Escáner Cultural

REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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POÉTICAS PARA UN NUEVO HORIZONTE:

Sobre algunas acciones de los performistas dominicanos

Perry Jiménez y Gipsy De Los Santos.

“Por eso las ambulancias están llenas

por eso los bomberos cogen fuego con las cámaras y las maracas

con las grúas y el palco del Sr. Presidente

por eso las diputadas comen mierda y las niñas reparten romo, cerveza y menta

para que la gente no se asfixie”.

Homero Pumarol.

 

Por Samuel Ibarra Covarrubias, Performer.

 

“Usted se salva si trae oro escondido en la cartera, usted se salva solo si habla inglés y paga con dólares en este Nueva York chiquito, usted se salva si tiene las rodillas blanquitas, usted se salva si quiere salvarse y por eso lee la biblia, usted se salva, usted está salvo en este espejo de país de la mierda, en este caribe que se ahoga en las palmeras y los motoconchos ¿y qué?” 

Johan Mijail.

El Caribe como zona geográfica y cultural ofrece una multiplicidad de mapas para quienes deseen adentrarse culturalmente en él. Mapas todos superpuestos que flotan entre si como hologramasactivados por un haz de luz. Región archipiélaga, de fronteras difusas que mas parecen esponjas; Se atrae lo externo y se expone lo propio no solo para guarecerlo sino para  recodificarlo con marcas peculiares e irrepetibles.

Es el Caribe para Antonio Benítez-Rojo la Isla que se repite, y cada repetición no es una singularidad seriada sino una individualidad extendida, que de tan ancha pasa a ser común a todas las versiones. Un territorio extremadamente sugerente, donde las culturas no colisionan  sino que se trenzan en diálogos cuyo resultado son otras y nuevas fusiones. En síntesis, el Caribe es el gran archipiélago del mundo y siempre nos está legando y regalando nuevas islas; Islas flotantes y a la deriva, movidas por las fluctuaciones de las mareas, el viento o la presión atmosférica. Islas en superposición y cambio.

Esta complejidad cultural es la  que invito a pensar en la obra de performance de Perry Jiménez y Gipsy de los Santos, artistas que viven y trabajan en la Republica Dominicana. Tierra vital de la región antillana, llena de marcas culturales, impresas con la fuerza de la historia desde la llegada de Colón hasta las nuevas cartografías de la globalización capitalista.

Estos artistas, que además son matrimonio, conforman junto a su Hija Ximena un inverosímil núcleo de trabajo que ha destacado por la potencia poética de  sus acciones y por encontrar en la performance un vehículo sostenible para decir / hacer cosas y así instalar su ser / estar en el mundo.

Perry Jiménez pintor y performista, tiene  estudios de arte en la academia Altos de Chavón y un perfeccionamiento en la Universidad de Parsons, EEUU. Gipsy de los Santos en tanto es pintora y artista visual. Su hija Ximena nacida en el 2002 trabaja a la par con ambos desde hace más de una década en la Ciudad de Puerto Plata. Antiguo pueblo colonial de bellas casas de estilo victoriano y auge comercial que a mediados de siglo pasado se constituyó en un importante polo de desarrollo de Quisqueya.

Ambos son también parte de los artistas fundadores del Colectivo Chocolatero, grupo que renovó la performance dominicana desde finales de los años 90, cuyos referentes históricos son por ejemplo el mítico Silvano Lora, artista radical que desafío la persecución en días duros del gobierno autoritario de Joaquín Balaguer.

El colectivo chocolatero realizó a principios de los años 2000 el festival CHOCOPOP, un espacio inédito de arte acción y performance que visibilizó a nivel regional e internacional la ciudad de Puerto Plata. La irrupción de este evento constituyó un desacato a la historia del arte actual dominicano pues hizo emerger una polifonía de voces y poéticas nacidas en la provincia, lejos de la capital (Santo Domingo) y de su radio de influencias de instituciones, museos o curadores. El discurso Chocolatero es altamente político y repleto de señas y guiños a una concepción movediza de cultura, donde lo vernáculo y lo contemporáneo provocan un espacio de implacable reflexión hermenéutica sobre la modernidad caribeña.

