Santiago de Chile.
Revista Virtual. 
Año 2
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 13.
12 de Enero al
12 de Febrero del 2000.

LA TRAMPA
o la Alegoría de la Bestia

Por: Iván Silén

El hombre escupió la rata.

Era la noche. Y como la noche está hecha para las trampas, allí estaba la
trampa. La criatura, aunque vio la trampa cuadrada, quizás rectangular,
pegajosa, húmeda, no se detuvo. Era la misma sensación del útero. Era la casa
oscura de la infancia abierta a la ternura y al amor. Y aunque las rosas
habían fenecido se podía sentir la presencia eterna de la alegría. Se lo
transmití a los demás. Les abrí mi corazón y les narré como eran sus
pasillos, sus zaguanes, el balcón circular que la ceñía. Me miraban atónitos
como si hubiera mentido. Me miraban irrealmente como si el horror que nos
circundaba no fuera cierto. Como si no estuviéramos atrapados.

Cerré los ojos y volví a sentir la humedad. Era la misma sensación de la
lluvia. La misma sensación del líquido amniótico. Pero el olor que subía era
amargo. Era un olor gris, sin personalidad, casi oscuro, barrunto. Y aunque
ascendíamos, la casa se expandía; se abría espiralmente para que pudiéramos
subir con comodidad. Aun así tenía miedo. Sabía que el peligro estaba encima
de nosotros. El peligro nos rodeaba por todas partes y no sabíamos donde
refugiarnos. Sabíamos que ellos estaban ahí, sobre nosotros, detrás de
nosotros, al lado de nosotros, pero teníamos que acostumbrarnos a vivir bajo
su amenaza. Teníamos miedo de sus pisadas, de sus radios, de sus teléfonos.
Teníamos pánico de sus carcajadas, de sus sombreros, de sus sombrillas. La
sombra de ellos caía sobre nuestros corazones como un augurio, porque su
presencia se tornaba en la presencia misma de la muerte.

---Pero si hemos de morir, ¿para qué huimos?

Nadie me contestó.

De noche siempre salíamos de nuestro escondite y oíamos sus lápices, o sus
plumas, rayando los papeles de maquinilla. Escribían cartas, escribían
sentencias a los hombres que morirían en esta noche, o quizás mañana, o a lo
mejor muy pronto. Pero a pesar del ruido de sus pasos, a pesar del gruñido de
sus palabras, a pesar de sus ventanas sucias y de sus plantas marchitas, no
podíamos observar la noche. Sus cortinas de mal gusto, sus cortinas de tafeta
ocultaban la luna que ascendía violentamente. Afuera de la casa los hombres
se odiaban y se despreciaban. Afuera era el racismo. Quizás por ello habíamos
decidido escondernos en esta casa extraña. No había nada en la casa que
escapara a la rareza, ni que nos produjera un espacio de paz. Ni siquiera la
polilla que caía, ni el comején como tiza, ni los niños que nos buscaban
encendiendo malignamente sus linternas. Los hombres habían instituido el
horror y estábamos delante de ellos. La maldad se había apoderado del mundo y
ya no existía un espacio natural que nos cobijara. Estábamos desamparados. La
noticia de la muerte de Dios recorría los corredores de la casa, de los
conventos, de la diáspora misma. A pesar del pesar y la desdicha, habíamos
logrado escapar de nuestras propias huellas. Todas las noches borrábamos
nuestras pisadas como si fuéramos gnomos. Borrábamos nuestros pasitos para
que pensaran que los habían oído en el sueño. Borrábamos nuestras huellas
para que creyeran que eran las pisadas de las cucarachas, el excremento de
las moscas, las heces de los lagartijos, el sonido de las arañas.

