Por Margarita
Ferro
La tarde en que Milena Jesenská se sentó
a la pequeña mesa que le tenían reservada en el "Cabaret Voltaire",
le faltaban aún más de veinte años para que sus entrañas fueran desquiciadas
por los médicos nazis, y la muerte la encontrara, en el campo de Auschwitz.
Se quitó su sombrerito de terciopelo marrón,
agitando levemente el moño con que recluía en varias torsiones el
cabello castaño. Su mirada triste recorría las mesas donde la vida
transcurría con normalidad. Era noviembre de 1921 y Viena se cubría
de ocres, esperando las nevadas. Un aire opaco se colaba, insidiosamente,
en los espíritus que huían a recluirse en el mundo brevemente agitado,
entre los cercos de la piel.
Sobre
la mesita disputaba el espacio del sombrero marrón, un atado de cartas.
Con sus sobres rasgados de papel amarillento, esperaban que unas manos,
y unos ojos, les devolvieran a la vida. Más allá un cuaderno gastado
y una pluma, y al alcance de la pequeña mujer reclinada sobre sí misma,
un humeante pocillo de café. Milena aguarda a Franz, éste es su último
encuentro. Las cartas enviadas durante meses serán intercambiadas,
como si jamás se hubiesen cruzado. Una compleja red de palabras que
ahora se desteje: mensajes devueltos a su emisor, remitentes convertidos
en destinatarios. La sutil trama textual que envolvía sus vidas, ahora
rota, les regalaba la paz.
Cada uno es empujado al desamparo de no
escribir nunca más para el otro, a la orfandad de no tener a quien
hablar, o a quien escribir que es la memoria del habla. Devolver a
Franz todo lo que él le había dado: palabras. Ajustadas con una cinta
azul, estaban las cartas de los amantes que malograron una historia
de amor. Se había debatido entre Praga, Gmünd y Viena; entre el judaísmo
y la ley austro-húngara; entre los devaneos con Felice y las miserias
de Ernst Polak.
A veces Franz llegaba antes que sus cartas,
emisor que precede al mensaje, y se sometía a la irritación de observar
a Milena mientras las leía. Un judío escudriña los gestos de una checa,
empujado a escribir mientras el delirio amenaza invadir por cualquier
resquicio un cerebro agotado. Milena decodifica como antes tradujo.
Es la lectora ideal, la escritora que lee.
Unas
cartas, novelas, relatos establecen el hilo de la vida. Sin ellas
Franz y Milena se pierden en el vacío. "No diga que dos simples
horas de vida, valen más que dos páginas escritas, la escritura es
más pobre, pero más clara" se defendía el judío ante la checa
que reclamaba más vida. El siempre intentaba la salvación por el
discurso.
***
Redención fue la de Gmünd. Hotelito miserable,
ventanucos obsesivos debajo de los cuales podría esperarse cien días,
aire agrietado de olores desconocidos. Desde Praga y desde Viena dos
trenes se tocan en la frontera, deseosos de encuentro. Quemados en
fantasías viscerales, al llegar a la estación, los amantes se transmutaban
en palabras. Todo es el verbo: el alfa y omega. Estuvo en el caos
de los orígenes y estará en el de los exterminios. En la cama de siempre,
después de un día agitado, se tendieron Franz y su padre, Milena y
Ernst Polak, una turba de hebreos y de checos flemáticos, pero en
el centro, entre ambos; acostaron a Freud.
Entonces fue difícil hallarse la pieles.
El aguardó toda la noche frente al ventanuco. Ella leyó su traducción
al checo, orgásmica respuesta a la penetración del rígido alemán copiado
de los edictos judiciales.
Sobre su almohada Kafka escuchaba las palabras
del padre..."seguramente ella se ha puesto alguna blusa llamativa....Si
tienes miedo de eso, yo mismo te acompañaré allí...". Mientras
intentaba dominar el enloquecimiento de sus escuálidas patitas repetía
con esa voz enronquecida que nunca reconoció "tú habías mantenido
siempre aplastada (inconscientemente) mi capacidad de decisión, y
ahora creías saber (inconscientemente) lo que ella valía". Jesenská
vuelta hacia una pared, llora agitadamente los doce años que les separan,
las distancias entre Viena y Praga, la vacuidad de aquella multitud
tendida entre ambos. La desolación se instala para siempre en las
pupilas verdosas de la checa. Una pregunta se talla en sus ojeras
profundas.
La mano del hombre que escribía "El Proceso",
recorrió laberintos oscuros para llegar, con la palma desesperadamente
abierta, hasta la cabellera de una mujer deslizada a su lado. Saltando
por encima de la Thorá, quebrantando los múltiples decretos del Talmud,
convertido, por fin, en un hombre, pudo llegar a Milena con profunda
ternura. Se quebraron entonces todos los sellos de los manuscritos
perdidos, los códigos secretos fueron encontrados. Franz y Milena.
Un hotelito en Gmünd. Ventanucos obsesivos. Vueltos hombre y mujer.
Renacidos. Despojados del vestido de los dos milenios que los separaban
de la vida. Devueltos, por fin, a la animalidad. Sin padre, sin marido,
sin Freud, alcanzaron, por una vez, la dicha.
***
Sobre
la mesita del "Voltaire", las cosas variaron de lugar. El pocillo
vacío fue abandonado por la pequeña mujer, ahora encogida sobre sí
misma. Las cartas saltaron hacia sus manos. Urgida, con gesto de aullido,
Milena libera la cinta. Las cartas respiran, se expanden, se despiertan
de su estéril encierro. "Estoy mentalmente enfermo, la enfermedad
de los pulmones no es más que el desbordamiento de la enfermedad mental...no
quiero desplegar ante usted la larga historia... como a una criatura,
aunque carezco de la capacidad de olvido de las criaturas..." Franz
se resiste, se defiende, no quiere ser tocado por la vida o por la
piel de una mujer que lo traduce; no quiere que la sangre de Milena
le dé alcance. Ruega que deje de escribirle. Suplica el fin. Ha dibujado
cientos de signos destinados al fuego, la pasión que viajó durante
años en dos trenes confluyentes, está exhausta. Felice pugna desde
Praga; Ernst reclama desde Viena.
Una mano con la palma desplegada se apoya
en el hombro pequeño. El sombrero marrón busca refugio en el mismo
regazo que veinte años más tarde Auswichtz eventrará. La palidez absoluta
de Kafka precede a su palabra. Es más rotunda. Los amantes se encuentran,
dialogan.
Se los puede ver desde las mesas donde la
vida transcurre con normalidad. Por última vez, las palabras acarician,
las sílabas ruedan desde los labios, se despeñan entre las lenguas,
laten rítmicamente en las gargantas.
Sobre la mesa toda la historia. Ahora hay
dos atados de cartas amarillentas, con sus sobres rasgados. Las palabras
entonces saltan de ellos, se esconden, se escapan convirtiéndose en
sonidos. Dentro de los sobres rasgados solo quedaran las huellas,
grabadas, cifradas para siempre. Son el alfa y el omega: los siete
sellos de la memoria.