Esa modernidad coja, que se anuda indefectiblemente en la pobreza paradojal del caribe. Países precarizados por políticas egoístas y económicamente devastadoras pese a la riquezas de sus recursos naturales. Una modernidad sin modernización, donde elementos como etnia y raza siguen siendo culturalmente postergados privilegiando prácticas clientelistas ligadas a grupos de poder hegemonizante. La participación ciudadana, el acceso a la información o la concientización de derechos sociales y ciudadanos sigue siendo según indicadores internacionales, materias pendientes en esta región del mundo.

Gipsy y Perry son parte de ese movimiento chocolatero, que piensa al cuerpo como herramienta crítica y plural. Están junto a importantes voces regionales como Alberto khoury, Grimaldi Polanco, Cariana Castillo, Arlyn Jiménez, Orlando Menicucci y Eliu Almonte, director del ahora Independence.Do, uno de los festivales de performance más interesantes del Caribe, que recoge con éxito toda la intensidad de las primeras versiones de Chocopop.

Podríamos hablar de un tono, un habla, un horizonte de enunciación que pone en escena obras con una determinada visión de mundo, una mirada de-constructiva del arte y la cultura. Los artistas chocolateros tensionan las representaciones de lo caribeño bajo el signo de la globalización capitalista, especulativa y antihumana.

Los horizontes posibles que diseñan o dejan en perspectivas los trabajos de Gipsy y Perry son parte de este modo de acción y pensamiento  que han trabajado colectivamente con sus compañeros de ruta. Ambos van recurrentemente a materiales naturales: barro, agua, madera, pintura, tintes, estructuras frágiles cargadas de significación espiritual y densidad histórica.

Juntas y de forma autónoma, sus obras remiten a una idea de paraísos lejanos; antiguos lugares donde lo sagrado se resguarda intacto e impoluto. Son espacios vitales, realidades insulares vehiculizadas en expansión de ideas, formas y costumbres. No solo hay una clara y manifiesta cita a la dimensión archipiélaga del imaginario y cuerpo cultural del Caribe,  también pasan de la marca geográfica a la correlación y conexión con la historia trágica de violencia de conquista y colonización, conectándola con los asombrosos mitos que han modelado el relato de la espiritualidad caribeña. El Caribe no es sólo la suma de sus partes, no es unidad cultural cerrada, sino un canto en estallido múltiple, y esa multiplicidad es asumida con fuerza por ambos artistas.

Hay también en estos trabajos de accionismo y performance una variedad de tiempos. Signos antiguos y relatos casi sagrados que se adhieren a informaciones contemporáneas y figuras de un hoy siempre fluctuante. Lo ancestral se resemantiza y lo contemporáneo se reconfigura quedando abierto a una siempre nueva posible interpretación. Los dioses y mitos fundadores adquieren así localizaciones provisorias y lo “actual” se hace momentáneo en ubicaciones que van cambiando. Gipsy y Perry son capaces en conjunto de crear una imagen que es epifánica. Ellos la crean a su arbitrio y la transforman. Esa imagen coaccionada no es la de un único lugar, ni tampoco de un nosotros propio; vale decir las imágenes que ellos logran crear poseen múltiples informaciones, de varios centros y diferentes momentos. Muchos mitos, sonidos y símbolos.

Todos ellos y en conjunto irradian magia y nuevos colores a una policromía cultural ya rica y exuberante. Son signos irradiados por una magia antigua que retornan re significados y en constante transmutación.

 

La inquieta búsqueda de Perry Jiménez

En sus obras de performance Perry Jiménez dialoga críticamente con la historia de su país, que es también la historia del Caribe. Sus obras son una delineación de imágenes donde lo pretérito (y su cita) colabora con la cuestión de cómo reconstituir las identidades sin fundamentalismos, rehaciendo o pensando en anverso los modos de simbolizar los conflictos e imágenes de un relato histórico con toda su carga de opacidades, desposesiones y reapropiaciones, tan naturalizadas cuando hablamos de hibridación. Así, asociando pasado y porvenir se afirma de otro modo el relato histórico y se simboliza de un modo siempre abierto, la relación dispar entre el pasado y el incierto presente. Se abre acá un arco para pensar lo propio y lo impropio que supone las marcas culturales que modulan al cuerpo, un cuerpo depositario de voces remotas pero que se alojan como un elemento interno decisivo y activo de la cultura. Ese cuerpo se desajusta en un entendimiento puramente nacional (lo nacional siempre se propone como síntesis de la particularidad cultural y la generalidad política), el performista así propone mirar el tiempo actual como un presente indeterminado y un futuro imprevisible. Crea un cruce de tiempos entre herencias de ancestros y futuros marchitos, donde el malestar humano -el malestar de lo moderno- siempre en disputa por su expulsión, es soporte constitutivo de su actualidad.

