Santiago de Chile.
Revista Virtual.

Año 5
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 57
Diciembre de 2003

 

Columna a cargo de Marcela Rosen

GLITZA
Por Antonio Mora Vélez


ADIÓS MARIPOSA

HUMBERTO YANNINI MEJENES (México)

hyannini@prodigy.net.mx

En algún lugar, en alguna época, o quizás en otra dimensión, trabé conocimiento con una insólita mujer que olía a bosque, a savia y algunos otros olores rupestres que me llevaron a la fácil conclusión que ella era una rara mutación de mariposa a mujer, sin poderlo establecer fehacientemente. Pero no fue eso lo que llamó mi atención, en todo caso, sino que fueron otras causas las que alimentaron mi natural e impúdica curiosidad, y que finalmente me hicieron arribar a territorios alejados e inhóspitos para mí.

Faltaría a la verdad si no afirmo ahora y aquí, que cuando la conocí yo estaba adormecido por una ensoñación melancólica cuyos efectos adyacentes me producían una suerte de estado alucinógeno, por lo que, como es de esperarse, no podría yo asegurar , a ciencia cierta, que hubo tal encuentro con ella. No obstante, una buena parte de mí está más que convencido de que fue así.

No hay razón, sin embargo, para acaso pensar que este relato pueda estar cimentado en un supuesto, pues hay evidencias de que esa mujer con halo de mariposa estableció nexos conmigo al amparo de un gusto en común: la botánica metafísica.

Desde tiempos casi inmemoriales me he dedicado a la disección de espíritus; pero al discurrir el tiempo los encontré muy previsibles, del todo humanos y prácticamente atrapados todos en las mismas trampas que el destino nos tiende a mansalva. Después, por asociación de ideas, trasladé mis estudios a las plantas cuya vida interior, apenas palpable, es muy rica y variada, además de responder a otros patrones de vida muy disímiles a los de los humanos.

Mis investigaciones no tenían certificación científica alguna, pues los hombres de ciencia no compartían ni mis métodos ni las razones que me llevaban a realizar dichas tareas; de hecho, en más de una ocasión, fui requerido por alguna universidad para hablar sobre mi trabajo; pero siempre, en el mejor de los casos, mis ponencias no eran del todo comprendidas, o mejor aún, eran desdeñadas por carecer de valor específico en el ámbito científico, lo cual, a decir verdad, me agradaba constatar.

No me resultó particularmente complicado establecer nexos difíciles de explicar con las plantas, basados todos ellos en cosas sencillas y armoniosas que tuvieron la virtud de compenetrarme en un mundo desconocido y mutante, donde el origen de la vida en particular no entraba en conflicto cuando ésta terminaba, dándole paso a otros, en una suerte de progresión cíclica y sempiterna.

Bien sabido es -al menos lo es para mí- que cuando se conoce profundamente un género disímbolo al nuestro, se termina por entender menos al suyo propio. Algo así me sucedió, pues en la medida en que avanzaba en mis investigaciones, caí en una especie de catarsis que me llevó, como he dicho antes, a una ensoñación melancólica pasajera, en principio, y después se convirtió en algo que me sucedía a menudo. Al principio me asusté y quise dejar todo atrás, en aras de una vida mental pulcra; pero luego sucumbí al tibio encanto de lo desconocido, a las sensaciones indescifrables que traen consigo las ensoñaciones que a la postre me arrastraron, en algunas ocasiones, a estados alucinógenos que no revestían peligro alguno, como no ofrece ningún peligro todo aquello que se encuentra en su estado más puro.

En uno de esos periodos de ensoñación es cuando supe de ella. Una tarde la descubrí en el jardín botánico y me pareció hermosa, frágil, pero no con la fragilidad que usual y pecaminosamente solemos etiquetar a las mujeres, sino que había algo en su epidermis que la hacía diferente, además de un brillo muy especial en su mirada, como si dentro de ella habitara toda la paz que nos es posible imaginar.