Mientras avanzábamos su música se iba haciendo interminable. Un infierno
musical nos rodeaba y sus botas, las botas de ellos, hacían que el piso
repercutiera sobre nuestras cabezas. A veces oíamos el sonido de sus copas
estrellarse unas contra las otras. Parecía ser que celebraban la muerte de
alguien. Sentíamos el olor de la carne quemada. Oíamos el olor de los hornos
que abrían sus chimeneas en la madrugada. El frío era intenso. Era la misma
muerte que se ubicaba entre ellos y nosotros como un secreto. Era el destino
de Dios el que nos había alcanzado. Pensar a Dios era pensar la pesadilla de
los hombres. Dios que había sido nuestra dicha, Dios que había sido nuestra
esperanza, ahora se convertía en nuestra trampa. Estábamos atrapados en Dios.
Estábamos en medio del secreto. Entonces los sentimos avanzar y corrimos. El
miedo nos extravió. El temor nos separó de nuestra compañía. Ahora estábamos
solos y la soledad era el infierno. La soledad nos condenaba a la muerte.

---¿Dónde estaban nuestros padres?

Oí cuando la llave del verdugo entraba en la cerradura de la casa. La puerta
de la sala se abrió y pude ver claramente aquel cielo grisrosa que caía sobre
su cabeza negra. Aquel cielo que se nos había negado desde que nacimos. Sólo
habíamos escuchado el mito de las estrellas en el cielo como quien oye hablar
de la resurrección de los muertos. Cuando alguien hablaba de las estrellas,
el corazón se me llenaba de dicha. Pero allí estaban las estrellas sin nada.
Allí estaba casi la noche, casi la oscuridad, casi lo falso y mi corazón
estaba vacío. Las muñecas movieron sus ojos de vidrios lentamente y se
sonrieron. Vi su sonrisa en los espejos mohosos y me escondí. La sensación de
que había relampagueado me asustaba. Siempre tenía miedo. Jamás me había
mirado en un espejo, porque temía encontrarme con mi espanto. El hombre cerró
la puerta y la oscuridad cayó nuevamente sobre la casa. Al fondo de los
corredores, la mujer lo llamó. Cuando ella estaba, cuando ella lo llamaba, mi
vida se alargaba, mi temor descansaba, y sólo había que esperar a que las
muñecas sonrieran. Antes yo era feliz, pero el tiempo me había devastado.

Encendió la lámpara de pie, pero no me vio. Avanzaría y yo me vería obligado
a retroceder. Su presencia me obligaba a retirarme. Estaba atrapado. Todas
las demás puertas estaban condenadas. Todas las demás salidas estaban
bloqueadas. Ellos también tenían miedo. Ellos también esperaban por algo
difuso. Su ir y venir era sólo su forma de esperar. Estaban aburridos. Leían
por maldad, se amaban para escapar al espanto. Hablaban de Dios, ya no
rezaban, como si hablaran de los comics. Los hombres habían alcanzado su
cenit. Ahora, como a nosotros, los esperaba el desastre. El planeta volaba en
los espacios curvos y ellos lo sabían. Tenían conciencia de la super nova que
los aguardaba y que crecía de día en día. Estaban fatigados. Quizás por eso
nos perseguían. Quizás por eso nos acorralaban.

Mi madre, inconciente en la vejez que la rodeaba, había puesto el mantel
sobre la mesa en donde almorzarían. Mi padre se había sentado autómatamente
al lado suyo y oía la voz de ella narrarle la historia del exilio. Mi padre,
sin mover los ojos, era incapaz de comprenderla. Ella colocó los candelabros
judíamente y se miró más anciana que nunca en los pedazos de espejos donde su
imagen se cuarteaba. Mitad joven y mitad antigua, mitad mujer y mitad olvido,
había decidido celebrar los días de Hannukka. La salida de Egipto, los días
de la pascua, los mil sabbat que su memoria no podía ya sostener ni enumerar,
se mezclaban y se confundían con la Misa de Gallo, con el Viernes Santo, con
el Pentatéuco. Oí aterrado cuando los corchos de las botellas de vino
saltaron al unísono. Era lo único que papá podía hacer bien, pero también
sabía que ese sonido los pondría sobre aviso. Traté de acercarme a ellos,
pero me miraron con odio. Me habían olvidado, ya no me reconocían. Cuando me
miré en sus ojos comprendí que la vejez era el espanto. Entonces deseé morir.
Deseé matarlos. Cerré los ojos y contemplé los hornos que Jerusalén había
preparado para todos nosotros. El miedo me hacía delirar.

