Desde Chile, Gonzalo
León
-¡Celebremos,
Ignacio! -exclamé con éxtasis al entrar al dormitorio.
-¿Por...? -contestó
mi amigo con despreocupación.
-El médico
me acaba de decir que estaba seguro, que así lo confirmaban todos
los exámenes y que, en fin, ya no hay nada que hacer.
-¡¡Excelente!!
Ignacio -a quien
veía muy esporádicamente- se incorporó de su lecho
con entusiasmo, avanzó hacia mí y me abrazó con
afecto.
-¡Celebremos, entonces!
-repitió con euforia y, sacando una botella debajo de la cama,
aclaró-: Pero eso sí; con Bilz.
Ignacio abrió
la botella de bebida, alcanzó dos vasos de plástico azul
y sirvió con pomposidad; como si en verdad no hubiese estado
postrado por casi siete meses con una profunda depresión; y como
si fuese el anfitrión de aquellas fiestas que muy a menudo acostumbraba
a organizar, cuando estaba bueno y sano.
Bebimos y luego
quedamos como pasmados, mirándonos, sin decir nada. Yo pensaba
en lo distinto que mi amigo lucía ahora; con aquellos curiosos
bigotes, aquella cuidada barba y aquel largo y sedoso pelo.
-Hoy vino el peluquero
-dijo Ignacio, al percatarse de mi persistente mirada.
-Te ves, no sé,
diferente -le dije.
-¿Cómo así?
-Pareces, no sé,...
un actor de cine o un escritor del siglo pasado.
-¿Tú crees?
-No, no... -repuse
entonces algo titubeante-. ¡Ya sé! Eres idéntico a los
conquistadores.
-No creo -replicó
Ignacio frunciendo el ceño- que me vea tan mal como esos sucios
e ignorantes españoles que conquistaron este país.
-Pedro de Valdivia
no era sucio -objeté con cierta ingenuidad.
-¿Y cómo
lo sabes?
-Por las fotos.
-Esas que tú
llamas fotos no eran otra cosa que retratos -precisó Ignacio-.
Ni siquiera alcanzaban a ser daguerrotipos.
-Bueno, entonces
eres igual a la gente que sale en esos retratos.
-Por esta vez dejaré
pasar tu comentario. -Y entonces chocamos los vasos y bebimos hasta
el fondo. Sólo Ignacio hizo algo raro: lanzó el vaso al
suelo con furia.
-¿Qué te
sucede? -pregunté extrañado por aquella actitud.
Ignacio no contestó
y luego masculló un no sé muy tímido.
Entonces desvié
la mirada y recorrí aquella habitación: las dos pistolas,
los cuchillos de caza, el corvo, los tres rifles a postones, los libros
en inglés sobre la Guerra del Golfo Pérsico, los vasos
de plástico azul, la máquina andadora para hacer ejercicio,
la cama sucia y llena de papeles (al más puro estilo Ignatius
en La conjura de los necios), un pizarrón con tareas pendientes
y el galbano de reconocimiento como Mejor Compañero 1983 por
soplar en casi todas las pruebas de Biología.
-Computador nuevo
-observé finalmente.
-No tan nuevo. Lo
compré hace ocho meses, y a crédito -dijo, como si le
molestara pronunciar la palabra crédito.
Entonces hice algo
que Ignacio no esperaba; me acerqué con vaso en mano hasta el
armatoste, con el fin de observar detenidamente una especie de antena
que salía de la pantalla.
-¿Y esto qué
es? -pregunté.
Pero, con la agilidad
que lo caracterizaba, Ignacio interceptó mi brazo y lo llevó
hacia un lugar alejado, y por ende seguro, de cualquier accidente posible.
-¿Y entonces qué
es? -insistí.
Ignacio no contestó,
pues no quería seguir hablando de su computador, así que
cambió bruscamente de tema y dijo:
-Bueno, ya celebramos.
Ahora te quiero pedir un favor muy grande.
-Quieres que vaya
a retirar otro talonario de cheques -adiviné.
-Exacto.
Y mientras Ignacio
llenaba el formulario correspondiente, recordé la vez anterior
cuando habíamos ido a retirar la otra chequera y lo bien que
lo habíamos pasado gastando aquel dinero. En aquella ocasión
compramos ropa, comimos en abundancia, arrendamos un automóvil,
adquirimos dos rifles a postones y nos fuimos a Quillota a cazar conejos,
durante toda la noche.
-Toma -dijo Ignacio
estirando su brazo.
-¿Qué? -me
quedé estático, esperando a que se sacara el pijama y
me acompañara-. ¿Acaso no me vas a acompañar? Quisiera
que fuese tan divertido como la otra vez.
-¡Imposible! Estoy
enfermo.
-¡Bah! ¿Y yo?
-Sí, pero
el cáncer es una degeneración molecular y no una condenada
enfermedad de la mente.
