Desde México,
Jorge Solís Arenazas.
La condición
original de toda creación artística es la práctica
en general en su doble naturaleza de objetivación del sujeto
y de subjetivación de lo objetivo. Como toda práctica
así entendida surge a partir de ciertas necesidades y por ello
cumple una función. Pero la cuestión de lo funcional
en el arte es de una volatilidad más problemática con
relación a otras prácticas en virtud de que la mediación
de la necesidad a su satisfacción en este tipo concreto de
producción no se experimenta de manera directa, como en otros
terrenos. En este sentido, debe entenderse que la función particular
del arte no puede determinarse externamente, dado que este no es una
vía para cumplir tareas adyacentes sino un proceso productivo
fundamentado en sí mismo. Es decir, el arte es efectivamente
una realidad que se conecta en varias perspectivas con otras regiones
(educativas, políticas, religiosas, económicas, etcétera),
pero su naturaleza última es autotélica.
Por otro lado, la
educación y sus reflexiones pedagógicas no tienen un
fin en sí, sino a partir de necesidades de relación
con otras regiones. Esto no implica tanto que su fin se genera a partir
de condiciones externas o colaterales cuanto que sin la relación
con éstas condiciones su existencia no estaría plenamente
legitimada.
Estas diferencias
entre la creación artística y la práctica educativa
son las condiciones de posibilidad de ser de su relación, de
la misma forma que son latentes circunstancias de su problematicidad.
Esta doble posibilidad de relación se testimonia por el hecho
de que la creación artística también es fuente
de conocimiento, por lo que cumple ciertas funciones educativas. También
se descubre al entender que tanto el arte como la educación
son vías mediante las cuales el hombre quebranta una relación
espontánea, inmediata y estrecha con el mundo. Pero esto abre
la opción a buscar en el arte una herramienta educativa, lo
cual partiría de la confusión entre la función
cognoscitiva que el arte cumple y la existencia de herramientas pedagógicas
con ciertas tendencias o propiedades análogas a la relación
artística. Es decir, entre las relaciones de arte y educación,
y la reducción del arte a una mera vía pedagógica.
Por otra parte, debe
también distinguirse la educación artística o
estética en general, de los nexos entre creación artística
y educación, también en su mayor amplitud.
En cambio, puede adelantarse
la necesidad de su reciprocidad. Y más aún: puede señalarse
que el arte requiere de la práctica educativa y, de hecho,
la ejerce en ciertos niveles. Contrastando con esto, la educación
no está supeditada directamente a la realidad artística,
pero negar las posibilidades de su relación con ésta
implica la negación de sí, hasta cierto grado, y la
obliteración de varias de sus potencialidades. Ahora bien,
tanto la educación como la creación artística
son ámbitos de suyo diversos, heterogéneos. Su primera
convergencia podría resumirse en su ambición de fungir
como antípodas de lo unidimensional. Por ello mismo las generalizaciones
analíticas al respecto deben reconocer sus propios límites,
delimitar su espacio. Animado a partir de esta necesidad aquí
se deja de hablar de educación en general para atender a la
educación estética, pero principalmente de la función
educativa en el arte, a la vez que se abandona la generalidad relativa
del arte para acudir a la concreción de su género literario
específico, aunque con la pretensión de no abandonar
por completo este tono general.
Obvio es que la primera
tarea de la educación estética es la de configurar su
objeto. Conviene aquí tan sólo advertir que el primer
avance de toda educación estética sería el de
no reducir su radio de movimiento al dato empírico proporcionado
por la obra de arte; cierto es que a partir del arte fija la estética
sus más cardinales pasos, pero esto no le resta incumbencia
estética a otras zonas de la realidad. No obstante, aquí
sí está centrado todo en el terreno artístico.
Una segunda tarea
sería el reconocimiento de su ambigüedad. Mientras que
su forma de accionar es la generalización, las experiencias
estéticas concretas exigen un análisis puntual. Por
ello, la estética no puede entenderse, por ejemplo, como la
disciplina que agota las reflexiones en torno al arte, sino una de
las vías de esta reflexión, que iría corriendo
brazo a brazo junto con la lingüística, la historia del
arte, la psicología, la semiótica, entre otras. Empero,
en aras de la necesidad de concreción analítica no es
lícito soslayar la necesidad teórica de acceder a principios
generales que permitan ingresar a las estructuras eidéticas
de los fenómenos estéticos, y especialmente los artísticos.