Ahora estaba tan solo como ellos. La mujer le salió al paso y lo abrazó.
Ahora lo besaba. Cuchicheaban entre ellos, pero sabía que estaban hablando de
nosotros. Nos querían muertos. Habían jurado exterminarnos. En cada puerta,
en cada rincón, en cada rendija, podía haber una trampa. El miedo a la pega,
la fobia a morir pegados, o electrocutados, nos provocaba escalofrío. Pero
ahora yo estaba solo. Estábamos desperdigados. Su estrategia nos había
confundido. Me arrinconé contra la pared para que no me vieran y tuve la
oportunidad de contemplar la luna. Sangraba, como si aquel cielo rosa no
pudiera sostenerla. La explosión del fin de año era aterrador, pero a ellos
parecía no importarles. Los fuegos artificiales desgarraban la noche y el
sonido del alba se extraviaba en el sonido de los colores. Los círculos, como
las ruedas de Zeus, se diluían contra los grises planos. Los azules se
confundía con los verdes chatré y los niños, como si celebraran nuestra
muerte, gritaban, bailaban y se tocaban pornográficamente. Estaba aterrado.
Estiré mis bracitos y cerré los ojos para no contemplar aquel fin de siglo
que anunciaba el fin de mi vida.

Corrí hacia la cocina y los dejé en la sala. Los oía revolverse en el sofá.
Sabía que la desvestía. Que el amor de ellos era un simulacro para alargar la
agonía que me esperaba. Busqué los teléfonos, pero estaban fuera de mi
alcance. En este mundo, en esta noche del sueño que yo era, todo estaba fuera
de mi alcance. Oí cuando los tacos de ella caían sutilmente sobre la
alfombra. El sonido era quedo. Se extraviaba en la explosión de los cohetes,
de las luces de bengala, y chocaban las luces contra las copas de los
árboles, contra los tejados, contra las ventanas y contra aquella luna que se
empeñaba en mantenerse a la altura de las chimeneas. Me subí a la silla,
luego a la mesa tratando de escapar a la oscuridad y, sin proponérmelo, tumbé
el vaso. Los besos cesaron. Oí cuando el hombre levantaba la cabeza de los
almohadones y corrí a esconderme detrás de la nevera.

El hombre encendió la luz y contempló el vaso virado sobre la mesa. Las
gotitas de agua se había diluido en el mantel que la contenía. Apagó la luz y
se retiró. Entonces oí su voz:

---¡!@#$%^&*!

Era la voz de Dios.

Estaba convencido. Me asomé para ver si la oscuridad era total, pero la luz
de las lámparas de la sala alumbraban quedamente el corredor de la casa. La
mujer se rió, pero el hombre-dios le dijo que no lo hiciera. Había jurado
exterminarme y lo conseguiría.

Tenía hambre. Tenía hambre con la misma violencia con que ellos tenían amor.
Pero me había acontumbrado a desconfiar del amor de ellos, de la ternura de
ellos, del Dios de ellos. Cada vez que hablaban de amor, cada vez que
nombraban la belleza, cada vez que decían verdad sentía que los pelos de mi
espina dorsal se me erizaban. Todo el instinto de mi razón se ponía en
guardia contra sus palabras. Me arrastré en la puntita de mis piés y traté de
llamar a mis compañeros: ¡!@#$%^&*!... Quizás ellos habían abandonado la
casa. Quizás habían tenido mejor suerte que yo y, como sabía que no podían
escucharme, comencé a rezar como lo hicieran ellos. Desde el claroscuro del
pasillo podía divizarlo. Entonces vi cuando el hombre se puso el dedo en la
boca y le ordenó a la mujer que se callara. Ella se guardó el seno y fingió
escuchar. Sus ojos estaban semicerrados y estaba embriagada. Yo que soy de
otro mundo, yo que soy inferior, según ellos, no podía entender como se
preocupaba por mí. No podía comprender cómo no la mordía, o cómo no la lamía.
Entonces me vio. Creo que me vio, poque se levantó bruscamente.

