Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 3
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 28.
12 de Abril al
12 de Mayo de 2001.

LAS CARTERAS DE PABLITO
(o Cuando el amor es un vicio y las mujeres siempre ganan)

Desde Chile, Gonzalo León

Para amar,
para amar
siendo estúpido
serás feliz.

Jorge González Ríos

Alguien dijo por ahí que el mundo de las mujeres se encontraba en sus carteras, pero para Pablo, Pablito -como le llamaban sus mujeres-, en las carteras las mujeres guardaban con celo sus terribles pasados. Digo terribles, porque Pablito poseía un imán que atraía a toda mujer atormentada: recién saliendo de una clínica siquiátrica, en período de separación, con una mama menos producto de un rebelde cáncer, la reciente muerte de un hijo o hija. A cualquiera que sufriera, Pablo, cual buen samaritano, la consolaba, y bueno, también la enamoraba.

A Pablo las mujeres lo querían. No poseía una belleza o un atractivo específico o definido, pero aquella voz ronca, aquel abundante pelo enmarañado, su ropa entre lo formal y lo casual Made in Italy y su inteligente conversación, unido a sus excelentes dotes amorosas gracias a aquella droga llamada Viagra, lo convertían en el AMANTE IDEAL, en el amor recuperado para cada una de estas mujeres: la esperanza en un futuro. En el fondo, revivía a estas mujeres. Pero a diferencia de un típico Don Juan, Pablo con cada mujer, se iba desgastando poco a poco. Cuestión por lo demás previsible, pues él se entregaba por completo, fuera una relación explosiva y de una noche, o una que se extendiera hasta los nueve meses. Pablo se conocía y en el fondo de sí se consideraba incapaz de mantener una relación más allá de los nueves meses. Un hijo nace a los nueve meses, solía pensar, a lo que enseguida agregaba: Y yo no quiero tener hijos. Por eso cuando llegaba el día D (De la Separación), él muy calmadamente despertaba a su mujer de turno, para decirle con ternura:

-No sé cómo decírtelo, pero ya no te quiero y creo que debemos dejar las cosas tal como están, y seguir amigos solamente.

De ahí la sorpresa, de ahí la firmeza de Pablo para mantener su gesto adusto pero a la vez compasivo, como demostrando que a mí también me duele no poder amarte. De ahí los llantos, y finalmente el último coito, la despedida final. Por lo general nunca siquiera volvía a ver a sus antiguas mujeres, y si las llegaba a ver en la calle, hacía como que jamás las había visto en su vida. ¿El teléfono? Simple. Como acostumbraba a poner la contestadora, siempre sabía quién lo llamaba. La única incomodidad de esto era que su novia de turno, cuando por casualidad escuchaba el mensaje a veces violento y otras veces tierno y amoroso, lo quedaba mirando a los ojos, a lo que él sólo respondía: Una querida amiga.

-Y si es una querida amiga, ¿por qué no le contestas? -Era lo que habitualmente seguía.

-Ya no tenemos nada qué decirnos.

-¿Nada? -Y en esta parte, la novia de turno, por solidaridad femenina o por un extemporáneo reproche le decía-: Una mujer que te habla así, tiene muchas cosas que decirte. Eso te lo puedo asegurar. Soy mujer.

Pero ahí el hábil de Pablo se acercaba a su novia y muy tiernamente le susurraba Sé que eres mujer, MI MUJER. Luego un beso, un postrero reproche de parte de la mujer, otro beso y asunto zanjado.

Pero Pablo no era tan honesto. Bueno, en la actualidad casi nadie lo es. Aunque en realidad esta deshonestidad de Pablo se podía resumir en un vicio: Pablo hurtaba las carteras de sus novias y las guardaba luego en una especie de caja fuerte. Con todo adentro, intacto, pues Pablo no era ningún delincuente. Es más, se hubiera muerto si algo de ahí se hubiera extraviado. Por eso conservaba las carteras tal como las había hurtado, y cuando se separaba, examinaba el interior de la cartera de aquella ex novia por horas, con una extraña nostalgia. Observaba el orden, las cosas que tenía, e incluso las comparaba con otras carteras. En algunas había de todo y en otras lo justo y necesario, aunque para él en una cartera de mujer nunca existía lo justo y necesario. Es cierto que había carteras pequeñas con pocas cosas y uno pensaría que la propietaria de aquella cartera guardaba lo justo y necesario, pero en vez de eso Pablito se encontraba con galletas, destornilladores, alambre, calzones usados, una nariz de payaso, pepas de sandía, restos de marihuana, calzones limpios, antiguos papeles que decían algo así como No olvidar: Hoy a las 7 en el Liguria (fechado en octubre de 1997) y Recordatorio: Lavar calzones (fechado en marzo de 1995). Aunque lo que unía a todas las carteras era que en su interior siempre había condones, pastillas anticonceptivas, cajetillas de cigarros, crema, el inefable tampón, lentes oscuros, cepillo de dientes y pañuelos desechables. Si se podía sacar una conclusión sobre las mujeres de Pablito, era su disposición hacia la limpieza y el aseo personal.