Lo decisivo de las
relaciones entre estética y educación, así como
de las formulaciones de una educación estética, principalmente
artística, no sólo dependen de una visión estructural
del problema sino de una revisión de su historicidad. Como
sea, esto deberá ser relativo. Numerosos son los ejemplos en
el seno de la historia o la sociología del arte de cómo,
a partir de una visión histórica absolutista, se niega
lo fundamental en toda estructura estética: su autonomía
relativa, derivada de su condición elemental: ser procesos
autotélicos, como ya se había mentado anteriormente.
Igualmente ocurre con la psicología, especialmente en los linderos
del psicoanálisis, o la lingüística, cuando tal
visión estructural no admite sus límites.
Desde el periodo paleolítico,
en los inicios originales del arte, la educación es una constante,
detallada a partir de la multiplicidad, en el conjunto de las relaciones
que presentan las situaciones estéticas. Y no sería
exagerado decir que es su única relación propiamente
dicha, atendiendo a su existencia formal. Se puede dudar de la aseveración
anterior a partir de otras constantes, la caza y la magia principalmente,
pero debe tomarse en cuenta que éstas no eran realidades sistémicas
independientes con las cuales el arte se vinculara de forma independiente.
Por el contrario, caza, magia y arte eran tres referentes integrantes
de un haz único. Sin la magia y la necesidad de caza, el arte
no habría podido existir tal como lo hizo. Cuando el arte se
independiza de la magia, ésta ya ha dejado de cumplir su papel
social y queda relegada; cuando el arte sale de la esfera estricta
del proceso de caza, ya el hombre contrae ciertas relaciones productivas
que acuden progresivamente hacia la agricultura como lo determinante,
y la caza queda también paulatinamente relegada. Aunque no
puede colegirse de esto que arte y educación, en ese periodo,
pudieran dividirse tajantemente. El arte de ese tiempo no se entiende
sin la funcionalidad hacia la caza y ciertos contenidos mágicos
(propiedades que parten del monismo dominante en la época),
mientras que no toda la educación del mismo periodo se entrega
al fenómeno de los inicios del arte. Para decirlo en otras
palabras: el arte por necesidad estuvo estructuralmente unido a los
procesos de caza y a las prácticas mágicas, a la vez
que entrañó ineluctablemente un papel educativo, así
como tomó servicios de la primitiva educación para formarse,
pero la educación no tuvo tal dependencia con el referente
artístico, y esto es lo decisivo para que la relación
entre arte y educación pueda ser planteada.
Por lo demás,
es menester también distinguir entre la función cognoscitiva
del arte y las relaciones entre éste y la educación.
No significa esto que pueda dividirse una y otra realidades, sino
que deben ser situadas en su lugar preciso. Por ejemplo, en el paleolítico
el arte no tuvo una función estética primordial; desde
hace bastante tiempo es cosa sabida, a partir de la antropología,
que el arte antes de ser una estilización y una realidad ornamental,
era una parte de apropiación del mundo en cuanto tal, y una
vía para cumplir la satisfacción de necesidades humanas.