Corrí. Corrí hacia la oscuridad y comprendí que toda la casa, todos los
recovecos, se convertían en el laberinto. No tenía que mirarme en los espejos
para perderme, porque la casa era infinita. La casa no sólo era el infierno,
sino la eternidad misma. Comencé a retroceder y la casa comenzó a girar
conmigo. Cada cuarto era mil cuartos, cada espejo un número infinito de mi
propia imagen. Esta multiplicidad vertiginosa de mi ser, esta infinidad de la
cosa que yo era me daba esperanza. Esta era mi verdad y no podía refugiarme
en otra esperanza. Había leído en sus libros que no creían en nada. Habían
destruido todo lo que los rodeaba (a Dios, al arte, al autor, la verdad, las
metáforas) y ahora nos destruirían a nosotros.

Corrí hacia el tocador. Corrí sabiendo que en cualquier momento podía
precipitarme en una de las trampas. Sabíamos que las habían pintado del mismo
color de la madera. Sabíamos que las habían luminosas como los espejos y como
las vajillas. Que algunas se parecían a las sombras, y otras olían como
lluvia. En algunos cuartos de la casa nevaba, en otros, no menos siniestros,
la neblina era intransitable. El sonido musical de algunos cuartos me atraía,
pero sabía que el simulacro artístico de aquellas habitaciones me acorralaba.
Oía los pasos sigilosos de él. A veces, cuando el viento de la casa cedía,
oía los latidos de su corazón como si fueran los del mío propio. Entonces oí
la voz de su mujer que lo lamaba:

---¡Teo!

Cuando doblé hacia el labarinto de puertas y de espejos que ellos habían
fabricado contra mí, me topé con los ojos del demiurgo. De momento no supe
qué hacer. No sabía si gritar para confundirlo, si hablar con él para que se
apiadara, o si huir como había huido toda mi vida. Opté por ésto último.
Volví a correr hasta el cansacio. Volví a correr hasta que ya no pude correr
más. Estaba extenuado, estaba petrificado. Mis patitas se hundían
delicadamente en la pega de la trampa. No sabía si había sido mi miedo, o si
había sido el olor del queso, pero estaba allí junto a aquella pega
gelatinosa que impedía mi movimiento. ("Ahora estoy aquí y tú estás ahí".)

Cerré los ojos, porque escuchaba las pisadas del demiurgo que me alcanzaba.
"Si fuera un niño..."--pensé. Sabía, estaba convencido de ello, que afuera
las serpientes y los búhos se alimentaban de los ratones, pero aquí era la
pega misma quien se alimentaba de mí. Era demasiado tarde para tratar de
escapar. El hombre me miró y quedé fulminado. Entonces le hablé, le pedí
clemencia y oí mi propia voz como si fuera la de ellos. No había duda, había
utilizado las mejores expresiones humanistas, sus palabras cristianas de la
caridad, que podrían salvarme de la muerte. Busqué los ojos de Dios en sus
pupilas, pero sólo vi el reflejo de la luna que se colaba por la ventana.
Entonces le hablé:

---¡!@#$%^&*!...

El hombre se inclinó hacia mí y me contempló con sus enormes ojos azules. Su
respiración cálida casi me tocaba. Sus pupilas infinitas me reflejaban y
podía contemplar mis propios ojos rojos (como si fuera una rata blanca que
los hombres acarician) en los ojos del hombre. Quizás él fuera uno de esos
extraños seres que habitan el mundo. Quizás no fuera cierto lo que reflejaban
sus ojos. Quizás yo era de otra manera. Quizás mi mente y mi corazón no
estuvieran divididos y yo fuera el que deseaba ser. Pero la sorpresa mía
estaba delante de él y me enjuiciaba. Los prejuicios de él, su odio, me
habían alcanzado. Contemplé mis propias extremidades sumergidas en la pega
que habían comenzado a hincharse y traté inútilmente de mostrarle mi dolor
para que él se diera cuenta que sufría. Para que entendiera la hermandad del
mundo. Ya no bastaba huir de los pájaros, de los felinos, de los búhos, o de
las águilas; ya no bastaba huir de sus mujeres, o de los agentes de sanidad.
El mundo se había agotado en la expresión de su ternura.

