Desde Montería, Córdoba,
José Manuel Palacios
"¡Oh
lancinante algarabía de los humildes menesteres! Y de los
bajos oficios.
¡Oh
inacabable necesidad de las manos que ofrecen su trabajo!
¡Oh codicia fatal de las manos que reciben el trabajo!"
El sueño de las escalinatas.
Jorge Zalamea.
Una
lanza de luz atravesaba la ventana y le daba directo en la
cara. Pascual era un hombre viejo, de rostro ajado y moreno,
pero bonachón. Era largo y por todas partes las arrugas le
forraban los huesos. Cuando reía mostraba los dientes largos
y le subía la alegría a los ojos como un gusano. La luz lo
despertó y se sentó sobre la cama. Los pies descalzos sintieron
el tacto de la tierra húmeda por el rocío del amanecer. Sentado
se estrujó la cara y los ojos para despertarse bien. Se paró
despacio, con pasos de viejo, y caminó hasta la mecedora donde
tenía la guayabera blanca.
Mientras
caminaba a la cocina se abotonaba la camisa.
-
Cómo amaneciste -le preguntó una mujer de su edad.
-
Bien. Mejor. Todavía me duele un poco el brazo y los hombros
-respondió juntando los omoplatos.
-
Déjame ver.
La
mujer se acercó y levantó la guayabera para verle los hombros.
Tomasa era su mujer. Era delgada y estaba bien conservada.
Los ojos grandes y las cejas fuertes, los labios delgados,
el corte del mentón y el cuerpo proporcionado, no habían desaparecido
con los años. La piel color tierra de Pascual estaba reseca
y quemada. Sobre los omoplatos tenía sendos raspones. La mujer
los vio y apenas los acarició con la punta de los dedos.
-
Se ve mejor -dijo Tomasa.
-
Me incomodó para dormir -dijo echando los hombros para atrás
y juntando los omoplatos otra vez.
-
¿Quieres café? -preguntó la mujer.
-
Sí. ¿Cuánto queda?
-
Muy poco. Hay que comprar. ¿Puedes comprar hoy?
-
No creo. Mañana. Mañana debo hacer más plata, los miércoles
se venden mejor los bananos.
-
Cuando puedas viejo, éste lo hacemos rendir.
Tomasa
se acercó a la mesa de tabla bruta donde estaba sentado Pascual,
con dos pocillos calientes en la mano.
-
Toma -dijo Tomasa poniéndole un pocillo en frente.
-
¿No hay azúcar?
-
No, se acabó. Pero está rico.
Pascual
sorbió el café que estaba suave pero grueso. El aroma del
tinto era fresco y limpio. Tomasa sorbía también y se demoraba
más que su esposo oliéndolo antes de sorberlo, después se
quedaba con el sabor en la boca.
-
Ahora sí, cuéntame bien qué fue lo que pasó -inquirió Tomasa
mirando a Pascual con el pocillo en la mano.
-
Ya te conté mujer.
-
No entendí bien -insistió la mujer inclinando la cabeza de
medio lado.
-
Me atropelló una moto.
-
No, así no. Qué pasó de verdad.
-
No fue más de lo que te conté.
-
Bueno como sea. Ahora estoy más calmada y puedo entender mejor.
-
No fue más mujer, no fue más. Yo venía por la calle donde
viven los Jara. Cuando iba a doblar en la esquina una moto
se montó en el andén para esquivar los huecos y los charcos
de la calle, y me atropelló.
-
Y no te ayudaron -la mujer se acercó y lo empezó a acariciar.
-
Quiénes, ¿los de la moto?
-
Sí, ¡quién más!
-
Bueno: los vecinos.
-
¡Te ayudaron o no!
-
No, los de la moto se asustaron y se fueron.
-
¿Seguro que no los conocías? -le preguntó Tomasa acariciándole
el cabello áspero.
-
No, mujer. Seguro que no los conocía.