No me sorprendió mucho saber que ella sabía de mí, pues teníamos gustos y aficiones en común. Lo realmente sorprendente fue su sabiduría, su sencillez, su modo de entender y asumir su capacidad analítica a todas luces brillante e inexpugnable, que dejaba entrever a través de una voz mágica que arrullaba a las plantas. El amor -me dijo un día- es el primer escalón, cuando no el único, hacia la verdadera y auténtica felicidad. Y la belleza en algunas ocasiones es la primera máscara del horror.

Pronto nos enfundamos en unas extensas charlas, mitad convencionales y mitad científicas, donde pudimos dar rienda suelta a nuestros conocimientos. Y en la medida en que nos fuimos conociendo, brotó una amistad que se nutrió de sensaciones, imágenes y de algunas cosas más de uso poco común, y pronto mi condición de humano se puso de manifiesto enamorándome sin remedio de ella.

Pero el amor, tal y como lo planteamos nosotros, resultaba para ella una inmensa cadena de egoísmos, lugares comunes y de improbable realización, cuyos efectos se podían fácilmente confundir con las peores condiciones humanas. Intenté convencerla de que el amor lubricaba al Planeta; que en su nombre se habían realizado las mejores obras, y que era un solvente universal imprescindible.

Ella, con sencillez, refutó todos mis axiomas referentes al amor e incluso se permitió demostrarme que nosotros hacíamos una apología del amor en la más ínfima de sus condiciones: la esclavitud. Los humanos, en lo referente al amor, son proclives a esclavizar o ser esclavizados. Y muchas cosas mejorarían si entendiéramos que amar, en todo caso, no implica necesariamente poseer.

Hasta donde me fue posible, trabé con ella una suerte de relación amorosa sin perder de vista que esa mujer mantenía una barrera apenas perceptible entre los dos, la cual aderezaba tan dulcemente que no había razón para pensar que ese romance tomaría los derroteros de los amores inciertos o imprevisibles. Y en lo más profundo de los sueños del amor, apenas flotando por encima del más común de los humanos, ella desapareció sin remedio una tarde de septiembre detrás de una cortina de agua que la lluvia tejió con estrépito.

Y hoy, hasta donde mis investigaciones llegaron, supe que había mutado de mujer a mariposa, y que dentro de su migración desde las montañas canadienses, llevada contra su voluntad por una tormenta marítima, se encontró de frente con la muerte en las costas inglesas.

Yo la espero pacientemente todos los años. He aprendido el dulce lenguaje de las mariposas y me queda claro que nunca habrá de volver. Pero eso que suele llamarse amor, y que cubre todo aquello que nos hostiga y maldice, me obliga con serenidad a aguardarla en todas las estaciones del año, a esperar que algún pequeño designio de la naturaleza la traiga de regreso e iniciar la mutación que me lleve inexorablemente a su lado, renunciando a todo beneficio que no sea el volar dentro de su entorno.

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GLITZA

Por Antonio Mora Vélez

amoravelez@yahoo.com

Glitza estaba sentada en su reclinomática, esperando las noticias del cosmódromo de Libia en el Sahara. Miraba ansiosa a cada instante el videófono, deseosa de contemplar las manos en alto de Vernon, su compañero, despidiéndose para siempre. Más que un torbellino, su cerebro era un tornado de emociones y de ideas; por sus mejillas resbalaban lágrimas de angustia que se coloreaban con la luz multicolor alternada de la lámpara de noche de su sillón electromecánico.