Según la pega se secaba, el tendón de mis rodillas se endurecía. La hermandad
de las cucarachas, de los sapos, de las Hadas había perdido el significado
para mí. Estaba solo y me ahogaba. Pero él, a pesar de sus pupilas azules y
luminosas, estaba demasiado lejos, como si perteneciera a otro mundo, como si
fuera otra cosa. La trampa, por otro lado, se había convertido en mi único
mundo, en el fin del laberinto, y no sabía hacia dónde mirar. La oscuridad
era total. El hedor de la pega-flema, el hedor de la pega-semen, me
aplastaba. ¿Cómo me salvaría de Dios? ¿Cómo me salvaría de los hombres? No
podías huir de la silueta que había preparado para mí aquel destino.
Contemplé mi propio límite, pero aquel borde que me obsesionaba, aquel borde
que me aplastaba, era el límite de la trampa. Estaba en peligro y lo sabía.
Los ojos de Dios brillaban con el fulgor de un juicio inimaginable. Pronto me
arrojaría a los hornos y terminaría en el crematorio de la ciudad, de París,
de Berlín, o de Nueva York, o quizás, lo que era lo mismo, pronto estaría en
las manos infantiles de ese diosito que me miraba con desprecio, casi con
asco, y que nos ahorcaría militarmente, al doblar de los tambores, de la rama
de un árbol del Parque Central.

El demiurgo se dobló sobre mí y me habló despacio, con maldad. Rezaba o me
escupía contra los ojos. Me bendijo criminalmente con el mismo lenguaje con
que yo le había pedido piedad:

---¡@#$%^&*!--dijo.

Me sentí feliz, porque presentí la dicha. El hombre que me miraba con los
ojos del cielo fulgurante me había oído. Nos entendíamos. El diálogo se había
dado. Las diferencias se habían suspendido. El amor era cierto. Me incliné
más, me humillé más, para que viera que lo aceptaba, que le rendía toda la
pleitesía que se le puede brindar a un hombre. Que lo reconocía como Señor de
los ejércitos y de mi propio destino. Estaba humillado y, sin que él se lo
pudiera imaginar, le sonreí. Mi sonrisa iluminó el mundo, la pega, el hedor
de mi propio miedo. Le mostré mis diminutos colmillos de hombre dócil y mi
pequeña lengua de dragón. Le estaba ofreciendo mi propia dicha. Le estaba
obsequiando todo lo que me quedaba. Aguardé por el sentido de la redención
que me ofrecía, pero el hombre-Dios, urgándome con su lápiz, rascándome la
cabeza, hundiéndome más en la pega, se complacía en su espera. El hombre me
miró como si verdaderamente hubiera desaparecido de la realidad. Me tomó por
el rabo y comenzó a despegarme lentamente de la trampa. Mis extremidades
chorreaban la pega mal oliente que había sido preparada para mí desde la
fundación del mundo. Mis patitas se movieron como ramas secas y gemí con toda
mi fuerza. El hombre abrió la boca y me dejó caer en su propia boca. Un nuevo
laberinto se abría como las ventanas de la casa. Unos corredores más oscuros
que la noche me rodeaban.

La boca del hombre te aplastó. Gritaste, pero todos tus pensamientos se
derramaban. Todas tus palabras se tornaban harina. El hombre cerró su boca y
comenzó a masticarte. Oías tus huesitos triturarse contra la piel que te
sostenía. Su colmillo entró a tu ojo derecho y la luna del espejo se eclipsó.
Los dientes funcionaban como palancas. La boca del hombre se movía
eternamente contra la ceniza de tus huesos. Ya no pensabas, pero tus palabras
seguían funcionando en lo que te quedaba de cerebro. Tu voluntad estaba rota.
Tus deseos habían culminado. Su saliva te ahogaba. Entonces te oíste:
"Hubiera sido mejor un gato"--decías. Antes de que el hombre te tragara,
trataste de comunicarte con él. Le mordiste la lengua, el paladar, la garganta
...

---¡@#$%^&*!--gritó.

La noche se cerró sobre ti.


*****

26 de abril de 1993
13 de marzo de 1999
1 de enero del 2000
Nueva York

 

Si quieres contactar con Iván Silén puedes hacerlo a IvanELPOETA@aol.com
Te recomendamos visitar su página web en: www.alter-arte.com/ivansilen


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