Es por ello que en las cuevas de Altamira, por ejemplo, no se pretende
captar estéticamente la impresión, sino captar la impresión
como acceso mismo al ser real. El hecho de que las obras se encuentren
en lugares obscuros que dificultan la contemplación revela,
como tanto se ha insistido, que no era un fenómeno decorativo,
estilístico. De ahí que alguien como Ernst Fischer admita
que cuando la pintura rupestre muestra al bisonte herido no está
representando sólo el hecho real, sino que busca herir efectivamente
al bisonte, razón por la cual la cosa y el signo buscaban la
identidad. Las raíces de este hecho son variadas pero independientemente
de cuáles sean ya puede destacarse que para herir al bisonte
real el artista paleolítico requería una comprensión
naturalista e integral del animal y de la imagen de su caza. El arte,
así, no sólo era medio coadyuvante en la caza, sino
instrumento de conocimiento de lo cazado; cuando se asociaba a las
prácticas mágicas estaba dotando cierto conocimiento
para la posibilidad de existencia de éstas. El arte, así,
cumplía funciones cognoscitivas pero que no descansaban en
el interés del artista individual, pues este ejecutante todavía
no existe como tal. La función cognoscitiva del arte se cumple
especialmente en la comunidad. Por ello arte y educación mantienen
vínculos tan tupidos y estrechos. No sería exagerado
afirmar que por estos vínculos y desde su inicio, el arte presenta
problemas intersubjetivos de comunicación. Si bien el papel
del arte en el periodo paleolítico no es la comunicación,
también es cierto que no dejaba de cumplir tareas comunicativas,
especialmente a partir de las prácticas educativas que también
entrañaba. Contra esto se ha insistido en el hecho de que la
educación, como tal, tampoco existía. No obstante esto
es tan relativo que, antes que palpar la cuestión crucial para
el problema, sólo señala diferencias de grado. Porque,
efectivamente, la educación no existía con su institucionalidad,
su formalidad y su autonomía propias, pero no por ello dejaba
el hombre paleolítico todo a las contingencias de la individualidad
en su proceso cognoscitivo.
Otro hecho revela
la interacción que desde un principio mantuvieron arte y educación:
junto a los dibujos rupestres en las paredes de las cuevas, se encuentran
ejercicios de figuración de los animales cazados, así
como dibujos que no alcanzan un rango "profesional", que bien pueden
ser considerados "estudios". Esto señala que la ejecución
de dibujos rupestres no dependía de lo casual, sino de un proceso
formativo que asegurara que el arte cumpliera su funcionalidad mágica
junto a la acción real de la caza. También puede verse
aquí el comienzo de las condiciones de posibilidad de un grupo
humano que se dedica específicamente a tareas artísticas,
si bien éste no se da todavía en la era paleolítica,
es decir, se abren las primeras condiciones para que la división
social del trabajo genere al "artista".
Más tarde,
en el neolítico, se acentúan los signos que aseguran
la relación entre arte y educación, principalmente al
aparecer el arte decorativo, geométrico y formalista, dejando
atrás la función mágica que en el paleolítico
debía cumplirse. Ahora pesa especialmente el hecho de que empieza
a asegurarse la tradición basada en la infraestructura que
se ha forjado de manera no sólo distinta sino opuesta a la
del periodo paleolítico. Este cambio en la infraestructura
se resume en el trascendental paso del consumo directo de la naturaleza
a la producción de algunos bienes materiales, todavía
con un rango primitivo visible. Esto implica que las relaciones entre
los hombres se organizan de un modo más quirúrgico,
lo que permite que las tradiciones empiecen a cumplir ciertas tareas
de cohesión. Esto ya implica un fenómeno educativo de
grandes alcances. Su impacto en el terreno del arte vuelve a ser nítido,
en el sentido que no permite ser negado. Se da esencialmente en que
la estilización de la vida requiere un proceso de abstracción
y no pocas veces de formación de conceptos, por primitivos
que éstos puedan resultar. Estos son heterónomos y se
generan a partir de la formación de ciertos conocimientos a
partir de la intersubjetividad, y la transmisión de los mismos
como formación integral de una subjetividad.
Pero más allá
de esto, en el neolítico se da la bifurcación entre
el arte sacro y un arte de estilo geométrico que cumple una
función más decorativa que sagrada, especialmente domestico
y femenino. Ello abre el problema de la multiplicidad funcional del
arte, pero de ninguna manera niega que toda obra cumple con ciertos
procesos cognoscitivos. En este periodo, por lo tanto, las relaciones
entre arte y educación son menos unitarias. Mientras que en
el paleolítico se requiere de una verdadera especialización
en la ejecución de la forma naturalista rupestre, así
como un conocimiento del mundo para hacer posible tal ejecución,
en el neolítico se requiere partir de una concepción
dual de la naturaleza pero el grado de especialización varía
debido a que por una parte el arte está entregado al terreno
doméstico pero de otro, su importancia es medular por cuanto
cumple funciones no sólo decorativas sino sagradas. Tal dualismo
y tal división en los terrenos de operación del arte
se deben, sólo hasta cierto punto, al animismo imperante, tal
como Arnold Hauser lo ha señalado.
