detienen a comprar algo para sus chamacos y les piden que se apuren porque si no van a llegar tarde.  Está por demás decir que tanto niños como mamás están muy feos.       Y así podría seguir horas y horas volando, viendo y  hablando de los  feos de este país,  pues para dondequiera que vuelva la cara o me desplace, encuentro  gente fea; ah, pero no vayan a creer que porque critico al 99.9% de los habitantes de este lugar soy  una belleza,   ¡no¡, ¡qué va¡, ni siquiera sé qué apariencia tengo; sólo sé que poseo un par de alas y que provengo de un lugar  llamado Francia desde donde  me enviaron como regalo de buena voluntad a este país de feos en donde me llaman "El Angel de la  Libertad".

 

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