Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 4
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 46
Diciembre de 2002

LA AGITACIÓN IMPUNE DE
JOSÉ HERNÁNDEZ DELGADILLO

Desde México, Jorge Solís Arenazas.

Conocí a José Hernández Delgadillo dos años antes de su fallecimiento.

Ese día, el pintor que luego de participar en la huelga estudiantil del  68 resolvió nunca más aceptar un premio y dedicar su vida a buscar movimientos sociales para ofrecerles un mural en pro de su causa, ese día, José Hernández Delgadillo me obsequió la foto de un mural suyo pintado durante la lucha magisterial en el colegio de normalistas de Aguascalientes.

En la foto, la pintura se notaba astillada y el muro lleno de agujeros.

Le pregunté la razón del deterioro. Al fín periodista, yo esperaba una respuesta que involucrara la necesidad urgente de una restauración.

En cambio, recibí la réplica de un humanista: "Son balazos", me dijo sin gestos de heroísmo o resignación.

"Es muy arriesgado hacer arte político. Pones en peligro tu subsistencia y tu libertad. Pero yo concibo el arte como una de las actividades en la cual el hombre es capaz de ejercitar el grado más alto de libertad, solidario de los anhelos del pensamiento revolucionario".

Más que la ideología de un artista, la frase sintetiza décadas de lucha.

Así lo veía el profesor y crítico de la Universidad de San José, Alan Barnett, quien aseguró que "las obras de Hernández Delgadillo invitan impunemente a la agitación".

Y la respuesta siempre ha sido violencia y destrucción porque la contundencia de su mensaje provocó la ira en sus enemigos. José Hernández Delgadillo pintó casi doscientos murales en todo el país y en EU, cantidad difícilmente superada por algún otro artista mexicano.

La mayoría de estos murales corrieron la suerte de los balazos, el pico y el cincel. El cacique en el campo, el patrón en la ciudad, la policía en todos lados, intuía que la represión de los movimientos sociales no podía obviar la presencia de los murales de Hernández Delgadillo. En su pintura había algo de esencia que no podía quedar perenne y no debía sobrevivir al movimiento y mucho menos a la "solución del conflicto".  Eran, ciertamente, invitaciones impunes a la agitación.

José Hernández Delgadillo lo sabía: "Por el contenido sociopolítico de mi obra mural, una buena parte de mi trabajo está destruido. Las que siguen en la vía pública lo están porque los sectores y el pueblo lo consideran su patrimonio".

Si existieran, sus murales serían la crónica ilustrada de la injusticia social que nunca pasó por televisión y que son hoy, historia no contada. Pero aún no existiendo, habiendo desparecido, esos murales cuentan otra historia: la represión del arte en México, la fuerza de una pintura comprometida y popular.

A finales del siglo XX, confinado al reposo absoluto por indicación médica en su casa de Coyoacán, José Hernández Delgadillo seguía sintiendo el impulso de la actividad política. Aunque ya no podía salir a pintar en las  calles como cuando lo hizo una vez en Naucalpan, en la huelga de una fábrica cuyos obreros le habían pedido un mural, en una historia que recordaba con nitidez fílmica: "Ahí estaba la policía, enfrente del muro, apuntando con toletes y gases lacrimógenos intentando reventar la huelga. A cada rato provocaban el choque violento. Para que pudiéramos pintar, los obreros hicieron una valla. Sólo así pudimos terminar".

Hernández Delgadillo habla en plural porque él no pintaba sólo. En una escuela, lo ayudaban alumnos y maestros, en una fábrica los obreros y en el campo los campesinos.

Cuando ya no pudo salir a la calle, se tuvo que conformar con un caballete. Y aún ahí, encerrado en el lienzo, aparecía su impulso de monumentalidad. Sus cuadros parecían bocetos de obras murales.