Mas no es posible
aquí rastrear, y menos aún hacerlo con profusión,
las determinaciones, formaciones y transformaciones históricas
de las relaciones diversas entre educación y arte. Baste con
señalar que tal relación ha sido constante en la historia
del arte. Del otro lado, el arte ha fungido en ocasiones variadas
como herramienta pedagógica. No obstante, ello es taxativo,
descansa en ciertas circunstancias que ahora pueden por el momento
ser ignoradas.
Diríase en
la generalidad que el arte, por una parte, requiere en su propia formación
de un cuño de conocimientos que no son los del artista individual,
sino los que en un manto intersubjetivo yacen, por lo que el arte
necesariamente se remite a la educación. Pero esta no es ni
la única ni la principal forma de tal relación. También
hay que mencionar que el arte mismo es una fuente de conocimiento
y que al no existir la obra fuera de un circuito comunicante con un
receptor, necesariamente transmite tales conocimiento, y hace que
tal conocimiento pueda ser recreado, cumpliendo de tal forma no sólo
funciones cognoscitivas sino educativas.
Pero hay otra manera
en que arte y educación se vinculan y que por el momento interesa
más. Para comprender esto es menester que se vuelva al inicio.
Se ha partido aquí de la indicación siguiente: el fundamento
de la creación artística se encuentra, en general, en
la praxis. La primer nota esencial de ésta es la de cubrir
ciertas necesidades. Este proceso de satisfacción es problemático
porque genera él mismo al sujeto de tales necesidades o a la
subjetividad necesitada. Crea, también, la forma concreta en
que estas necesidades deban ser cubiertas o, dicho de otro modo, crea
la forma de consumo de su producto, como desde 1844 Marx había
podido destacar. El arte, como práctica concreta, no escapa
de este conjunto de notas. Esto significa, por el momento, que el
arte genera al sujeto de la contemplación que accede a la obra,
pero le obliga a romper tal estado contemplativo para asegurar su
plena relación. De ahí que, como el mismo Hauser señalaba,
entre arte, sujeto y sociedad no haya una relación esquemática,
de suerte tal que los lugares propios de su relación no estén
definidos toscamente, abriéndose así la posibilidad
de que arte, sociedad y sujeto se incluyan lo mismo en el espacio
del objeto que en el del sujeto.
Lo central es que
el arte, como toda producción, define al sujeto que en su circuito
se delimita como receptor. Esto no quiere decir que exista un molde
único para la asimilación de las obras, o un esquemático
trayecto del objeto al sujeto. Por citar un caso, la interpretación
de la novela histórica de Walter Scott es hoy distinta de la
que pudo surgir en su propio tiempo, en el imperio francés
encabezado por Napoleón, pero ello no anula ciertas constantes
mediante las cuales tales obras prefiguran la forma en que serán
asimiladas. La polisemia en la literatura demuestra que la relatividad
se mantiene, es compleja, y depende de factores que no se determinan
por completo en la creación, por ello no anula en absoluto
el mensaje de la obra, sólo muestra su naturaleza relativa,
ya que, finalmente, hay ciertos componentes objetivos que se mantienen.
Jackobson sostiene que la función lingüística que
en la poesía se cumple como fundamento es la orientada hacia
el mensaje. Pero esta verbalización sólo puede existir
con los demás componentes lingüísticos, así
que no es exclusiva sino determinante. El mensaje sólo tiene
sentido frente a un receptor o, dicho en otros términos, la
función poética no excluye que la obra de arte, literaria,
cumpla una función conativa o apelativa. Pero la forma en que
el destinatario decodifica el mensaje viene dada desde la estructura
misma del mensaje, aunque no es esto un hecho tajante. Así,
se tiene por un lado el hecho de que la recepción de las obras
artísticas es variada, heterogénea, múltiple,
diversa, mientras que, por otro lado, la obra a pesar de ser abierta
determina un sujeto, el destinatario de la apelación, a partir
de la función poética. La poesía, por ejemplo,
y en general toda la literatura, genera formas de hablar y de escuchar.