Transcurrieron pocos minutos, quince tal vez, antes de que la pantalla se iluminara. Quince minutos durante los cuales Glitza repasó la historia de sus relaciones con Vernon, desde cuando lo conoció en la sala de centrifugación de la Academia Astronáutica, hasta el día en que él le pidió, delante de sus compañeros astronautas, con ocasión de la fiesta de grado justamente, que lo acompañara por el resto de su vida. Recordó las sonrisas de los demás graduandos al escuchar la fórmula empleada por Vernon. "Quiero que seas mi compañera y que me acompañes siempre". Y se sonrieron porque ella no era astronauta, era doctora en genética. Dos profesiones de ámbitos diferentes y cuyo ejercicio no les iba a permitir mayor tiempo juntos. La regla general era que los matrimonios se concertaban entre parejas con profesiones iguales o complementarias, para que pudieran trabajar el uno al lado o cerca del otro. Pero Glitza pensaba de otra manera y así lo hizo saber a todos esa mañana de la petición de Vernon. "Para seres que se aman y que simultáneamente entregan su ciencia y su energía en ramas diferentes de la actividad humana, el disfrute del amor durante las etapas vacacionales es mucho más intenso" --dijo. "Es mejor entregar totalmente cuerpo y alma en el rito maravilloso del amor que perturbar el éxtasis con una palabra, un gesto o un pensamiento que denuncien nuestra vinculación mental con otra sitio" -- sostuvo finalmente. Y todos comprendieron. Las relaciones entre los hombres habían llegado a un grado tal de hermandad y de solidaridad, que todos se esforzaban por superar a los demás en la infinita tarea de hacer la vida más hermosa. Cada ser humano daba todo lo que tenía de sí en su trabajo, entregaba la totalidad de su capacidad y de su tiempo laboral, consciente de que su aporte, además de necesario, lo ennoblecía, lo hacía cada vez más Hombre. Fue por eso por lo que Glitza defendió entonces la tesis de que, lejos de constituir un obstáculo, la diferencia de profesiones era más bien un incentivo para el trabajo de ambos. Además, desaparecido el egoísmo en las relaciones sociales, todo el orbe había convertido en norma el viejo lema de los mosqueteros: "Todos para uno y uno para todos". Un verdadero tributo de energía para esa sociedad que facilitaba una vida individual pletórica de satisfacciones materiales y espirituales.

Glitza se ilusionaba con los períodos vacacionales del año, cuatro en total, en compañía de Vernon, gozando de la brisa cálida del mar Nuevo, durmiendo en las casas flotantes de Broqueles, dibujando los perfiles del crepúsculo amazónico y conquistando la medalla del explorador meritorio con las siete aventuras del Monte Blanco. Jamás pensó que la primera misión de Vernon llevara consigo el peligro real de no poder realizar todos esos sueños. Por eso lloraba y deseaba verlo desde el videófono de su casa veraniega. No se sentía con fuerzas para despedirlo en el cosmódromo.

Los quince minutos necesarios para que el filme de toda su vida con Vernon se proyectara en su conciencia, pasaron más rápido que nunca. Al final de los mismos, la luz violeta del videófono anunció el inicio de la emisión: "Habla Libia --decía el locutor, mientras las cámaras tomaban el paisaje amarillo de maíz que servía de marco a la imponente nave "Astral" --En estos momentos el cosmonauta Vernon Koste se despide de sus hermanos de La Tierra"--. Vernon hizo un ademán de optimismo y de triunfo con ambas manos, y Glitza creyó ver, no obstante, un par de lágrimas que empañaban el cristal de la escafandra y que reflejaban el dolor de la despedida de un hombre seleccionado para el viaje no precisamente por emotivo. Pero Vernon no la podía ver y parecía resignado a no verla cuando la voz de Glitza le hizo retroceder el movimiento de entrada a la cosmonave. Por el vídeo ella había pedido la comunicación. Ahora podía contemplarla, inmensa, en la pantalla del edificio central y podía escuchar su voz temblorosa decirle: "Vernon querido, te deseo suerte, te esperaré siempre".

--Regresaré Glitza, regresaré para casarme contigo" --le contestó. Segundos después de que Glitza le dijera: "Vernon mío: te casarás conmigo", la comunicación se interrumpía para dar paso a la cuenta regresiva en su fase final.