Pintaba con la misma lucidez que el crítico de arte Antonio Rodríguez describió como "un ejemplo claro de cómo se puede realizar un arte digno de las inquietudes contemporáneas de la plástica sin necesidad de recurrir al asilamiento, cada vez más desacreditado, en una torre de marfil".

En los cuadros de esta última etapa seguían apareciendo los rasgos precolombinos que había cautivado a la crítica internacional a principios de los sesenta, cuando Hernández Delgadillo ganó la Bienal de París 1961 y obtuvo mención honorífica en la Segunda Bienal Interamericana 1960.

Era el tiempo en que se le abrían  las puertas de las galerías garantizándole un modo de vida estable. A eso renunció el muralista cuando vivió el movimiento estudiantil de 1968 como integrante de las brigadas de difusión. Un año después, pintó junto con un grupo de estudiantes 40 pequeños murales en un conjunto habitacional de Morelos. El mensaje era de un profundo resentimiento nacido del dos de octubre en Tlatelolco.

Entonces las puertas de las galerías se cerraron y el pintor comenzó a recorrer  rincones de México en busca de movimientos  sociales y un muro para pintarlos. Hasta 1985 había realizado 150 murales, ninguno por encargo oficial, todos pintados mientras la huelga, el plantón, la marcha.

En las paredes, el rasgo prehispánico de su pintura premiada en Europa, adquirió un tono político que treinta años más tarde me mostró en su obra de caballete, donde era frecuente la figura estilizada de un hombre sufriente "porque un fantasma recorre el mundo: la injusticia".

A Hernández Delgadillo no sólo se le cerraron las galerías, y no nada más perdió dinero. Ganó el abandono de la parte exquisita del gremio artístico y el desprecio de la burocracia cultural.

La segunda vez que conversé con el muralista, su hija Beatriz Hernández Zamora había levantado en la sala de su casa una exposición para recaudar fondos que le permitieran solventar los gastos generados por la enfermedad de su padre.

La publicación de esta noticia en el periódico El Día, provocó un homenaje en el Palacio del Antiguo Ayuntamiento. El reconocimiento casi llegó tarde. Hernández Delgadillo asistió en camilla, conectado a instrumentos de hospital.

Recorrió y explicó con precisión cada obra de la muestra que incluía serigrafías, litografías y murales transportables.

Pero difícilmente unas cuantas horas de homenaje resarcen décadas de abandono y mucho menos implican reconciliación con sus enemigos.

El 26 de diciembre se cumplen dos años del fallecimiento de José Hernández Delgadillo, hijo de un capitán zapatista, nacido en Tepepulco Hidalgo en 1928.

Suele decirse que el sueldo de un jugador de futbol talentoso comparado con el de un artista (pintor, músico) es un indicador del nivel cultural de la sociedad. Hoy quizá también el Internet sea indicador de niveles.

El nombre de cualquier jugador famoso abre centenares de páginas electrónicas. El nombre de José Hernández Delgadillo abre siete. Cuatro de ellas en inglés.

Pero así como no le preocupó en vida, seguramente que a Hernández Delgadillo no le preocupa la fama y el prestigio después de la muerte. Vale más bien, la vigencia de su ejemplo de arte ligado a las luchas populares.

Incluso aquel día que lo conocí, le pregunté si alguna vez había sido preso político. "Nunca" me contestó. Yo sabía que muchas veces había compartido la cárcel con obreros, campesinos, estudiantes y maestros. Pero el concepto de preso político le parecía presunción.

Si no le interesaba el prestigio de haber sido preso político, menos le interesaría acumular páginas en Internet.

Le preocuparía, claro, que llegara el día en que ningún artista en ningún rincón de México estuviera apoyando luchas sociales con un mural, una canción, una invitación impune a la agitación.

Julio Alejandro Quijano Flores

 

Si quieres comunicarte con Jorge Solís Arenazas, puedes hacerlo a: poiesis@prodigy.net.mx
Su sitio web es: www.mexicovolitivo.com


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