En este sentido el arte cumple funciones educativas que no se limitan
a la transmisión de elementos cognoscitivos, sino a la formación
integral de un sujeto, que es la última y fundamental referencia
de toda educación. Sin embargo, hay que tener en cuenta que
este proceso es sutil y, ante todo, que no es exclusivo del arte,
debido a que toda producción orienta en cierta forma el consumo
que, a su vez, no actúa sólo pasivamente sobre la producción.
Lo que ocurre es que en el arte no se trata de un consumo cualquiera,
sino de una apropiación; ésta implica la ruptura con
lo inmediato. Tanto en el arte como en la educación en general
el hombre no satisface una necesidad directa y unilateral; la obra
artística surge para abatir una necesidad, configurada para
cumplir con una función, pero trasciende tanto las necesidades
como su función. De ahí su autonomía en el tiempo
que le permite subsistir a su contexto, al referente en el cual se
forja.
La manera en que el
arte genera nuevas necesidades también es de una peculiaridad
mayor que en la práctica productiva en general, debido a que
estas nuevas necesidades no encuentran satisfacción directa
en la obra, pero tampoco requieren de otra para poder ser abatidas.
Puede decirse que el arte genera una subjetividad que es subjetividad
de necesidades por definición. Las más grandes obras
son aquellas que no concluyen en el entendido de que tienen una capacidad
aguda de fomentar necesidades en el sujeto. La naturaleza de tales
necesidades radica en su imposibilidad de ser satisfechas. El arte,
pues, genera una relación de apertura. Mientras que en la producción
se trata de satisfacer ciertas necesidades, a la vez que crear otras,
en el arte se tiende como lo medular a la creación misma de
necesidades. El arte, de hecho, es una necesidad en el doble sentido
de que surge a partir de lo necesario y es, en sí, algo necesario.
No sólo es un medio para cubrir ciertas necesidades sino el
hecho mismo de la satisfacción de éstas, lo que significa
- y no sólo implica- creación de otras tantas. Su orientación
no se reduce, además, a la forma de la asimilación de
una obra de arte, sino también a su valoración (esto
es, no sólo a la forma en que ciertas necesidades se cumplan
en la obra, sino también la forma como el sujeto se relaciona
frente a esas necesidades). Y más: a la totalidad de la vida
y a la totalidad del ser, lo que le adhiere dimensiones mayores a
su relación con la educación. En síntesis: toda
práctica genera nuevas necesidades y determina la forma de
satisfacción de las mismas por un sujeto; empero, sólo
en el arte se traspasa esta simple orientación desde el papel
de recepción por un destinatario, formando a una subjetividad
integral: la obra de arte no sólo genera a un tipo de sujeto
que pueda asimilarla, sino se inserta en pasos varios de la generación
de una subjetividad en general, lo que sólo puede cumplirse
a partir del cumplimiento de un papel educativo.
Por otro lado, el
arte es una transformación en la acepción más
original y auténtica de este vocablo: como transfiguración.
En él se objetiva el sujeto a partir de la forma, que no alberga
a un contenido disociable, sino que genera una amalgama concisa como
fundamento de esta misma cristalización de fuerzas. Pero si
lo cardinal está en la forma no puede dejarse de reconocer
que se abre el desarrollo de una serie de técnicas de operación
en la creación que no valen en sí mismas, pero que no
pueden ser ignoradas en la transformación que el arte opera
sobre una materia primitiva, ya sea de medio sonoro, material, verbal
o visual en general. Dice Mallarmé que la tarea del poeta es
dar el sentido más puro a las palabras de la tribu. Esto vale
en la medida en que el poeta opera una transformación sobre
la masa del lenguaje original, aunque no puede seguirse de esto que
el lenguaje de la gente, en general, sea una masa tosca y sin vivacidad.
Lo que de este lugar se desprendería es que en definitiva el
poeta opera una transformación sobre la materia del lenguaje
que ya de por sí es viva, pero arrebata a las palabras de su
coacción inmediata en el lenguaje ordinario. Tal purificación
no significa tanto fijar formas inmutables en él como hacer
estallar los puntos en donde el lenguaje es ignífero, de por
sí. O bien, extender tales zonas de tensión en el lenguaje
hasta volver a su seno original, a su esencia, o arrebatarle su esencia
misma para descubrir en medio de cada vocablo otra nueva realidad.