-
¿Tampoco los habías visto?
-
No. Tampoco.
-
Deben ser del barrio. Voy a averiguar -Tomasa puso la palma
de su mano sobre el cachete de Pascual.
-
No creo. No bebían ser del barrio. Nunca los había visto.
-
Voy a averiguar.
-
Déjalo así, no te metas en problemas -Pascual puso la mano
de Tomasa entre las dos manos suyas-. Mas bien piensa en otra
cosa, que yo estoy bien.
-
¿Dónde te golpeó la moto?
-
En este brazo -dijo Pascual mostrando el brazo derecho-. Mira
acá -levantó la manga de la camisa y descubrió un morado-.
Es que puse el brazo por delante del pecho cuando los vi venir
y recibí todo el golpe en él.
-
¿Y no te golpeaste el pecho? -preguntó la vieja acariciando
tiernamente el brazo del viejo.
-
No mucho. Un poco acá debajo del brazo; es que me puse un
poquito de medio lado. Acá, acá en el costado.
-
Déjame ver -dijo tiernamente Tomasa-. Pobre viejito, casi
me lo acaban. Casi me matan a mi viejo -reiteró dándole un
pico tierno en la boca.
La
mujer se paró con los dos pocillos vacíos y los dejó en el
lavaplatos. De una olla que estaba puesta al fuego sirvió
dos platos de arroz blanco y les echó una cucharada de suero
a cada uno. Dejó los platos sobre el mesón antes de traerlos
a la mesa y se lavó las manos. Empezaba a sentirse un día
caliente. El zinc del techo empezaba a crujir por el calor.
Con las manos mojadas cogió los platos de nuevo y los llevó
a la mesa.
-
¿Jaime ha llamado?
-
Sí. Llamó donde los Martínez para que nos avisaran que estaba
muy bien. Que su mujer había conseguido trabajo en una casa
de familia. Y que él estaba trabajando de obrero con la alcaldía
de Barranquilla. Que están haciendo unos huecos para meter
redes telefónicas y él trabaja en los huecos. Que le dan salud
y a la esposa también. Dijo que mi hermana está bien y que
se había mudado de la casa de ella, porque ahora que trabajaba
y quería vivir sólo con su mujer.
-
Está bien. Le ha ido bien -sonrió Pascual. Jaime era su hijo.
-
Sí. Dijo que me iba pagar los pasajes para que lo fuéramos
a visitar.
-
Mejor que guarde esa plata, después le va a hacer falta.
-
Ahh, también dijo que la mujer va a terminar el bachillerado
en Barranquilla, que la familia donde trabaja la va a apoyar
para saque el cartón.
-
Sí, esa es una buena mujer para él. La mejor que iba a encontrar
-decía Pascual sonriendo-. Él también debería estudiar.
-
Sí, debería intentar en un nocturno -Tomasa miró sonriendo
a Pascual-. Come, come. ¿Le echo más suero?
-
No. Así está bien. ¿Cuándo dijo que volvía a llamar?
-
Dijo que no sabía. Que si todo iba bien se demoraba más en
llamar de nuevo.
-
¿Cómo?
-
Viejo bobo, que si no llamaba era porque estaba bien -repitió
riéndose.
-
Deberíamos poner teléfono.
-
No digas bobadas que no hay plata. Jaime dijo que avisaba
cuando iba a llamar para que fuéramos a esperar la llamada
a la casa de la señora Martínez.
El
viejo atravesó el patio sembrado con un mango y entró al baño.
Llevaba la toalla colgada sobre el hombro y unas chancletas
de caucho. La puerta del baño era de zinc enmarcado con madera.
Por una pequeña ventana se veía el sol radiante y se podía
escuchar la algarabía de las tiendas en las paradas de los
planchones, aunque a esa hora aún no había gente en esas tiendas.