II

El pulsador neutrínico hacía avanzar la nave "Astral" a velocidades próximas a la de la luz. El capó de cristal platinado estaba completamente dibujado por un enjambre de estrellitas de indefinidas tonalidades cromáticas que superponían al paisaje azabache del infinito una imagen de colorido y belleza. Tal enjambre era producido por la fricción de las partículas de gas y polvo en las condiciones de una nave ya próxima al rojo blanco de la conversión energética. Vernon impartía órdenes desde su cabina de mando. Comprobaba el desgaste de los pulmotores láser. Preparaba la tercera pulsación que arrojaría definitivamente la nave fuera de la gravitación solar. La ruta apenas si se había modificado en dos microgrados discretos y no había necesidad de una nueva corrección direccional. Si todo marchaba como hasta ese día, la tripulación debía estar en la órbita del planeta verde de Alfa del Centauro, cinco años convencionales después.

--El hombre en su afán de dominar a la Naturaleza --decía Vernon a los demás tripulantes-- no escatima esfuerzos. La vida, se ha dicho y comprobado, no es un fenómeno exclusivo de nuestro sistema solar. En el planeta verde de Alfa del Centauro los radioastrónomos han encontrado pruebas de una vegetación exuberante que puede darnos la clave para la cosmoproducción agrícola en gran escala.

Vernon siguió hablando, explicando los objetivos de la expedición en la primera reunión de estudio.

Diez meses terrestres de viaje después (muchos años en La Tierra que los vio partir) nuevas concepciones, inventos y descubrimientos anunciaban el advenimiento de una nueva era entre los hombres. De Glitza quedaba apenas el recuerdo filmado de su figura, de sus ademanes, de su sonrisa amplia y contagiosa. Todos los ratos de descanso, Vernon los dedicaba a la contemplación de su amada y al recuerdo del hijo por nacer. "¿Qué será de él? Un astronauta, sin duda", se decía casi siempre. Y soñaba entonces con la fantasía de las dos presencias. "Yo estoy aquí, pero también en La Tierra --sostenía-- Allá tengo otro cuerpo, pero son mis genes y mi espíritu los que activan ese otro pedazo de mi ser". Qué lejos estaba de imaginar que Glitza había logrado la más extraordinaria conquista de la genética con el control y dirección de los genes para fines estéticos. Ahora las características accidentales del físico humano obedecían a la regulación de la inteligencia y no a la casualidad de las combinaciones nucleicas. Y qué lejos estaba de pensar que su hija había escogido la profesión de Glitza, que pensaba como ella, sonreía como ella y le amaba tanto como ella, a pesar de solo conocerlo por filmes. Glitza, la Glitza que amó desde que la sorprendió con un cachorro de oso en la sala de centrifugación del cosmódromo, era ya una mujer dos veces mayor que él, con una idea fija en su mente: el regreso de la nave y de su amado. Y un propósito: el cumplimiento de la promesa que le hiciera minutos antes del despegue.

Los años convencionales se sucedían en la "Astral" casi simultáneamente con las etapas generacionales en La Tierra. Vernon vivía interiormente con la imagen de Glitza, aunque sabía que no volvería a verla ni a estrecharla entre sus brazos. Se había resignado a vivir con su recuerdo y lo hizo hasta que el planeta verde apareció en la distancia, cuatro y medio años convencionales después, extraordinariamente denso de vegetación, convertido en verde esperanza de la humanidad.

La operación de aterrizaje y la posterior instalación del laboratorio fue cosa de horas terrestres gracias a la precisión que la moderna técnica facilitaba. Poco después el joven biólogo de la expedición recogía las primeras muestras de las muchas especies nutritivas que se encontraban en el planeta. Este parecía una inmensa granja de cultivo construida por la Naturaleza para disfrute de los hombres que consiguieran descubrir su glauca existencia. En él no se encontraron vestigios de vida animal, lo cual fue explicado por el joven biólogo afirmando que la concentración clorofílica del océano primitivo era tan grande que hizo imposible la aparición de seres vivos desprovistos de ella que necesitaran consumir substancias del medio exterior, en lugar de producirlas sintéticamente con la ayuda solar. Tal vez por esa circunstancia la nave "Astral" pudo cumplir con relativa facilidad su misión y Vernon realizar el sueño de regresar con vida a La Tierra y poder saber, con eso se conformaba, qué fue de Glitza y de su descendencia.