No es otra la postura de Valéry cuando admite que la poesía
genera un lenguaje dentro del lenguaje...., un paraíso del
lenguaje a la vez que un lenguaje paradisíaco. Y la generalidad
de esta transformación lleva aparejada la noción de
una serie de técnicas que, según Jackobson, se orientan
al eje de las combinaciones y al de la selección, a la construcción
en el sintagma y a la selección en el paradigma. De ahí
su fórmula más que conocida: "La función poética
de la lengua proyecta el principio de selección sobre el eje
de la combinación. La equivalencia se convierte en recurso
constitutivo de la secuencia". De hecho, gran parte del mérito
de Jackobson, y de la lingüística estructural en general,
es atender hacia una poética, cuya tarea central sería
la de establecer la forma en que un mensaje es verbalizado hasta alcanzar
su "literariedad". Con ello se desprende el análisis
literario de un llano análisis en los términos del gusto,
reducidamente subjetivo. Y de esta forma se acercan, en gran medida,
al cumplimiento, nunca cabal, de la petición de Nicolai Hartman
para la estética del siglo: atender a los valores y propiedades
objetivos de la obra de arte y no meramente emprender análisis
a partir de la subjetividad.
Lo que ocurre es que
la objetividad en el arte no lo es todo. Hopkins, como el mismo Jackobson
tomó en cuenta, demuestra que cualquier cuestión puede
ser planteada en endecasílabos. Y el escorzo puede ser aplicado
lo mismo en la pintura mural que un calendario comercial. Aquí
se revela lo menesteroso de distinguir los componentes técnicos
del arte de lo que es una obra. No se trata de que puedan ser decantados,
sino de reconocer que la obra de arte no se reduce, en definitiva,
a los recursos estilísticos de los cuales se vale a partir
de una serie de técnicas. Y esto es fundamental para reconocer
otra región de las relaciones del arte con la educación.
Las técnicas
de composición de una obra dependen, sólo hasta cierto
punto, del contexto en que la misma obra es creada. Para decirlo en
un modo distinto puede adelantarse que el referente, así como
el significante, juega un papel en la formación misma del mensaje.
Pero el mensaje no está dado, en sí mismo, ya en el
contexto. El caso es que estas formas son mutables pero también
se sostienen en variados niveles. Para que este cumplimiento se lleve
a cabo la educación es indispensable. Por ejemplo, en el antiguo
Egipto, los talleres de creación artística estuvieron,
por una parte, entregados al arte sepulcral entre las clases gobernantes
y al arte sacro entre los sacerdotes, y del otro lado estaban los
talleres "libres" en donde el artista sólo creaba
a partir de un libre contrato. Esta distinción impuso un ritmo
en las formas concomitante al papel que la educación artística
cumplía. La transformación sólo pudo venir desde
el carácter mismo de la educación. Mientras que el arte
para los sacerdotes debía mantener formas inmutables, así
como inmutables debían ser los órdenes terrestre y supra
terrestre, en los talleres libres a menudo se generaron innovaciones
técnicas en el uso de los materiales, es decir, se establecieron
nuevos moldes en la creación de formas, trascendiendo los preceptos
educativos. Aunque estas innovaciones técnicas no eran necesariamente
innovación de las formas, ya que ésta no es la suma
de las técnicas o de los componentes objetivos de elaboración
de una obra.
El caso es que hasta
en Egipto antiguo la educación artística cumplió
la doble función de legitimar ciertas formas determinadas desde
su valoración intrínseca y la de creación y desarrollo
de otras tantas. Esto de todas maneras sería problemático.