El viejo se desvistió lentamente, puso la ropa sobre una tabla
y colgó la toalla de un clavo, pero no se quitó las chanclas.
Contra la pared del fondo del baño había una caneca de aguas
lluvias. Pascual metió la totuma y se la echó sobre la cabeza.
El agua le recorrió el cuerpo como un escalofrío. El agua
lo lastimaba un poco en las heridas de la espalda. El suelo
se fue volviendo barro con las totumadas sucesivas.
Cuando
terminó el baño, Pascual se secó a medias, se envolvió en
la toalla, cogió la ropa de la tabla y abrió la puerta. Pasó
por el patio con las chanclas haciendo ruido como un pájaro
gochó. Dentro de su cuarto sacó otra guayabera y otros calzoncillos,
pero se puso el mismo pantalón. Se calzó unas tres puntadas
viejas que había comprado para Jaime, pero que él nunca quiso
usar. Dudó un momento entre un viejo y roído sombrero vueltiado
y una gorra azul de tela. Se puso la gorra. Por último cogió
un cuchillo pequeño, con el filo envuelto en cartón, y se
lo metió en uno de los bolsillos traseros del pantalón con
un envuelto de bolsas plásticas.
-
Chao, vieja -se despidió Pascual.
-
¡Espera! -exclamó Tomasa-. Te voy a curar.
-
¡Qué! Si no tengo nada.
-
Espera, que los Martínez me prestaron con que curarte.
-
Se va a acabar el banano y después no tengo qué vender.
-
No te puedes ir sin que te cure.
-
Es tarde, se va a acabar el banano.
-
¡Viejo terco! ¡Siéntate y ábrete la camisa! -ordenó la mujer.
Pascual
obedeció y se sentó en un butaco. Se desabotonó la camisa
y la colgó de un taburete. La mujer humedeció un algodón que
delicadamente ponía sobre las heridas. El ardor era soportable
y casi agradable. Después de unas cuantas mojadas y pasadas
del algodón, la mujer se paró y dijo:
-
Ya está. Si ves que podías esperar.
-
Pásame la camisa -dijo el viejo con una sonrisa de agradecimiento-.
No me dolió -concluyó riéndose fuerte.
Tomasa
se rió también y se acercó a abotonarle la guayabera.
El
viejo salió de la casa desesperado por llegar rápido a conseguir
los bananos para la venta. Llevaba sobre los hombros el tronco
de balso para colgarlos. Caminó sobre la calle sin pavimentar
hasta un camino. El camino pasaba entre la hierva y se levantaban
arbustos y matas de yuca alrededor. Más adelante se levantaba
maleza muy crecida a ambos lados hasta un terreno arcilloso
que bajaba a la orilla del río. En un promontorio de tierra
arcillosa esperaba la gente al planchón. Pascual subió en
un planchón pintado de azul y rojo que se llamaba La bala
del Sinú. Cuando se sentó se lastimó la espalda y se acomodó
de medio lado. El planchón se comenzó a deslizar sobre las
aguas con la suavidad de un sueño. El viejo sentía los tres
movimientos, el del planchón, el de las aguas y el de su inercia,
confundidos en uno. Sentía el sol de la mañana calentarle
la espalada y el cuello. Sentía también el arrullo de la imperceptible
caricia entre las canoas del planchón y la corriente. Dos
personas hablaban a su lado pero no se volteó para mirarlos.
Siguió mirando el cause mitológico de ese demonio de aguas
que divide la ciudad en dos. Por detrás de él se acercaba
el conductor del planchón.
-
¿Cómo amaneció, don Pascual? ¿Se le pegaron las sábanas? -le
preguntó.
Pascual
dio la vuelta cuidándose de no lastimar su espalda. El conductor
era un hombre joven, de bigote ralo y sonrisa fácil.
-
Los años. A mí se me están pegando ya los años -le respondió
Pascual.
-
No se preocupe, yo creo que aún consigue banano porque todavía
no han pasado don Andrés ni don Remberto.
