Santiago de Chile.
Revista Virtual. 
Año 2
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 15.
12 de Marzo al
12 de Abril de 2000.

LA FORMA
Por: Alicia Kozameh

A Jayne Adams

¿Qué es, Cynthia, Estéban, qué les parece que es esa forma transparente que se aproxima, oscurecida por zonas, rojiza en el costado pero que deja pasar la luz como si fuera sombra, como si fuera una mezcla de olor a nicotina y chocolate, abedules, con una cierta proporción de gusto a pluma solitaria, a gata vieja? Me ha estado pareciendo en los últimos tiempos, años, que la forma me elige, me prefiere, me frecuenta, me abarca, me traspasa. Yo la presiento entre las hojas de los árboles sólo en primavera, y me conmuevo. El chocolate no es bueno en primavera. Y las gatas se inquietan.

Y sin embargo quién podría negar cuánto los dos perturban.

Pero no es chocolate.

Parece derretirse, ser flexible, variar los límites que la contienen y la ajustan. Parece acomodarse a las presiones de la atmósfera, al ritmo de los vientos o a las necesidades internas de expresarse, de despedir ideas, pensamientos, sílabas de su tensión, fonemas, comprensiones. Pero nada se escucha. No hay sonidos. Sólo la siento distraerme, tratar de conectarse, mantenerme despierto cada tarde.

Me habían dicho tanto tiempo atrás que el chocolate no es bueno en el verano, por el calor, por todo lo que el calor implica, y por eso yo sé que es malo en primavera. Algunas primaveras contienen una anticipación del verano que preceden. Un poco de la médula. La esencia. Y comer chocolate en primavera es enredarse demasiado con la vida. Yo observo ya esos hijos que una vez salieron de mí, de mis esposas, y que permanecieron en el mundo a pesar de mis divorcios. Cynthia y Estéban. Ahora los observo, los miro, suelo hacerles preguntas. Les pregunto, por ejemplo, qué es esa burbuja, ese grano que ha soltado amarras de este mundo, esa bolsa de polietileno llena de agua con tintas y acuarelas. Pero mis hijos no contestan. Ellos no perciben su presencia. Me miran tratando de entender. Y no responden.

Yo creo que recorre los espacios. Que vuela continentes. Que me prefiere a mí de tarde, en primavera, pero que no soy el único. Creo que cuando aparece entre las hojas trae el aplomo y el cansancio de los que han visto demasiado.

No baila, no salta, no me acosa. Se queda allí como concentrada en mis apegos, meditándolos, suspendiendo su peso leve de tinta china y agua. O lo que sea. Yo creo que observa mis deseos. Mis gustos. Mi tendencia a apegarme a las cosas insignificantes de la vida como el sillón-hamaca o mis tres tazas para el café con leche: la amarilla para lunes, miércoles y viernes, la azul opaca para los martes y los jueves, y la negra con diseño de gansos en naranja para los fines de semana. Mis motivos de risa cada tanto. Y formas de mis enojos. Y sabe que no la pierdo de vista día a día. Y que no me desespero si se aleja.

Me recuerda a aquel gato. La historia sin salida de aquel gato que me fue contada una vez, quién sabe cuánto tiempo atrás, en qué recoveco de mis propios trayectos. No sé quién era la familia, no sé dónde vivía, en cuál lugar del mundo, bajo qué clima. Y no me parece que todos esos detalles sean verdaderamente parte de los hechos.

