Hace
un tiempo estuve en Valdivia. Me habían dicho que era una hermosa
ciudad y que la vista del río Calle Calle sencillamente subyugaba.
Llegué a Valdivia, completamente reconstruida, después de un
horrible viaje en bus que duró casi doce horas. Delante de mí,
iba un tipo con el asiento completamente echado hacia mí, y
detrás mío, una joven pareja (en plena luna de miel) no cesaba
de hacer melosos comentarios sobre el amor, el futuro y el nombre
de sus niños.
Prácticamente no dormí, y eso que antes de subir al
bus tomé la precaución de emborracharme para, precisamente,
dormir plácidamente. Decidí, por fin, moverme cuando recién
amanecía. Me levanté y fui a defecar al baño. Para mi sorpresa,
el baño estaba limpio. Abrí la ventanilla y me fui defecando
y observando aquel maravilloso paisaje.
Siempre me había desagradado sentir el amanecer sobre
mi cabeza; pero sólo en ese momento comprendí que los amaneceres
son distintos. Contemplar el amanecer en Santiago me daba la
sensación de ser una especie de vampiro, pero contemplar el
amanecer en este big sur era espléndido. Afuera no había
luminarias encendidas negligentemente, así es que nada me remitía
a ese amargo recuerdo, rara mezcla entre amigos y alcohol de
la noche anterior. Las grandes extensiones de pasto y el ganado
paciendo sobre él no me traían a la memoria la noche en el bus.
Al contrario, descontextualizaban mi presencia en ese bus o
las razones de aquel estúpido viaje.
Creo haber estado cerca de una hora defecando.
Al salir del baño, el auxiliar comenzó a abrir las cortinas.
El alba despuntó y aproveché para dar un vistazo a todo el bus.
La mayoría de la gente dormía, aunque la joven pareja de atrás
ahora tomaba fotografías al paisaje. La mujer exclama cada cinco
minutos: "¡Precioso, mi amor! ¡Qué fantástico,... ¿no te parece,
lindo?!"
En ese minuto, me encomendé al dios que no creo para
que unos audífonos aparecieran en mis oídos o para que me durmiera
de una buena vez. Como nada de eso ocurrió, seguí observándolo
todo. Tomé mi pasaje y lo leí detalladamente. Decía: "Derecho
a desayuno." Alcé la vista y divisé un cartel que advertía que
el desayuno se serviría una hora antes de llegar al destino...
y, bueno, ya estábamos en Temuco. Imaginé que algo de comida
mejoraría mi ánimo. Pasaron los minutos...
Llegamos a Valdivia. El desayuno nunca se sirvió. Intenté
un reclamo, pero decidí guardármelo para una mejor ocasión.
Me bajé del bus medio mareado y vi el frontis del Hotel
Pedro de Valdivia frente a mí. Pedí mi bolso al auxiliar y me
encaminé con decisión al hotel. Como tenía sueño, apuré el paso
y fue así como logré ser el primero en preguntar por mi habitación.
-Gonzalo León.
Eran cerca de las nueve de la mañana y la persona, algo
ojerosa, en vez de revisar en el computador, lo hacía en un
listado impreso con nombres y habitaciones. La persona tenía
otro detalle: sobre su pezón derecho se podía apreciar un gafete
con su nombre. Paola algo y... IX Festival de Cine de Valdivia.
Era parte de la organización y yo parte de los invitados. No
soy cineasta, aunque sí hago guiones; esta vez iba en representación
de El Show de Condorito, sólo porque todos los peces
gordos de la producción (Justiniano, Larraín, De la Vega) se
encontraban fuera de Chile.
-Me podría esperar un momento, por favor -contestó la
encargada de alojamientos y comidas, y luego, se puso a atender
a toda la gente que había viajado conmigo en el bus, pareja
en luna de miel incluida.
Esperé eternamente, tanto que al final me quedé solo,
echado en el sillón del hall. Lo malo era que tampoco podía
dormir, así es que mi mal humor iba en aumento, o mejor dicho,
se encontraba peligrosamente fuera de control.
De pronto, algo cambió mi humor. En el hall, apareció
Erika Olivera -la atleta- con un enorme trofeo. Su marido y
peculiar entrenador la acompañaba. Digo peculiar, porque
estaba vestido con las marcas de todos los auspiciadores de
su esposa. El bolso era Tapsin, el gorro de Telefónica...
-Me voy -dijo la atleta escuetamente, y enseguida, entregó
las llaves de la habitación 408.
-Lo siento -le respondió la encargada de alojamientos
y comidas del IX Festival de Cine de Valdivia-, pero yo nada
tengo que ver con el hotel. Para eso, debe hablar con el recepcionista.
Y como el recepcionista no estaba en su puesto, Erika
Olivera, impacientemente, comenzó a pasearse al lado mío. En
definitiva, a invadir mi mal humor. Y luego, de la calle, apareció
otra figura, más rara todavía. Patricia López -de regreso del
carrete- se acercó a la recepción para pedir su llave. Al ver
a la atleta, le gritó:
-¿Y cómo nos fue, amiga?
Y Erika Olivera respondió muy en su estilo, enseñando
su trofeo:
-¿Y tú, qué creís?
Eso fue todo. Apareció el recepcionista. Afortunadamente,
apareció mi habitación que no estaba en el hotel, sino en un
hostal estilo Cacoon, con puros vejetes nadando en una
piscina temperada, aunque con vista privilegiada al Calle Calle.
Estuve 36 horas en Valdivia y jamás tuve tiempo para
apreciar la belleza de la ciudad. No me gustan los festivales
de cine y menos los que se realizan en alguna ciudad que comience
con uve. Además, tampoco hizo frío y la gente no fue
para nada cálida. El único recuerdo que tengo de Valdivia, en
realidad, es éste y, estoy de acuerdo con muchos, es poco.