A Pablo le gustaba su colección, como él la llamaba. La admiraba, y por eso a veces se preguntaba ¿No estaré loco? Pero al rato se tranquilizaba diciéndose asimismo que tenía derecho a sus hobbies: Si otros juegan fútbol todos los domingos y otros tantos coleccionan monedas, ¿por qué yo no puedo coleccionar carteras? Pese a ello, Pablo era perfectamente consciente de que cometía un ilícito cuando hurtaba aquellas carteras. Pero ¡qué diablos! En esta vida hay que arriesgarse. Aunque, eso sí, lo único que pido es que nunca me pillen. Precisamente por este temor era que guardaba su colección en esa especie de caja fuerte. No quería ir a parar a la cárcel.

En realidad lo que Pablo pretendía en un primer instante, cuando hurtaba la cartera, era conocer más a sus mujeres. En las carteras están aquellas cosas que no se atreven a decir. En el fondo, Pablo aguardaba a esa mujer ideal que se entregara tanto como él. A ella, sólo a ella, no le hurtaría la cartera, porque sería su mujer para toda la vida y tendría el tiempo para conocerla más allá de... su cartera. Pablo era un romántico empedernido.

Conocer a mujeres que estén pasando por algún terrible trance no es difícil. Sólo basta con ir a un bar, donde supuestamente todos lo pasan espléndidamente. Pablo sabía esto, y cuando terminó su última relación -de una semana con una siquiatra a la cual se le había suicidado un paciente-, de inmediato, a la noche siguiente fue a un bar. En Santiago, los conocía casi todos, y cuando los mozos lo veían llegar, sonreían picaronamente, luego miraban alrededor y se preguntaban ¿Y ahora a quién se llevará?

Pablo llegó a un bar cubano, de esos que quedan en la calle Bucarest, en Providencia, junto a otros restaurantes de comida mexicana. La decoración era el cliché de todo lo que el chileno aguarda de Cuba. Se arrimó a la barra y pidió un cuba libre. En realidad a Pablo no le gustaba el ron, pero cuando salía en plan de conquista -quizá por superstición- siempre bebía el trago de la casa. Si iba a un bar mexicano, tequila golpeado; si iba a uno peruano, pisco sour.

Pablo era amigo de casi todos los barman de la ciudad. Y como tenía una memoria de elefante para recordar sus nombres, siempre entablaba una conversación de lo más amena.

-¿Y se ve algo interesante esta noche, Ernestico?

-Es muy temprano todavía.

Pablo observó su reloj, un obsequio de una de sus novias, y agitó la cabeza como diciéndole Tienes razón. Encendió un cigarrillo, le pegó una buena bocanada, y luego comentó:

-Apenas veas a una, tú ya sabes lo que tienes que hacer, ¿eh, Ernestico?

Ernestico le puso unos maníes y unas pasas, como dándose por enterado y luego se alejó de Pablo para atender a una pareja de amigas que recién había llegado a instalarse hasta el otro extremo de la barra.

Mientras tanto, Pablo pensaba en la siquiatra, en lo hermosa que era su cartera, en aquel diminuto joyero de plata, en el cual guardaba una cuchara amarrada a una cinta y debajo de ella un polvo blanco, cocaína. De seguro se creía Freud, concluyó.

Acabó su trago, pidió otro, y cuando Ernestico se lo llevó, le dijo en voz baja La de allá. Pablo bebió un primer sorbo y luego dirigió su mirada hacia el recomendado lugar. Era preciosa, su cartera, pero ella también. Pequeña, de como treinta años, no entendía cómo no la había visto entrar. La siguió observando y poco a poco Pablo se fue convenciendo a sí mismo que era la mujer de su vida: la forma en qué sonreía, no exageradamente, sino que con su rostro; todo su rostro era una hermosa sonrisa dibujada.

Continuó observándola hasta que por fin consiguió que ella lo mirara. ¡Ojos verdes! De ésos que hablaba Flaubert en Madame Bovary, que cambian de color según la luminosidad del día: podían ser azules, grises o verdes, todo en un solo día. Y sucedió algo que nunca le había pasado, se pudo nervioso, y sus piernas tiritaron cuando la mujer se aproximó, y casi susurrándole al oído, ordenó:

-Una cajetilla de cigarrillos, please.