III

La inercia parabólica acortaba la distancia cada vez más. El tiempo de regreso debería ser menor en año y medio según los cálculos. En Vernon sólo la inmensa felicidad de llevar a La Tierra el mecanismo de los futuros planetoides agrícolas, y la esperanza de encontrar a Glitza, mantenía dormida la angustia de saberse separado de la mujer amada. Porque, no obstante el conocimiento científico, en los más profundo de sus sentimientos había siempre una esperanza. La esperanza de que Einstein se hubiera equivocado. La esperanza de un movimiento espacial complejo que compensara la relativa lentitud del movimiento terráqueo en torno a su estrella. La terrestre esperanza de que hablara Neruda, "elaborada como si fuera un duro pan" para acompañar al hombre en todas partes. Y estaba Vernon tan enamorado de su esperanza que perdía por completo la noción del tiempo frente a los filmes desgastados que le complementaban espiritualmente el viaje de regreso. Con la misma intensidad de pensamiento con que deseó el éxito de la empresa, ahora deseaba convertir en realidad el sueño de volver al lado de Glitza. Más que la inercia parabólica, ahora era la fuerza de sus sentimientos la que devoraba las distancias y acercaba la "Astral" a La Tierra que lo vio partir ciento cincuenta años atrás.

Las estaciones ecuatoriales de rastreo habían detectado las primeras señales hertzianas de la legendaria nave. En La Tierra todo era expectativa y emoción, en especial en el corazón de una linda joven de veinte años, estudiante de último año de la Academia de Astronáutica, que aguardaba ansiosa la aparición de la "Astral" en los cielos de América.

A los pocos días de ser detectada, la nave, de líneas aerodinámicas anacrónicas pero admirada por todos, tomó pista en el cosmódromo de Arizona. Millares de personas observaron entonces la aparición de los cosmonautas de ayer, una vez abierta la escotilla. Y escucharon también el diálogo del comandante con la joven cadete que se acercaba a recibirlo.

--¡Glitza! --exclamó al verla sonriente, con la misma sonrisa de siempre y el mismo movimiento de cabeza. Llevaba un ramo de flores caliotas de Marte y un brazalete de oro venusino que le hizo recordar a Vernon la tarde en que la conoció en el parque "Konstantin Thiolkovski" de la ciudad cosmódromo de Libia.

--No soy la Glitza que usted supone. Soy descendiente en la octava generación de ella --le contestó la joven, al tiempo que le entregaba las flores y le estampaba un beso en la mejilla.

--¡Pero si eres igual a Glitza! --insistió Vernon y la tomó por los hombros.

--Gracias a la genética dirigida --le repuso la joven cadete.

--Pero --¿cómo?

--Todo es obra del al amor, del más grande y universal de los sentimientos del Hombre. Por él pudo la Glitza que usted amó revolucionar la ciencia de los genes con el propósito de cumplirle una promesa. ¿La recuerda usted?

--Sí, por supuesto que la recuerdo. Me dijo entonces: "Vernon mío, te casarás conmigo"

Vernon se quedó un rato pensativo, miró aparentemente hacia el paisaje del cosmódromo pero en el fondo hacia bien adentro en sus recuerdos, revolviendo las imágenes del pasado. Después le preguntó a la joven: "Entonces tú ¿cómo te llamas?".

--Me llamo Glitza, como mi madre y mi abuela, como Glitza quiso que nos llamáramos todas.

Los ojos de Vernon se empañaron, igual que en la tarde de la despedida en Libia, y por sobre la gritería de los asistentes dijo dulcemente a la joven Glitza:

--Sabes, no habrá una segunda despedida, la próxima vez viajaremos juntos.

Ella simplemente sonrió y le tomó la mano. Habían bajado las escalinatas de la astronave y ya se dirigían por el pasillo rumbo a la sección central del edificio de la Dirección Cosmonáutica. En esos instantes las paredes sonoras dejaban escuchar la voz del cantante más popular de la ciudad cosmódromo, quien decía:

"Podrá acabarse el calor del sol

y La Tierra convertirse en hielo

pero el amor y el calor humanos

tendrán siempre un mañana..."

Montería, 1.97l

 

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