Perry crea un tiempo donde concurre el susurro de lo que nos fue negado por la comprensión técnica de las cosas, ese tiempo contradice el tiempo productivo y propone una torsión irresistible, una dislocación inaceptable para un orden que se pretenda inamovible. Jiménez sabe que la razón está en crisis desde hace mucho y el logocentrismo de nuestra moderna racionalidad solo ha servido para vivir escindidos y desubtancializados. Él propone un tiempo, un relato histórico que  encare la deformación y la degradación con que se ha dado por natural el presente de la historia política y social del Caribe.  El tiempo de Perry es la posibilidad para poner en desajuste la aspirada tranquilidad del relato de lo nacional y sus historias.Vuelvo a una de sus imágenes y las referencias al dolor y el padecimiento de la esclavitud  en tantos cuerpos aparecen de forma irremediable.

 Sin embargo este artista diseña planteamientos operacionales  ricos y complejos que dejan de lado una melancolía por el tiempo de los dioses.

Su desajuste es pensar y hacer insumisión, escapar, abrir puertas, hacer ventanas, armar umbrales de escape, horizontes donde el ser pueda encontrarse y liberarse. Es un esclavo fugitivo que también escapa con él y así activa un cimarronaje conceptual. Ese combate con la historia y su mecanismo racional e ideologizante toma fuerzas de la lucha del negro cimarrón. Hay un combate fuerte con las marcas políticas de la religión y sus fines materialistas e imperiales. Lo caribeño como lugar de origen y un arte enraizadofuertemente en lo latinoamericano, por eso el mensaje de lo ancestral es asumido como una obra todavía inacabada.

En obras como El juego de la muerte yLa última misa el Caribe es pensado como civilización precolombina, materiales como la arcilla son referencias conceptuales recurrentes, son el material simbólico con que se piensa la lucha ideológica y corporal de la negritud, se reconocen en ella los valores de lo negro y del negro.

El cimarronismo moderno presente en estas obras puede ser también pensado en los conceptos de reencuentro y fusión de culturas emigradas y en diáspora, diezmadas o desaparecidas, Perry no hace una versión literal de estos conceptos –más bien- metaforiza las estrategias con que los negros escapados en los tiempos oscuros de la colonización se fusionaban y encontraban con culturas ancestrales, como por ejemplo las arawakos. No son escapes a la nada sino fugas al corazón de formas ancestrales de vida.

En estas obras, Jiménez, nos ayuda a comprender los contornos históricos en donde sus obras son pensadas; influencias africanas y europeas.  Es un marco de fusión el que este artista establece, entre lo heredado y lo ganado; encuentro y fusión podrían ser la base de esa operación, pero hay más. El giro cimarrón que aparece en estos trabajos no remitiría solo a una lucha por la liberación literal, primera, entre el negro y el blanco, sino una lucha por el ser humano mismo, integral en su totalidad, pero en esa escapatoria también, en esa fuga por la libertad se parte a un exilio. El cimarronismo es también exilio. Cada artista de algún modo es un cimarrón. Un exiliado condenado a cursar travesías, símbolos y armar permanentemente métodos de resistencias.

Es una articulación dialéctica y crítica entre un estado de emergencia e introspección espiritual, por eso, por ejemplo, en mucha de la poesía caribeña el espacio antillano se metaforiza como espacio carcelario y de opresión; como poesía de exilio interno.  Como una idea de liberación y punto de partida hacia un refugio que está en el corazón del alma.

 

“¡Atrás! Me pongo en pie exultante hacia regiones menos llanas. Caminaré satisfecho de una última y copiosa ebriedad, y oro y mis sollozos en mi puño cobijados contra mi corazón. ¿Esperar? ¿Por qué esperar?”

Aime Cesaire

El artista antillano bendecido y maldecido en su condición insular vive en disputa utópica con su historia y sus sueños, modelando un imaginario cultural que está siempre en movimiento, siempre en guardia hacia el escape. Su piel insular está fracturada por una voz en situación de juego-absurdo, amor-odio, desesperación y ternura con su espacio vital.  A Este respecto la frase del poeta cubano Virgilio Piñera es fundamental “la maldita circunstancia del agua me obliga a sentarme en la mesa del café”.