Pablo ni siquiera se movió. Era como una de esas estatuas humanas que se colocan en la calle con un sombrero en el suelo para ganar dinero.

-Hola -le dijo la mujer de pronto y éste casi se desmayó-. ¿Se puede saber qué tanto mirabas mi cartera? ¿Acaso eres marica?

Pablo intentó aclarar las cosas lo antes posible:

-No miraba tu cartera, te miraba a ti.

-¿Ah? ¡Qué bien! -Le dio un buen beso en la boca y le dijo-: Por si te interesa, me llamo Mónica.

Pablo se quedó callado por un instante, después de aquel beso.

-Yo soy Pablo.

-Ya lo sé: Ernestico me lo dijo. Pero dime, ¿qué haces?

Mientras esperaba la respuesta, abrió el paquete de cigarrillos, encendió uno, y le tiró el humo en la cara al pobre de Pablo, quien recién se había animado a contestar esa desagradable pregunta que tanto le incomodaba.

-Soy de esas personas que no tiene que trabajar para vivir -confesó Pablo.

-¿Cómo es eso?

-Mi familia tiene dinero suficiente.

Pablo encendió un cigarrillo Berkley, dio una primera bocanada hasta que Mónica dijo:

-¿Vives muy lejos de aquí?

-Vivo en el centro, cerca de José Victorino Lastarria. En un departamento bastante amplio, propiedad de mis padres.

Mónica lo quedó mirando a los ojos y luego le dijo:

-¿Qué te parece si nos movemos de acá?

-Pero ¿y tu amiga?

-¿Acaso no la ves? -Ernestico conversaba con ella.

Así que Pablo tomó la cartera de Mónica, se despidió de Ernestico con una sonrisa y le dejó un billete de diez mil pesos en la barra. Luego, la pareja salió a la calle, en donde Pablo reconoció a Leonel (también conocía a casi todos los taxistas), uno de sus taxistas preferidos de aquel sector.

-A mi departamento -le indicó.

Mónica y Pablo iban atrás del taxi, muy juntitos, tocándose, cadera contra cadera, pero ninguno de los dos hablaba. Es algo místico, pensó entonces Pablo, aún con la cartera de Mónica entre sus manos.

No se demoraron nada en llegar al departamento de Pablito. Entraron y Mónica pudo ver aquella sala con cuadros de pintores amigos de Pablo, un estante lleno de libros, un viejo computador y más adentro una cama, dos sillones, un pequeño bar y más allá una espléndida terraza.

-Veo que no es raro que recibas visitas -dijo ella, a lo que Pablo contestó:

-En realidad siempre, todos los fines de semana viene algún amigo a la casa.

-¿Mujer siempre? -inquirió Mónica.

-Amigo -aclaró él.

Pablo entonces se acercó al pequeño bar y le preguntó a Mónica: ¿Qué vas a querer? Pero ella muy coquetamente le respondió: A ti. Pablo, nervioso, rió como pensando Esto es una broma. Debe serlo, porque de lo contrario sería algo demasiado bueno y eso...

Pablo le sirvió un vodka tónica, y para él, lo mismo. No quería desentonar. Y cuando pensaba en esto, Mónica ya no tenía su vaso en la mano, como tampoco parte de su ropa. Pablo volvió a sonreír. Debe ser una cámara escondida, se dijo segundos antes de comprobar que nada de aquello era parte de una broma.

Lo que siguió fue bien patético. Cuando Pablo vio a Mónica durmiendo, se levantó, agarró su cartera y la fue a dejar a esa especie de caja fuerte. Y cuando sacaba todas las demás carteras para reemplazarlas por la de Mónica -pues había imaginado que ella era la mujer de su vida y que ya no necesitaría de su querida colección-, la mujer que supuestamente estaba durmiendo apareció sorpresivamente, encendió la luz y dijo:

-¡¿Qué haces?!

Pablo se paralogizó.

-¡¿QUÉ SON ESAS CARTERAS?!

Mónica cruzó sus brazos, casi desnuda, cubierta sólo por una polera que decía Let it be, y esperó una respuesta que jamás llegó. Luego de unos segundos, recogió su ropa, salió del departamento y se fue vistiendo a medida que bajaba las escaleras de aquel céntrico edificio.

Al llegar al primer piso, recordó su cartera ahí, en los brazos de Pablito. Y entonces pensó en devolverse; pero al recordar aquella patética expresión de Pablo al ser descubierto, prefirió dejar su cartera junto a las otras. "Cuando las vea, no podrá dejar de olvidar lo que ha hecho, por muchos, muchos años", pensó cuando detuvo un taxi y subió en él.

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