Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 5
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 47
Enero / Febrero 2003

 

EL PLAGIO
UN ACTO DE INFIDELIDAD

Desde Panamá, Rolando Gabrielli

El plagio es una costumbre más arraigada de lo que parece y para algunos, un hábito con el cual conviven sin el menor rubor. Es hijo carnal de la mediocridad, de la ausencia olímpica de principios, de toda ética y un acto de infidelidad con el lector.

Nace torcido como la dignidad de quien lo comete o patrocina, donde la ley de defensa del derecho de autor no se aplica, se ignora y permite la complicidad del depredador.

Plagiar, dice el Diccionario de la Real Academia, es copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias; pero, a veces, el plagio es más sutil, algo ladino y se realiza variando palabras, cambiando algunas cosas, imitando y apropiándose del espíritu del texto, obra, noticia o de cualquier escrito.

El plagio tiene tantas variaciones como necesidades tiene el plagiador y se viste de harapo o con finas ropas, porque su hábito no es el que hace al monje, sino el de mimetizarse y ser actor en el burdo escenario de la palabra espuria.

Hay delitos que no tienen patria, como la tortura y el propio plagio, aunque, a veces, se cometen en nombre de ella o de la verdad, tan manoseada como los continuos llamados a la transparencia.

El delito cae por el propio peso de su falsedad, es negro como el dedo ejecutor de un tirano y se expande cual mancha de tinta sobre la negra uña de quien trabaja en el linotipia del olvido.

Es una tentación como la que tuvieron nuestros padres en el paraíso perdido, morder, morder, lo que no es nuestro, picotear como el talingo la palabra que ya dejó huella. Y, entonces, la pregunta: ¿para qué despojarla de su real esplendor y revestirla de bronce?

No es vicio menor el plagio, ni tentación baladí, menos aislado de lo que pareciera, más universal de lo que creemos y tan antiguo como la prostitución, pero menos noble, no por lo placentero, sino por la mirada oscura y procaz de quien profana el sagrado y sudoroso trabajo intelectual.

El plagio es un oficio subterráneo, como jugar en las alcantarillas, veranear en las cloacas del lenguaje; es morboso por la propia naturaleza de quien lo ejecuta en la soledad de la impunidad de su mediocre acto.

Absurda rutina la del plagiador, obnubilado por la luz y la sombra que le ciegan -del autor antecesor y original del texto o de la obra-, entra entonces, como el rematador de artefactos descompuestos y vendedor de ropa de segunda, a saquear la palabra, la idea, la creatividad y el trabajo ajeno que no le pertenece.

Procede, el plagiador, a vender un subproducto, mercancía de comerciantes viajeros que no reparan en el engaño, a girar un cheque sin fondo, porque el plagiador es como un vendedor de seguro que goza con la letra pequeña del contrato que nadie lee y como marinero en tierra, naufraga tarde o temprano en la esclusa de una falsa ilusión, víctima del oleaje que crea y cuya fuerza desconoce.

En largos, viajados, profundos 30 años de oficio, de norte a sur, he comprobado con mis manos el mofletudo, incoloro y nauseabundo cuerpo del delito, cuyas estelas deja el infractor y que pareciera ignorar. Durante casi 20 años manejé información altamente especializada, exclusiva, analítica, de fuentes de reconocida solvencia y propias, que me permitieron elaborar y publicar alrededor de 5 mil artículos en Panamá, América Latina y Europa, en prensa escrita, radios, televisoras, revistas especializadas, internet, boletines y a través de una pléyade de corresponsales diseminados por varios continentes, información que fue fuente para tesis de doctorado en Estados Unidos y Canadá u objeto de conferencias en universidades de Centroamérica y Panamá. Información que fue fuente de gobiernos, trabajadores, consultores, asociaciones de productores, entidades internacionales, transnacionales, especialistas, expertos que trabajaban con la materia prima bananera en el mundo, cuyo cultivo extendido por el trópico de los continentes asiático, africano y americano tiene una honda repercusión social y económica en millones de personas que dependen de él. Información que fue fuente para la FAO, CEPAL, SELA, SIECA, Contralorías de la República y Bancos Centrales, cuyo valor agregado e intrínseco y coste no escapan ni al más distraído observador, ya que contribuyó a negociaciones de los Estados con las transnacionales en la América tropical y de los productores con esas corporaciones supranacionales.

Información que pareciera ser abrevadero para caballos, más que fuente de consulta para citar, como lo hemos hecho durante casi tres décadas, desde la perspectiva del periodismo investigativo, analítico, informado y responsable.

No por nada, los ingleses tienen un chiste clásico relacionado con la definición de un camello. Es, dicen, un caballo elaborado por un comité.

El periodismo no es un caballo desbocado en una redacción, ni siquiera una liebre en el negro sombrero de un director, ni la perdiz en el sartén en un bosque francés, de ninguna manera la musa desnuda en la infancia de un reportero precoz, y desde luego tampoco el avestruz que esconde la cabeza para dejar que los acontecimientos viajen por la carretera del olvido e indiferencia. Ni lo uno, ni lo otro; un director debe estar atento junto con su equipo editorial y jefatura de redacción, primero a cuanto y cómo ocurre en el mundo de la información; luego, sentarse como un alquimista pero con un fino cedazo a ver pasar la información, separar la paja de la cizaña y trabajar con la materia primera real con toda la transparencia del joyero que no confunde los diamantes con las piedras falsas de la competencia.

El director debe ser el primero en no confundir las reglas del juego, el último en abandonar la nave de Gutemberg o La Aldea Global de Mc Luhan, para que la tipografía errática no se apodere del gran patrimonio de todo impreso: la credibilidad. Cada error u horror, que a veces plagan su producto, es una mirada de vergüenza que el lector le pagará con la circulación, de la cual seguramente se hace tanta gala en las reuniones con los accionistas y propietarios. Pareciera estarle viendo en sus explicaciones, como frente a su propio espejo, tartamudeando con la imagen que no le responde, porque el periodismo es una profesión -u oficio- responsable, que requiere conocimiento, dedicación, creatividad, ética y una mirada transparente hacia todo lo que a uno le rodea.

Conozco a mis depredadores, los que he visto con mis propios ojos y perdonen el pleonasmo. Van desde los pequeños rateros del dato exacto, revelador y fuente de todo respaldo informativo, al saqueador de párrafos íntegros -con machete más que con bisturí-, al bebedor inagotable de fuentes ya usadas o simplemente el que edita el texto e ignora el nombre del autor. Hay quienes guardan el artículo en la gaveta del semiolvido, para acudir a la fuente y entrevistarla con el respaldo del trabajo ajeno, y colorín colorado aquí no ha pasado nada. He visto editoriales con la materia prima de artículos archivados durante más de un mes y que después son editados como subproductos de la benevolencia del jefe de Redacción de turno que se compadece del autor saqueado.

Fórmulas, de vicio, innovaciones, el plagiador no escatima técnicas para encaramarse en su propia montaña rusa, ilusión y sensación de trepar alto, pero es simplemente polvo, gacetilla fugaz, la noción más perfecta del olvido y de la mirada bizca de la realidad. A veces, triunfa la política de la página arrasada, de la piratería ancestral y la muerte súbita del copyright. No lo permita, amigo lector; exprese su opinión.


Si desea escribir a Rolando Gabrielli puede hacerlo a: panaglobal@hotmail.com
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