El arte cumplía un papel no estético sino religioso,
en primer orden, o de vaga legitimación de los gobernantes
a partir de inmortalizar su propia figura. En uno y otro caso la innovación
formal estética era mal vista. De hecho, el avance del arte
entendido como la generación de las formas sólo es visto
no sólo como algo deseable sino como algo necesario hasta en
el Renacimiento, cuando la función estética es por vez
primera y de forma estructural algo determinante - esto sin considerar
los especiales casos de Grecia y Roma. Por ello la educación
artística en los talleres egipcios se adecuaba al perfeccionamiento
de las formas constituidas pero a partir de su manutención
fundamental. Sin embargo, el destino de las obras era primordialmente
la tumba o el templo. De ahí que la función central
de la educación hacia el arte estuviera determinada por la
enseñanza de las técnicas estilísticas de creación
antes que por cualquier otro motivo. Sin embargo, a pesar de esta
subordinación, ya el arte cumple otra tarea educativa que es
constante: genera su demanda como necesidad y por esta vía
se adelanta contrafácticamente y se incluye dentro de la formación
de una subjetividad, en general. Las pinturas hechas, más tarde,
a los faraones no son decoración, sino una forma de ver el
mundo, y por principio una forma de ver.
Con lo anterior se
hace necesaria una distinción entre los tres referentes siguientes:
la función educativa del arte, la educación estética
y, finalmente, la educación artística.
En el primer caso,
se está frente a la base de la función cognoscitiva
del arte. La obra artística entraña necesariamente cierto
conocimiento por cuanto es en cierta medida un modo de apropiación
de la realidad a partir de la creación de otra realidad a partir
de la transformación de una materia concreta, estableciendo
una forma. Lo que ocurre es, como ya se ha dicho antes, que este conocimiento
no sólo se transmite en la obra, sino que se recrea, se vuelve
a producir como tal en el espectador a partir de la recepción
de la obra, generando un circuito más complejo que el de la
llana transmisión de un conocimiento ya integrado de por sí.
El arte cumple una función cognoscitiva, pero también
genera al sujeto destinatario de tal mensaje, y por ahí explota
tareas educativas.
Esto no puede confundirse
con la educación estética, cuyo papel central consiste
en "desarrollar la conciencia estética en general, y artística
en particular, de los individuos en un contexto social determinado,
tanto en lo que se refiere a su comprensión y valorización
de los objetos estéticos como a la actividad que, especialmente
en el terreno artístico, lleva a producirlos. Toda educación
estética, a su vez, responde a exigencias y posibilidades inscritas
en unas condiciones sociales y culturales determinadas y se lleva
a cabo a través de las instituciones educativas correspondientes",
tal como lo admite Sánchez Vázquez.
Tampoco puede confundirse
con la educación artística en el entendido de que ésta
es una forma mediante la cual se establece un contacto de formación
propiamente dicho, a partir del cual se asimilan los elementos brutos
que soporten una creación. Un hombre puede aprender la construcción
de paronomasias, aliteraciones, epanadiplosis, símiles, alegorías,
hipérbole, hipérbaton, metáforas, metrificaciones,
etcétera, pero no por ello será un poeta ni estará
en condiciones de crear poemas. La educación artística,
entonces, muestra una serie de componentes objetivos de creación
y composición, por un lado, y de asimilación y recepción,
por otro, pero tan sólo se refiere a elementos no elaborados.
Pero en definitiva el creador emplea estos componentes pero los viola
y los convierte en mero tránsito hacia algo mayor que es ciertamente
lo que constituye el poema propiamente dicho: la poesía.
Pero de esta distinción
no puede negarse o reducirse el conjunto de relaciones entre la educación
y el arte, antes bien se intensifican a la vez que se incrementa la
necesidad de situar tales relaciones en distintos momentos, con varias
funciones particulares, con orientaciones variadas, etcétera.
A guisa de conclusión
debería decirse que finalmente, a pesar de que todo arte es
autotélico, tiene fundamentos que residen en la actitud que
el hombre establece frente a su realidad, por ello cumple ciertas
funciones. El arte, entonces, requiere de la educación porque
sólo a partir de este binomio puede el hombre situarse frente
a su realidad allende la dinámica inmediata, y plantear su
integración radical a partir de la transformación de
ésta. En este sentido, la opción por unir obra y vida
no nace con las poéticas de vanguardia, sino con los mismos
orígenes del arte. Y tampoco muere cuando el mercado subsume
a las vanguardias y las convierte en mecanismos de su propia existencia.
Pero ello sólo se torna visible y superable a partir de la
educación.
Es decir, arte y vida
son flecha y arco, respectivamente y a la inversa, y sólo en
sus relaciones con la educación pueden generar la tensión
y el silencio, preludios dinámicos del disparo.