-
No, si no me preocupo -replicó Pascual encogiendo los hombros.
-
Ah, bueno, mejor. ¿Cómo está la comadre? -inquirió el hombre
jovial.
-
Vieja, pero bien.
-
De eso se trata don Pascual, de que esté bien -argumentó el
hombre sonriendo.
-
Sí, de eso sí. Pero no de que está vieja.
-
De eso no se salva nadie -concluyó el joven parándose y yendo
al timón a acomodar el planchón para arribar a la otra orilla
del río.
El
giro fue suave y el planchón se detuvo sin dramatismos. Pascual
se despidió del conductor con una sonrisa. Bajó a tierra cuidando
no lastimarse la espalda y pasó entre los árboles hasta el
paseo de cemento. Allí se escuchaban, del lado de la avenida
Veinte de Julio, los carros, y del lado del río, el viento.
Descargó el palo de balso en una banca de cemento, mientras
se sacaba una piedra de la albarca. Acomodó el palo otra vez
en sus hombros y caminó bajo la sombra de los árboles hasta
el lugar donde compraba el banano.
El
viejo caminó hasta el centro de acopio bajo la sombra de los
árboles. Saludó a algunos compañeros que venían de recoger
los bananos y se preocupó de no encontrar suficiente para
vender. El centro de acopio era una bodega desaliñada, con
arrumes de basura y frutas pudriéndose por todas partes y
un caos de camiones entrando y saliendo. El viejo se había
pasado el camino pensando que no iba a encontrar mercancía
para vender y llegó resignado a eso.
Recostado
sobre una pared estaba un cotero sin camisa pasando el sofoco
de bajar una carga. Era un hombre joven y estaba sudado y
sucio.
-
Don Pascual, ¿Cómo está? -preguntó el cotero.
-
Bien. Preocupado, ¿será que todavía queda banano?
-
No se preocupe don Pascual que hoy trajeron mucho banano -le
dijo el cotero alegremente-. Además don Andrés y don Remberto
no han llegado.
-
¿Y está bueno? -preguntó Pascual más tranquilo.
-
Sí, sí. Yo lo vi y lo ayudé a descargar. Dijo el chofer del
camión que lo trajo, que era banano para exportar, pero que
los gringos no lo quisieron.
-
¡Va! Ese que es para exportar es muy bonito, pero no sabe
dulce.
-
De eso sí que no sé. A mí no me gusta el banano.
-
¿Y quién lo está entregando?
-
No sé. Creo que ese viejo Daniel.
-
Ahí viene Andrés -dijo Pascual señalando la calle.
Atravesando
la avenida se acercaba un viejo flaco y moreno. La cara la
tenía ajada pero libre de arrugas. Llevaba sobre la espalda
el palo de balso. Levantó la mano sonriendo y apresuró el
paso.
-
Se acabó el banano -dijo Pascual a Andrés que apenas llegaba.
-
¡Nojoda! ¿No hay nada? -preguntó Andrés levantando el cuello.
-
Nada, nada -respondió Pascual.
-
El poquito que llegó, se lo llevaron bien temprano -complementó
el cotero.
-
¡Nojoda, no puede ser! -dijo Andrés batiendo las manos.
-
Yo voy a vender otras pendejadas en la carreta de un amigo
que está enfermo -dijo Pascual levantando la cabeza como si
buscara a alguien.
-
¡No puede ser! ¡Estoy jodido!
-
Pero hay mucha manzana -dijo el cotero-. Está a buen precio.
-
¡Qué manzana ni qué carajos! -levantó la voz Andrés ofuscado.
Pascual
se echó a reír sin control. La risa le subía a los ojos y
le iluminaba la vista como un fuego interno. Andrés lo miró
asombrado y rió. El cotero apenas levantó un cachete y la
sonrisa se le dibujó sola.
-
¡Me asustaron! De verdad pensé que no había un carajo.
