Escáner Cultural

REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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Guía de Descarriados



TAUROMAQUIA DE LUCHO BARRIOS

Por Marcelo Olivares Keyer


I       UN CHALACO CONTINENTAL.

    Llamamos atemporal a aquello que está irremisiblemente atado al tiempo y fluye confundido en él. Llamamos clásico a aquello que ha alcanzado tal grado de perfección que se ha transformado en modelo imposible de superar, y que por esto parece habitar fuera de la realidad, supeditado sólo a leyes ideales o a un canon engendrado –como todo lo fundamental- en el misterio. Dicho de otra manera, clásico es aquello que, brotando del quehacer humano y cultural, ha ido a instalarse en el paisaje trascendental de la Naturaleza.

   Lucho Barrios parece haber existido siempre, su tiempo parece ser todo el tiempo; su espacio, todos los espacios: “Yo nací en un puerto, muy lindo, que se llama El Callao, soy chalaco. Grabé mis primeras canciones, y coseché mis primeros aplausos, grandes aplausos, en Guayaquil, otro maravilloso puerto de la América del Sur. Y recibí la alternativa –como dicen en la tauromaquia- en otro puerto, fantástico, que se llama Valparaíso, la joya del Pacífico”.

  Confundido con el tiempo y fundido en el espacio, siempre pareció un viejo cantante, aún en sus inicios, cuando las carreteras no estaban asfaltadas, y en la interminable ruta norte su voz emergía –mágica- tras el polvoriento halo de las posadas del desierto, para deleitede camioneros de los de antes (caminos sin asfalto), mineros con un par de gramos de oro en sus bolsillos, o uno que otro osado vendedor viajero con su camioneta llena de cachivaches. Comenzaban los años sesenta, y en las radios y rockolas su voz reconquistaba, a grito pelado, el vasto territorio alguna vez incaico, hoy repartido entre un puñado de lo que ahora denominamos países. Sin embargo, sus biografías señalan que por esos días él era joven, un muchacho que todavía no cumplía los treinta años. ¿Quién lo creyera?

  No sé hasta dónde llega el influjo de Lucho Barrios allende los Andes, cuántas leguas se podrá extender más allá del Chaco o los primeros afluentes amazónicos; no tengo esa información; pero lo que sí es incuestionable es que esa voz, que naturalmente varió con los años, pero que jamás perdió su calidad, es la voz del Pacífico Sur, forma parte de las corrientes marinas, de los frentes de alta presión, y yérguese –transmutada- como un peñón o un faro, en el inconsciente colectivo de casi todos los que habitamos este anfiteatro colosal.

  Hemos de agradecer a la diosa fortuna que, allá por finales de los años cincuenta, o quizás un poco después, ya entrada la década tremenda, la Escuela Nacional de Ópera de Lima no haya capturado a este adolescente que pasó por sus aulas; habría sido sólo un buen tenor más, y los ricos habrían podido ir a hacer tintinear sus joyas ante él, pero América y la Historia con mayúscula –nuestra historia- no serían lo mismo, de esto no hay duda.

  En estos tiempos, en que la epidemia de realitys y audiciones televisivas (y televisadas) lanzan a la palestra decenas de jóvenes dotados de buena voz, pero que sólo la usarán como un puente para llegar a ser animadores de televisión, impresiona grandemente la jerarquía y la impronta de un cantante de verdad. Un cantante que se sabe poseedor de un don, y que, artista de tomo y lomo, no le interesa -ni podría- hacer otra cosa; sea en el Olympia de París, sea en una descosida carpa deshilachándose en un pobre balneario. Porque para el artista genuino ningún escenario o plataforma es más importante que otro, ya que la única jerarquía en la que cree es la de la autoexigencia, y la única luz que vale es la luz interior.


Cartagena, Chile

II        MARABÚ

De vez en cuando los pescadores artesanales del infinito litoral chileno encuentran en sus remendadas redes, entre jibias y lo poco y nada que sobra de los buques factoría, un pez al que llaman chalaco. Dicen que es sabroso y que su aparición trae buena suerte; además, si uno los mira bien, dicen, es innegable que tienen el rostro de Lucho Barrios. No creo que esta sea la razón por la que a los habitantes del Callao se les llama con el gentilicio informal de chalacos, pero nunca se sabe, el alcance de los arquetipos da para todo y –esto sí que es innegable- todo en el universo está conectado; baste sólo reparar en el apellido de nuestro héroe para comprender lo que quiero decir.

“La música mía está asociada con la gente que de repente se toma un trago y eso”. Perfecto, lo dice él mismo, no son pocas las canciones en que hace alusión al alcohol, droga de drogas; pero si aceptamos que la vida toda es una sola gran embriaguez, entenderemos mejor por qué esas canciones, cuando interpretadas por Lucho Barrios, desencadenan tal irradiación de solemnidad, sólo comparable a lo que –moviendo otros resortes- provocan Silvio Rodríguez, Víctor Jara u otros cantautores de fuste. Pero Lucho Barrios lo consigue sin apelar a ideales ni a épica alguna, sin revestir al hombre con proyectos utópicos ni heroísmos agotadores, tan sólo rememorando nuestros inevitables y reiterados avatares de animal simple y sufridor. En esto radica la contrición que provoca en los oídos sensibles escuchar al señor Luis Barrios Rojas, este derrengado torero del sur, a quien, en alguna estación de su periplo alguien bautizó –tampoco sé por qué- con el sobrenombre de Marabú*.

