Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 3
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 29.
12 de Mayo al
12 de Junio de 2001.

 

EL MUNDO Y LA FANTASÍA

a Edmundo V. y a su padre QEPD

Desde Chile, Gonzalo León

Dalí-¡Celebremos, Ignacio! -exclamé con éxtasis al entrar al dormitorio.

-¿Por...? -contestó mi amigo con despreocupación.

-El médico me acaba de decir que estaba seguro, que así lo confirmaban todos los exámenes y que, en fin, ya no hay nada que hacer.

-¡¡Excelente!!

Ignacio -a quien veía muy esporádicamente- se incorporó de su lecho con entusiasmo, avanzó hacia mí y me abrazó con afecto.

-¡Celebremos, entonces! -repitió con euforia y, sacando una botella debajo de la cama, aclaró-: Pero eso sí; con Bilz.

Ignacio abrió la botella de bebida, alcanzó dos vasos de plástico azul y sirvió con pomposidad; como si en verdad no hubiese estado postrado por casi siete meses con una profunda depresión; y como si fuese el anfitrión de aquellas fiestas que muy a menudo acostumbraba a organizar, cuando estaba bueno y sano.

Bebimos y luego quedamos como pasmados, mirándonos, sin decir nada. Yo pensaba en lo distinto que mi amigo lucía ahora; con aquellos curiosos bigotes, aquella cuidada barba y aquel largo y sedoso pelo.

-Hoy vino el peluquero -dijo Ignacio, al percatarse de mi persistente mirada.

-Te ves, no sé, diferente -le dije.

-¿Cómo así?

-Pareces, no sé,... un actor de cine o un escritor del siglo pasado.

-¿Tú crees?

-No, no... -repuse entonces algo titubeante-. ¡Ya sé! Eres idéntico a los conquistadores.

-No creo -replicó Ignacio frunciendo el ceño- que me vea tan mal como esos sucios e ignorantes españoles que conquistaron este país.

-Pedro de Valdivia no era sucio -objeté con cierta ingenuidad.

-¿Y cómo lo sabes?

-Por las fotos.

-Esas que tú llamas fotos no eran otra cosa que retratos -precisó Ignacio-. Ni siquiera alcanzaban a ser daguerrotipos.

-Bueno, entonces eres igual a la gente que sale en esos retratos.

-Por esta vez dejaré pasar tu comentario. -Y entonces chocamos los vasos y bebimos hasta el fondo. Sólo Ignacio hizo algo raro: lanzó el vaso al suelo con furia.

-¿Qué te sucede? -pregunté extrañado por aquella actitud.

Ignacio no contestó y luego masculló un no sé muy tímido.

Entonces desvié la mirada y recorrí aquella habitación: las dos pistolas, los cuchillos de caza, el corvo, los tres rifles a postones, los libros en inglés sobre la Guerra del Golfo Pérsico, los vasos de plástico azul, la máquina andadora para hacer ejercicio, la cama sucia y llena de papeles (al más puro estilo Ignatius en La conjura de los necios), un pizarrón con tareas pendientes y el galbano de reconocimiento como Mejor Compañero 1983 por soplar en casi todas las pruebas de Biología.

-Computador nuevo -observé finalmente.

-No tan nuevo. Lo compré hace ocho meses, y a crédito -dijo, como si le molestara pronunciar la palabra crédito.

Entonces hice algo que Ignacio no esperaba; me acerqué con vaso en mano hasta el armatoste, con el fin de observar detenidamente una especie de antena que salía de la pantalla.

-¿Y esto qué es? -pregunté.

Pero, con la agilidad que lo caracterizaba, Ignacio interceptó mi brazo y lo llevó hacia un lugar alejado, y por ende seguro, de cualquier accidente posible.

-¿Y entonces qué es? -insistí.

Ignacio no contestó, pues no quería seguir hablando de su computador, así que cambió bruscamente de tema y dijo:

-Bueno, ya celebramos. Ahora te quiero pedir un favor muy grande.

-Quieres que vaya a retirar otro talonario de cheques -adiviné.

-Exacto.

Y mientras Ignacio llenaba el formulario correspondiente, recordé la vez anterior cuando habíamos ido a retirar la otra chequera y lo bien que lo habíamos pasado gastando aquel dinero. En aquella ocasión compramos ropa, comimos en abundancia, arrendamos un automóvil, adquirimos dos rifles a postones y nos fuimos a Quillota a cazar conejos, durante toda la noche.

-Toma -dijo Ignacio estirando su brazo.

-¿Qué? -me quedé estático, esperando a que se sacara el pijama y me acompañara-. ¿Acaso no me vas a acompañar? Quisiera que fuese tan divertido como la otra vez.

-¡Imposible! Estoy enfermo.

-¡Bah! ¿Y yo?

-Sí, pero el cáncer es una degeneración molecular y no una condenada enfermedad de la mente.

