Desde Costa Rica, Rodrigo
Quesada Monge 1
En el centenario
del nacimiento del gran escritor inglés George Orwell (1903-1950)
uno quisiera quedarse solamente con los aspectos estéticos
de sus novelas, y evitar reflexionar sobre los perímetros
ideológicos y culturales que ellas mismas también
provocan. Pero no se puede. Porque recordar a Orwell implica tomar
una posición muy concreta, y estéticamente productiva,
sobre los ecos del totalitarismo para la humanidad del presente.
La productividad de nuestra posición puede expresarse de
varias maneras. Una de ellas sería acercarse a Orwell y pedirle
que nos aclare lo que significó el totalitarismo en su época.
De esta forma nos podríamos contentar con hacer historia,
y pensar, para nuestro alivio, que el totalitarismo es una reliquia
que le pertenece al pasado. Orwell, entonces, se nos aparece como
una especie de demiurgo que nos conjura males y tragedias de un
pasado con el cual no queremos ninguna relación.
Pero está, por otro lado, a contrapelo de lo que puedan pensar
y sentir aquellos que todavía creen en las barbaries y los
excesos del totalitarismo, la posición de quienes, bien incrustados
en el presente del siglo XXI, no quieren olvidar las distorsiones
que sobre el futuro nos heredó el totalitarismo del siglo
anterior.
Si lo revisamos con cuidado de tejedor y argumentos de buen compositor,
el siglo XX no fue solamente un siglo para recordar, sino para estar
viviendo, cada vez que hombres como Orwell nos recuerdan que la
historia es una materia que tiene más que ver con la existencia
que con la nada. Así, el totalitarismo se convierte en una
forma de vida, donde el dictador asume que sus preceptos son de
la naturaleza, y el vasallo parte de la conclusión errónea
de que la esclavitud es una condición natural, con el agravante
también de que ciertos seres humanos gozan y buscan prolongar
tal condición.
Orwell nos enseñó, más que nada, sobre los
peligros y consecuencias del ejemplo del esclavo que disfruta su
esclavitud. Para el gran dictador, su visión del mundo y
de la existencia está por encima de la vida y la naturaleza
mismas. Tiene un serio complejo de eternidad. Para el esclavo, el
grado de inmediatez de su condición viene definido por los
estertores de una cotidianidad que no tiene engarce alguno con la
alegría de vivir. En la mitología orwelliana, el esclavo
es un individuo profundamente triste, está atrapado en los
detalles más pequeños de su pequeña vidita.
Ese nuevo tipo de esclavo, el funcionario obediente, el poeta zalamero,
la mujer sumisa, el ideólogo vociferante, son más
estridentes de lo que nadie podría imaginar, en lo que compete
a unos silencios existenciales tan ruidosos como lisonjeros para
los oídos del dictador. La vocación de adulador es
un descubrimiento del siglo XX, y sobre todo de intelectuales y
artistas como George Orwell. 1984 es una gran alegoría de
la adulación.
Los intersticios de palacio están repletos de aduladores.
Aquellos que hoy te sobajean el ego y mañana te acribillan
a tiros a tus padres, hermanos y mascotas. Sobre la vocación
del sobajeo tenemos grandes talentos en América Latina. Pareciera
ser una enfermedad incurable de algunos círculos en nuestros
países. Están los manoseadores de profesión,
aquellos que con gran talento y dedicación se dedican a murmurarle
al oído al dictador interesado e interesante, lo que éste
se llevará a la cama para dormir con su conciencia tranquila.
También está el manoseador de chismes de segunda y
tercera estirpe, quien, con gran pericia y disciplina fragua intrigas,
provoca persecuciones y acierta sentencias en los eslabones de una
cadena templada con el martillo de la indiferencia. Porque no hay
nada más terrible y traumático para el adulador que
la inconsecuencia del adulado. Éste debería ser atento,
menesteroso y bien dispuesto cuando se trata de un ditirambo inédito.
Para el gran dictador, como diría Orwell, nunca habrá
suficientes halagos en el horizonte.
Hoy, el mayor de tales halagos, es hacernos creer que los recursos
ditirámbicos al servicio del dictador son perfectamente legales,
justos y morales. El sueño de todo gran dictador fue siempre
controlarle hasta el sistema linfático a sus servidores,
que no son, necesariamente, sus discípulos. Husmear en la
vida privada de las personas, evaluar hasta el bouquet de las flatulencias
de los seres humanos, individualmente o en grupo, es el colmo de
un despliegue inmisericorde de totalitarismo e intolerancia. Porque
ya no toleramos que la gente tenga vida privada, por más
pequeñita e insignificante que pueda ser.
Es ese, precisamente, uno de los logros más extravagantes
alcanzados por el totalitarismo de la globalización. Sus
ideólogos quisieran que la gente se desprendiera de su piel
y la intercambiara, segundo a segundo, por un atractivo carrito
repleto de mercancías en cualquier supermercado. Ahora no
se trata de la mejor de las vidas posibles, ahora se trata del mejor
de los supermercados posibles. De más está indicar,
como es ya muy evidente, que el totalitarismo de la globalización
logró incrustarse en nuestra conciencia tan profundamente,
que la reversión de tal proceso solo será imaginable
si estamos dispuestos a apostar la existencia misma.
Las alegorías orwellianas tienen esa particularidad: nos
quieren probar lo evidente. Y en eso estriba su riqueza, en que
la mayor parte de la gente no logra ver lo evidente. Esa ceguera
que también evocaron, a su manera y estilo, Sábato
y Saramago, con Orwell llegó a niveles irrenunciables, en
el momento que la humanidad se superaba a sí misma por su
capacidad para autoaniquilarse.
Pero la tragedia tiene todavía abismos insondables, que algunos
vislumbramos con escalofríos y tenebroso pesimismo. Ya se
rompió la frontera entre lo válido y lo inválido,
lo bello y lo feo, lo justo y lo injusto, lo moral y lo inmoral.
Si nuestro cerebro de fuertes resabios binarios está en lo
correcto, el mundo del mañana se debatirá entre lo
globalizado y lo no-globalizado, dándole a Orwell, de esta
manera, toda la razón en lo que competía a la construcción
de un universo en el cual no hubiera ni un solo centímetro
cuadrado donde no llegara la visión del gran dictador.
Esa visión dictatorial terminó por difuminar la frontera
cierta entre una existencia productiva para la humanidad, y una
existencia productiva contra la misma humanidad. Hoy se es más
humano en el tanto y cuanto se sea más productivo. Es ese
el barómetro con el que mide la globalización sus
niveles de penetración en la existencia cotidiana de las
personas. La alegoría orwelliana finalmente se cumplió:
el gran dictador alcanzó a controlar a la especie, la de
los productivos, aquellos que estarán siempre a su servicio,
porque éste es más retributivo en la medida en que
la vida individual de cada ser humano se realice y resalte a lo
largo y ancho de los ruidosos pasillos de los "malles"
y los grandes supermercados.
"CONSUMO, LUEGO EXISTO".