   Heredero desvencijado del Trío Los Panchos, más cercano al ecuatoriano Julio Jaramillo (con quien nacieron el mismo año de 1935), querido como un tío de todos, cosechó lo que sembró: simpleza, cariño, buena onda. Con estos argumentos, más su sonrisa como engastada en ese rostro contrahecho, y sobretodo por su voz -que parecía la reverberante voz del almuédano encaramado en el minarete llamándonos a rezar a Alá- no necesitó de gestos exacerbados ni de escándalos prefabricados para destacar. En medio del ruedo, se bastaba a sí mismo, porque  en más de alguna manera nos representaba a todos, almas precariamente equilibradas entre la risa y el llanto, lanzando guiños al universo desde este descampado sudaca y supuestamente subdesarrollado, pero que es lo único que tenemos.

   Lucho Barrios nos bendijo con su aura de humildad (¿humildad, alguien se acuerda de esa palabra?). Múltiple mérito si consideramos que además, al igual que Lucho Gatica, Los Ángeles Negros, o el recientemente fallecido Luis Alberto Spinetta, se instaló en el firmamento sin venderse al diablo de la televisión.

  El día de su recital en el Olympia, se presentó así: “Desde la tierra de los incas, en la blanca cordillera de Los Andes, con el hermosos sueño de Bolívar, les traigo el abrazo de un continente: América Latina”. ¿Qué tal?  Lamentaré siempre no haberlo ido a buscar para invitarlo a una copa o, al menos, haberle pedido un autógrafo, y eso que el verano antepasado estuvo cantando en una desteñida  carpa a pocas cuadras de mi casa. Como tantos, yo también creía que Lucho Barrios era inmortal.

¿Moraleja? Muchachos: id tras vuestros ídolos, invitadles a una copa.

III     LA FÍSICA DE LAS IDEAS

   Los sentimientos no prosperan en el vacío. Sometidos a las leyes de la materia, van desde el alma a las cosas y viceversa transformándose en parte del paisaje. Al escuchar canciones como “Mi Niña Bonita”, “Dos Medallitas”, o sobretodo esa joya telúrica llamada “Marabú”, con sus guitarras afiladas e hipnóticas y su cadencia perfecta, al permitir que la ordenada vibración sonora a que llamamos música nos penetre, activando no sólo el núcleo del subconsciente, sino también la “gran biblioteca interna”, se establece contacto con otras voces que han ascendido hasta la atmósfera y fraguado como parte de la naturaleza, otras voces que trascendieron al individuo y al ser humano mismo.

  Entre esas otras voces, pienso por ejemplo en Clara Nunes, cuyos ecos no se sabe si, naciendo en sus cuerdas vocales y, pasando por el mar, fueron a radicarse en cada recodo del abigarrado paisaje de las favelas y los cerros que las circundan o, en sentido inverso, fue el código estético de este paisaje, impregnado con el espíritu de los orichás, el que voló como una semilla hasta germinar en las religiosas canciones-himno de la cantante sacerdotisa.

  Religiosidad pura, el lazo que todo lo une. La clave o cifra que nos hace sentir, al escuchar a Clara Nunes, que estamos escuchando a los cerros cantar, y las ventanas se vuelven ojos, y los barrios en la lejanía muestran su alma. Así también, cuando escuchamos a Lucho Barrios, por ejemplo, en la Subida Los Suspiros, en Cartagena (Chile), se nos vuelve patente que hay una coherencia que atraviesa la realidad, estrato por estrato, pasando por el ruido del mar, los acordes de un vals criollo, las ventanitas de un viejo hotel, y la balaustrada de la derruida costanera de la Playa Grande. Eso es ser clásico, al menos en esta América eternamente barroca y ebria.

  Venturoso Lucho Barrios, quien alcanzó a resumir su vida en estas trece palabras: “El canto a mí me ha dado todo, y me ha quitado todo”. Por supuesto, no podía ser de otra manera. La voz que sube a las nubes, antes ha de haber reptado por la tierra. No es por nada que Lucho Barrios es el músico más escuchado en las cárceles, música canera le llaman. Pero sus canciones también acompañan a los mareados tripulantes de los oxidados barcos pesqueros, así como a los humildes y vencidos parroquianos de los bares de mala muerte, a los conductores de los camiones que cruzan el altiplano, a los habitantes de los conventillos y de los barrios pobres, a los veraneantes en los balnearios decadentes, y a los hombres y mujeres de cualquier lugar en donde anide la sincera emoción, y en donde los snobs no hayan conseguido aún filtrar su liviandad.

Dicen que murió hace más de un año en Lima. Yo no lo aseguraría. Si fue de siempre, nunca nació. Y si nunca nació, nunca murió.

Provincia de San Antonio, febrero 2012.

 

* Marabú: m. Zool Ave zancuda, africana, parecida a la cigüeña, pero bastante mayor, con el pico grande y grueso y el plumaje negro en el dorso, ceniciento en el vientre y blanco y muy fino debajo de las alas. // Adorno hecho de estas plumas blancas.//Planta arbustiva espinosa africana de la familia de las leguminosas, que en Cuba es una plaga.

 

 

 

Escáner Cultural nº: 
145

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