Perry Jiménez hace concurrir todos los signos de la historia tremenda de su lugar de habla, citas inter-antillanas para activar un sincretismo espiritual de una historia hecha añicos, pues es en las Antillas donde se inicia el Nuevo Mundo y el Viejo Mundo europeo se volvió nuevo, también. Se establece aquí, parafraseando al poeta boricua Luis Rafael Sánchez, la conformación de la gran bandera del Caribe entero, compuesta de tres franjas y colores “el son, la pretura y la errancia”, vale decir, un eje amable, unitario y amargo; propio de los territorios del autoexilio. Toda esta información que porta por ejemplo el rostro embadurnado de barro con que Perry Jiménez  acciona, es cita directa a los entornos y contornos donde esa obra está localizada. El barro como fusión dispersa y en argamasa de una utopía de unidad, una utopía de arcilla, una máscara para mirar en el horizonte la dispersión infinita de voces y paisajes incapaces de aquietarse y guardarse en una sola mirada.

 

Gipsy de los Santos y Ximena Jiménez: la voz secreta de lo originario.

En una de sus recientes performances Gipsy y su hija recopilan hojas, retos de cortezas de árboles y confeccionan una suerte de sayal con la que se cubren para deambular errantes por la ciudad. Madre e hija disponen de su cuerpo para trasladar una información milenaria. Las hojas de árbol en función vestimentaria es la primera información, pero luego se procesa otro canal de sentido, una suerte de recordatorio de la grave crisis ambiental que azota la República Dominicana, la deforestación, el maltrato al medio natural, la contaminación.

El vestido confeccionado con hojas también es un objeto construido por capas, sostenido apenas por la frágil unión entre una y otra. No sólo lo que hay allí son hojas unidas, también está la idea de tiempos  y lugares, información matérica que se dispone en trozos de realidades y tiempos. Texturas y regiones vegetales superpuestas bajo la idea de confección femenina para cubrir un cuerpo que es también la cita fragmentaria de una voz y una historia. El cuerpo de la mujer antillana es el sitio donde recalan voces y cuerpos de todas partes y tiempos, África y Europa, por ejemplo.

Aquel cuerpo ataviado de hojas, encajados en costuras blandas modelan otro cuerpo en contraste y cambio. Lo femenino aparece como espacio antinómico, donde lo ideológico combate con lo estético para problematizar lo visual. Tensiones que desorganizan desde la ambigüedad, la ironía, el dolor o la risa a un espectador empecinado en fijar una sola imagen de las cosas. Madre e hija negando las categorizaciones, más allá de los estereotipos  y las simplificaciones, porque pensar desde la antillanía es activar procesamientos  insólitos por encima de esquemas dicotómicos y dualistas. Gipsy y Ximena desafían la vestimentaria de la “visualidad civilizada” para dejarse poblar por informaciones misteriosas, por alquimias ancestrales; con alegría, como reserva creadora que lucha frontal contra las  percepciones “normalizadas” que proyectan el mainstream de lo turístico respecto a la quimera del trópico. Un “trópico” que se oferta como mercancía, fetiche y fantasía alcohólica en contraste absoluto y rotundo con sus artes, sus culturas, su trágico y violento pasado histórico que las han conformado como estados nacionales.

Pero en esta acción también esta dispuesto  un desbordamiento de la forma tradicional para torcer su ontología y hacerla apostar por su propio misticismo, que tiene el ruido turbio y la contingencia de su propia experiencia. La intervención poética que esta acción desata nos hace pensar en un fragmento poético de Lezama Lima “la mar violeta añora el nacimiento de los dioses, ya que nacer aquí es una fiesta innombrable”.

Las dos mujeres cubiertas de texturas vegetales nos remite a un carnaval sagrado, secreto y público, un carnaval silente donde todos los sistemas de signos arman una nueva geografía transportable: vestimentas para dejar que caigan los mitos, las lluvias, jugo de lechosa, polen y primavera. Los mantos verdes cubren –exhibiendo-, lo femenino  en  su condición de flujo, su metáfora de nutrición; su potencia y estallido generativo.

Escáner Cultural nº: 
170

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