-
¡Qué va! Hay bastante, yo lo ayudé a bajar -dijo el cotero.
-
Era para exportar -agregó Pascual.
-
Ése viene muy verde. Se vende menos -dijo Andrés.
-
No, está bien amarillo y sin pecas negras -repuso el cotero.
-
Esas pecas son pura azúcar -comentó Pascual.
-
Si está amarillo si se vende porque se ve muy sano -dijo alegre
Andrés.
-
Entremos antes de que llegue más gente -replicó Pascual.
Los
hombres se despidieron del cotero y entraron al centro de
acopio bajo un sol encendido.
Ambos
hombres salieron juntos a la calle. Cada uno lleva un tronco
de balso sobre los hombros y con dos racimos de bananos grandes
colgados a cada lado. Pascual movía los hombros para intentar
acomodar bien el peso de los bananos y no lastimarse las heridas.
-
¿Qué ruta vas a hacer? -preguntó Andrés.
-
La de siempre. Me voy por toda la avenida primera y recorro
el centro hasta la cuarentaiuna.
-
Yo voy para los barrios, así que mejor me meto por aquí -dijo
señalando una calle adyacente.
-
Bueno. Que te vaya bien.
Andrés
dio la vuelta y se fue caminando despacio sin volver la vista.
El sol le daba sobre la espalda y le calentaba. Los racimos
que llevaba Andrés era unos hermosos racimos. Eran tupidos
y cachetones, con bananos largos y ordenadamente superpuestos.
El sol los iluminaba con toda su fuerza y los hacía lucir
de un amarillo inapelable. El caminado de Andrés era característico:
echaba punta del pie hacia delante en cada paso, meneaba suavemente
los hombros como si tarareara una canción, y llevaba los brazos
levantados como un crucificado y colgados sobre el palo de
balso.
Pascual
dio la vuelta y pasó la calle hasta la alameda. Caminó un
poco bajo la sombra de los árboles mitológicos, pero se detuvo
a los pocos pasos. Arrugando la cara dejó el tronco sobre
una banca de cemento, equilibrando el peso de los racimos
para que se sostuviera. Se había estado lastimando la espalda
con el palo. Se examinó con la palma de la mano sobre la camisa,
como reconociendo la superficie de su espalda a través de
la guayabera y no sintió nada raro. El recorrido de la alameda
estaba un poco vacío, pero era temprano y la gente empezaba
a llegar. Un grupo de personas desembarcó del planchón y subía
por entre los árboles hasta el paseo de cemento. Una mujer
joven y bien vestida se acercó.
-
¿Cuánto cuestan los bananos?
-
A cien, señora -respondió Pascual.
-
Apúrate que vamos a llegar tarde -dijo otra mujer que iba
con la primera.
-
¡Espérate! Le voy a comprar unos a Juan -reparó la primera
mujer.
-
Bueno, apúrate.
-
Cinco señor, por favor.
-
Sí, con gusto -respondió Pascual.
El
viejo se levantó la camisa y sacó de su bolsillo trasero un
cuchillito con el filo envuelto en cartón, quitó el cartón
como si fuera una vaina y lo puso sobre la banca. Con el cuchillo
cortó cada banano desde la base y los fue poniendo sobre la
banca en pirámide. Cuando terminó enfundó el cuchillo de nuevo
en la vaina de cartón y se lo guardó en el bolsillo. Sacó
también un envuelto de bolsas plásticas blancas y separó una
antes de guardarlas. Metió uno por uno los bananos un en la
bolsa y se la entregó a la mujer que estaba desperada con
la parcimonia del viejo.
-
Gracias -dijo la mujer y le entregó la moneda de quinientos
pesos que tenía ya preparada en la mano-. ¡Tenga!
-
Gracias a usted y a la orden -respondió el viejo alegre.