La forma se aparece entre los árboles porque es consciente de que desde mi ventana puedo presentirla y después verla. Porque sabe que no voy a ir en su búsqueda. Lo mismo con la historia de este gato. Lo que pasó, pasó. Sin que la familia pudiera ejercer control sobre los hechos, las angustias, los llantos. Pero eran jóvenes. Eran jóvenes y con hijos muy niños. Y tenían demasiado dinero, quizá mucho más del conveniente. Del que es posible disfrutar, del que querían. Pero estaba allí y había que hacerse cargo, administrarlo. La casa estaba llena de luz, de ventanales, las paredes pintadas de blanco, los pisos extensos, de madera clara, limpios. Eso sí lo recuerdo. Porque parecía imposible que en medio de tanta claridad, de tantas pulcritudes, algo de esta naturaleza hubiera sucedido. La madre decidió no cocinar ya más. La medicina era dueña de su vida. Se vestía de blanco en la mañana y salía a atender a sus pacientes. El padre era inepto para todo, del estilo de los que se dedican a coleccionar sellos postales, mariposas azules o tarjetas. Emplearon entonces a una mujer que llevara a los niños a la escuela y los recogiera por la tarde. Otra mujer y un hombre para que limpiaran la enorme casa. Una pareja de chinos para que tuviera siempre lista la comida. Un administrador. Un chofer para que llevara a los niños a sus clases de música. Y compraron un gato. Que era blanco. Con una mancha grisácea en una pata. Con ojos inmensos y muy verdes. Que interrogaba a todos maullando y exigía con firmeza su espacio definitivo en cada falda. Un gato que disponía de tiempo y de deseos. Convencido de la magnitud de su presencia.

La forma es temblorosa a veces. Yo lo noto. Y no entiendo por qué. Qué dudas tiene. Nada en mi persona desconfía de ella, la rechaza o le huye. Es aceptada aquí, en este ámbito, con toda naturalidad y transparencia. Y casi con afecto. Quién sabe por qué tiembla. Quizá sabe de este gato. Y lo recuerda. O se siente responsable.

Los cocineros eran dulces con los niños. Respetuosos con los adultos. Y trabajaban a ritmos adecuados. Pero estaban disconformes con el salario y cada tanto reclamaban de buen modo. De buen modo, sentados en la sala con los grandes, los niños saltando, tironeando de la cola al gato, que se refugiaba en el rincón de los juguetes. Pero hubo una vez en que los cocineros decidieron vencer a los patrones, y ya no les importaba ninguna consecuencia. Y la reunión se hizo en la sala, como siempre, pero con tono muy distinto. Hubo gritos, demasiados gritos, quizá, y los niños jugaron un papel más definido. Uno arrastró al gato con él y llamó a su hermano a acurrucarse en el sillón junto a los padres, y eso fue una posición tomada contra los dos cocineros. Que no obtuvieron el aumento de salario.

Y al día siguiente, a la hora de la cena, la comida era mejor que nunca. El contraste de color en cada plato de ensalada, la fuente de berenjenas fritas con tomates, el arroz blanco con carne de conejo (de acuerdo a la versión del cocinero, que fue llamado durante la comida para que explicara qué clase de carne tan tierna y tan sabrosa era la del mejor de los tres platos, aunque las sospechas eran otras, porque el gato, muy doméstico y que jamás había intentado ni asomarse siquiera a los jardines, no aparecía desde la mañana). Y todos terminaron de cenar, y con el horror mordiéndoles el interior de los estómagos salieron a buscar el gato por las calles. Y no encontraron nada. Y de regreso, tampoco los cocineros estaban en su cuarto, y no había ninguna pertenencia. Ni las ropas.

La forma me recuerda de ese gato. Tan sustancial. Tan convertido en lágrima y aliento. Tan exudado a través de los poros de sus dueños. Tan incorporado al ciclo de la vida. Tan remoldeado en células humanas. Y tan frontal y tan escurridiza la forma, tan sinuosa, tan colgada del aire entre las hojas, tan tenaz y apacible en su regreso. Vienen del mismo lugar. Del mismo continente.

Y me llaman. Sé que los dos me buscan desde donde sea que estén. El gato, desde el olor sagrado y agridulce que emanan aquellos niños y sus padres, que tratan desesperadamente de borrar con aguas jabonosas y perfumes, o cubriendo con capas de bruma los recuerdos. Y la forma, desde esa zona de juegos y de incertidumbres, desde el ámbito de lo desconocido, inalterable, total. La veo instalarse allí y sé que me reclama. Como para seducirme muy despacio, con ritmo de hamaca de parque verde y arbolado. Como para ir alivianando mis dos pesos. El de mi cuerpo y el de mi conciencia. Que son el mismo peso.

Ésa es la razón por la cual, desde hace un cierto tiempo, no como chocolate en primavera.

Los Angeles, junio de 1994

 


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