-¿De veras estás tan mal? -pregunté con inquietud.

-Duermo de día, a veces hasta quince horas, no salgo de la casa hace SIETE MESES, no puedo conversar con nadie de mi familia y todo mi mundo es esto, lo que estás viendo. No, como ves, no estoy muy bien que digamos.

-Si te sigues quejando, no te haré ningún favor -le advertí a Ignacio, con ironía.

-Está bien -dijo Ignacio sonriendo.

Sin embargo, al observar su reloj de pulsera, la desesperación cundió en él.

Chuuuuta, güeón! Mira la hora que es. Mejor será que te vayas porque, o si no, lo más seguro es que encuentres el banco cerrado. Y yo, de veras, necesito ese dinero.

-¡Tú! ¿Necesitado de dinero?

-O sea yo no, pero...

-Tu hermana -volví a adivinar.

-Así es.

-Ahora comprendo.

-No me comprendas y ¡por favor apúrate!

Ignacio había exagerado con lo de la hora, así que salí de la casa con paso lento pero seguro. Sabía que, de no mediar algún accidente, estaría en el banco antes de las 2 PM.

De regreso a aquella casa, no dejé de pensar en aquellos días en los que los padres de Ignacio trataban de comprar algo que no estaba a la venta. Primero le compraron un jeep que volcó en una céntrica calle, luego un BMW 316, después una lancha y un windsurf, y así hasta completar todo el arsenal que hoy tenía para su deporte favorito: LA CAZA.

Aquellos días habían sido alegres para Ignacio. Alegres para los que vendrían más tarde. Yo diría que, si no se hubiese visto obligado a enfrentar tantos problemas -como el suicidio de su abuelo, el embarazo de su hermana, la enfermedad de su madre-, quizá habría sido el perfecto burgués que su padre siempre quiso que fuese, con la ventaja de que, además, Ignacio era una persona muy culta y buena. Habría sido algo así como un poeta ejerciendo la Ingeniería Comercial. Nada de mal, cuando el poeta no es del todo bueno y el ingeniero no es tan malvado.

Me bajé del taxi y caminé hacia la casa.

Sin embargo, antes de tocar el timbre unos gritos, inusuales en una casa tan acostumbrada al silencio, hicieron que me sobresaltara y dejara de pensar en mi amigo. Levanté la vista y divisé a través de los ventanales a la tía, corriendo de un lado para otro; ¡DESESPERADA!, y después a unos carabineros que intentaban calmarla sin mucho éxito. Y en el antejardín, los dos perros siberianos que Ignacio tanto adoraba aullaban infernalmente.

Justo cuando por segunda vez me aprestaba para tocar el timbre, la doméstica se me adelantó. Saliendo por la puerta trasera -y salivando en exceso- me pasó un sobre.

-Toma... Mejor será que te vayas -me solicitó con aspereza y luego desapareció por donde había venido.

Tomé el sobre, me lo eché a un bolsillo de la chaqueta y me regresé por donde había venido, palpando aquella nota, intentándola descifrar con el tacto. Y cuando ya había caminado un buen trecho, recordé lo del talonario de cheques y lo saqué del bolsillo de la chaqueta. Pero, al hacerlo, el sobre cayó al suelo y sólo ahí tuve el valor necesario para abrirlo. Era una nota y decía lo siguiente:

Estimado León:

Te regalo el talonario. Haz con él lo que más te plazca. Lo único que te pido, eso sí, es que lo disfrutes pensando en cómo era yo cuando nos conocimos, allá en el colegio, y no en lo que me he convertido. No le eches la culpa a nadie por lo que ha sucedido porque esto, como quizás lo habrás intuido, era inevitable. Mientras más pronto sucediese, a menos personas lastimaría... Por favor, te ruego que me disculpes por no haberte acompañado.

Tu amigo

Ignacio

Postscriptum: ¡Ah! Y bébete una Bilz a mi salud. El computador también es tuyo. Sé que sabrás darle mejor provecho que yo.

Al terminar de leer la nota, la arrugué y la tiré al suelo con rabia. Palpé la chequera, para comprobar si aún seguía ahí, y luego hice parar un taxi y me alejé pensando que, mirado desde otra perspectiva, en realidad nada anormal había ocurrido aquel día.

Es bueno hacer como que nada ha sucedido en un mundo como el actual, en el que gran parte de aquello llamado nada acontece. Paradójicamente todos se lo toman tan a pecho que terminan muriendo, precisamente, por su porción de nada.

De hecho, y como contrapartida, no conozco a nadie que ahora esté dispuesto a morir por un ideal. Por dinero conozco a muchos. Ellos entregarían gustosos sus vidas, pero por ideales no conozco a nadie ya.

Si desea escribir a Gonzalo León puede hacerlo a: gozalo@ctcinternet.cl


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