Las
mujeres pasaron la calle y se perdieron. Pascual sentía la
molestia de las heridas sobre los omoplatos y los hombros.
Levantó el palo y lo equilibró sobre un solo hombro para no
lastimarse. En esa posición el palo no lo lastimaba pero tenía
que cambiar de lado cada tanto. Caminó pensado que el día
había comenzado bien. Sacaba cuentas de que podía vender hasta
ocho mil pesos y que podía comprar una libra de café, dos
de yuca, dos de arroz, dos de papa y una de azúcar. Sí, el
día podía ir bien.
La
mañana no siguió tan bien como había comenzado. El calor era
insoportable y hacía un solazo. Era casi medio día y sólo
había vendido dos bananos más. Sentía la espalda bañada en
sudor y la tela pegada a las heridas, también las sienes estaban
mojadas como si se acabara de bañar y las gotas de sudor le
bajaban por los cachetes. El pelo sobre el cuello estaba igual
que las sienes y las gotas bajaban hasta la camisa. Sentía
el tronco bien equilibrado sobre un hombro y el peso de los
racimos. Tenía los hombros adoloridos y las clavículas resentidas.
Con cada paso el balso subía y bajaba haciendo presión sobre
las clavículas y meciendo los racimos. Había estado caminando
de extremo a extremo de la alameda toda la mañana. El sol
no había disminuido desde entonces y el aire había estado
estancado y muerto. Decidió descansar un segundo antes de
salir de la sombra de los árboles mitológicos a vender en
la zona comercial.
Iba
a descansar un minuto antes de salir al sol. El cemento de
la banca no estaba fresco como otros días. Mientras descansaba
vio pasar de una rama a otra a una manada de monos rojos aulladores
que viven en los árboles de la alameda. Eran unos veinte.
El líder era un mono grande y hermoso. Tenía el pelaje rojo
encendido y el carácter amable pero temperamental. Pasaba
su cuerpo robusto y patriarcal con elegancia de una rama a
otra y volvía la vista para ver a los demás. Detrás venía
la manada moviéndose como aves migratorias. La gente se detenía
a ver pasar la manada de monos. Pascual sonrió como si recibiera
buenas noticias de un viejo amigo. Cuando pasaron los monos
Pascual se paró y se echó el palo sobre el hombro izquierdo.
Terminó
el recorrido por los almacenes donde tenía algunos clientes
seguros y se dirigió a su casa a almorzar. La casa era pequeña
pero con un patio agradable, tenía la fachada en obra negra
y el techo de zinc. Tomasa no estaba. Trabajaba por horas
lavando ropa en casas de familia. Había dejado la comida hecha
y sólo había que calentarla. Pascual calentó el arroz y los
listones de yuca frita. Los sirvió en un plato y sirvió un
vaso de jugo de mango, de los mangos de su patio. Volvió al
plato y echó un poco de suero en el borde del plato y se sentó
a comer. Tomasa le hacía falta. Las tejas de zinc chisteaban
por el sol intenso. Pascual se paró y abrió la puerta que
daba al patio para que entrara un poco de brisa. Terminó de
comer y se quedó un rato sentado y distraído.
Se
levantó y lavó el plato. Lo dejó escurrir y lo guardó. Salió
de la casa despacio, cuidando no lastimarse con el palo de
balso. Caminó hasta el río y pasó por el camino entre los
arbustos y las matas de yuca. En el promontorio arcilloso
esperó el planchón. El planchón viró y se detuvo frente al
promontorio con una gran precisión. Pascual se subió y saludó
otra vez al conductor del planchón.
-
¿Cómo le fue en la mañana? ¿Sí consiguió banano?
-
Sí, cómo no -respondió el viejo mostrándole los racimos.
-
Se ven muy buenos.
-
¿No quiere uno?
-
Claro. ¡Cómo no!
Pascual
sacó el cuchillo del bolsillo trasero y lo desenvainó de la
vaina de cartón y cortó un banano largo y amarillo.