-¿De veras estás
tan mal? -pregunté con inquietud.
-Duermo de día,
a veces hasta quince horas, no salgo de la casa hace SIETE MESES, no
puedo conversar con nadie de mi familia y todo mi mundo es esto,
lo que estás viendo. No, como ves, no estoy muy bien que digamos.
-Si te sigues quejando,
no te haré ningún favor -le advertí a Ignacio,
con ironía.
-Está bien
-dijo Ignacio sonriendo.
Sin embargo, al
observar su reloj de pulsera, la desesperación cundió
en él.
-¡Chuuuuta,
güeón! Mira la hora que es. Mejor será que te vayas
porque, o si no, lo más seguro es que encuentres el banco cerrado.
Y yo, de veras, necesito ese dinero.
-¡Tú! ¿Necesitado
de dinero?
-O sea yo no, pero...
-Tu hermana -volví
a adivinar.
-Así es.
-Ahora comprendo.
-No me comprendas
y ¡por favor apúrate!
Ignacio había
exagerado con lo de la hora, así que salí de la casa con
paso lento pero seguro. Sabía que, de no mediar algún
accidente, estaría en el banco antes de las 2 PM.
De regreso a aquella
casa, no dejé de pensar en aquellos días en los que los
padres de Ignacio trataban de comprar algo que no estaba a la
venta. Primero le compraron un jeep que volcó en una céntrica
calle, luego un BMW 316, después una lancha y un windsurf, y
así hasta completar todo el arsenal que hoy tenía para
su deporte favorito: LA CAZA.
Aquellos días
habían sido alegres para Ignacio. Alegres para los que vendrían
más tarde. Yo diría que, si no se hubiese visto obligado
a enfrentar tantos problemas -como el suicidio de su abuelo, el embarazo
de su hermana, la enfermedad de su madre-, quizá habría
sido el perfecto burgués que su padre siempre quiso que fuese,
con la ventaja de que, además, Ignacio era una persona muy culta
y buena. Habría sido algo así como un poeta ejerciendo
la Ingeniería Comercial. Nada de mal, cuando el poeta no es del
todo bueno y el ingeniero no es tan malvado.
Me bajé del
taxi y caminé hacia la casa.
Sin embargo, antes de
tocar el timbre unos gritos, inusuales en una casa tan acostumbrada
al silencio, hicieron que me sobresaltara y dejara de pensar en mi amigo.
Levanté la vista y divisé a través de los ventanales
a la tía, corriendo de un lado para otro; ¡DESESPERADA!,
y después a unos carabineros que intentaban calmarla sin mucho
éxito. Y en el antejardín, los dos perros siberianos que
Ignacio tanto adoraba aullaban infernalmente.
Justo cuando por
segunda vez me aprestaba para tocar el timbre, la doméstica se
me adelantó. Saliendo por la puerta trasera -y salivando en exceso-
me pasó un sobre.
-Toma... Mejor será
que te vayas -me solicitó con aspereza y luego desapareció
por donde había venido.
Tomé el sobre,
me lo eché a un bolsillo de la chaqueta y me regresé por
donde había venido, palpando aquella nota, intentándola
descifrar con el tacto. Y cuando ya había caminado un buen trecho,
recordé lo del talonario de cheques y lo saqué del bolsillo
de la chaqueta. Pero, al hacerlo, el sobre cayó al suelo y sólo
ahí tuve el valor necesario para abrirlo. Era una nota y decía
lo siguiente:
Estimado León:
Te regalo el talonario.
Haz con él lo que más te plazca. Lo único que te
pido, eso sí, es que lo disfrutes pensando en cómo era
yo cuando nos conocimos, allá en el colegio, y no en lo que me
he convertido. No le eches la culpa a nadie por lo que ha sucedido porque
esto, como quizás lo habrás intuido, era inevitable. Mientras
más pronto sucediese, a menos personas lastimaría... Por
favor, te ruego que me disculpes por no haberte acompañado.
Tu amigo
Ignacio
Postscriptum: ¡Ah!
Y bébete una Bilz a mi salud. El computador también
es tuyo. Sé que sabrás darle mejor provecho que yo.
Al terminar de leer
la nota, la arrugué y la tiré al suelo con rabia. Palpé
la chequera, para comprobar si aún seguía ahí,
y luego hice parar un taxi y me alejé pensando que, mirado desde
otra perspectiva, en realidad nada anormal había ocurrido aquel
día.
Es bueno hacer como
que nada ha sucedido en un mundo como el actual, en el que gran parte
de aquello llamado nada acontece. Paradójicamente todos
se lo toman tan a pecho que terminan muriendo, precisamente, por su
porción de nada.
De hecho, y como contrapartida,
no conozco a nadie que ahora esté dispuesto a morir por un ideal.
Por dinero conozco a muchos. Ellos entregarían gustosos sus vidas,
pero por ideales no conozco a nadie ya.