-
¡Gracias! Están muy bonitos.
-
Sí. Eran para exportar.
-
¿Y qué pasó?
-
Los gringos no lo quisieron.
-
Don Remberto pasó muy tarde hoy.
-
¿Sí? ¿Qué le pasó?
-
Me dijo que su hija amaneció enferma.
-
¿Y la tuvo que llevar al hospital?
-
Creo que no. Pero quedó enferma en la casa.
-
¡Qué lástima! ¡Pobre niña!
-
Sí. ¡Qué lástima!
-
Pero Remberto debió encontrar banano. Había bastante.
-
Menos mal.
-
Sí, cierto.
-
¡Un momento! -se apresuró a decir el joven y se paró deprisa.
El
planchón estaba casi en la otra orilla y el joven tuvo que
girar bruscamente el planchón para acomodarlo. El giro fue
rápido pero sin espectacularidad.
Volvió
a la alameda entre la avenida Veinte de julio y el río, con
ganas de tomarse un café. Se había olvidado por un momento
de las heridas en la espalda y el dolor en los hombros. Se
sentó en una banca a la sombra de un árbol de ramas retorcidas.
Eran las dos de la tarde y el sol era implacable. El calor
era ardiente y el viento cargaba un aire caliente que no refrescaba.
Todo el mundo intentaba estar quieto para evitar sofocarse
y sudar. Se quedó sentado con la esperanza de que alguna de
las pocas personas que se atrevían a caminar quisiera un banano.
Un
poco después de las tres el sol seguía igual pero el viento
era más fresco. La gente empezaba caminar por la alameda con
paso lento, evitando el sofoco. Pascual se levantó y se echó
el palo con los racimos de bananos sobre el hombro derecho.
El equilibrio fue malo y el tronco se balanceó fuerte lastimándolo,
pero lo detuvo antes de caer. Pascual corrigió y balanceó
el peso de los racimos sobre el otro hombro. Caminó sintiendo
el peso de los bananos en un lado y el dolor de la herida
lastimada en el otro. No sudaba pero estaba acalorado. Poca
gente se movía.
Un
hombre viejo, piel blanca y acartonada se acercaba. Llevaba
un cajón de madera a la altura de la cintura, colgado al cuello
con una cincha. El cajón tenía chiclets y cigarrillos y mentas
y confites... acomodados en hileras. También llevaba en una
mano una canasta cuadrada también de madera, con termos cilíndricos
llenos de café negro y aromática. Pascual le sonrió.
-
Don Pascual. Mis días sin verlo.
-
No sea exagerado que fue sólo ayer.
-
¿Cómo está?
-
Bien. No hay problema. ¿Dónde estuvo ayer?
-
Había una cosa de políticos y me pasé el día allá.
-
¿Dónde?
-
En el coliseo Happy Lora.
-
¿Buen día?
-
Sí. Buenas ventas -sonrió el viejo blanco e hizo una pausa-.
¿Se toma un tinto?
-
¡Se lo cambio por un banano!
-
¡Cómo no!
Los
viejos se habían encontrado en medio del paseo de cemento
y se corrieron hasta una banca donde se sentaron. Pascual
equilibró el palo de balso en el espaldar de cemento de la
banca y sacó el cuchillo de su bolsillo de atrás. El otro
viejo sacó un pequeño vaso desechable de uno de los lados
de la canasta de madera. Lo puso sobre la banca y con una
cucharita en forma de garfio echó azúcar al vaso. Sacó uno
de los termos, corrió la tapa y sirvió un café negro y de
olor limpio en el pequeño vaso. El pequeño vaso echaba humo.
-
¡Qué calor hace!
-
¡Uf! Insoportable.
-
Con este calor no se vende nada -dijo el viejo blanco mordiendo
el banano.
-
Tampoco dan ganas de vender -dijo Pascual y sopló el café
para que se enfriara un poco.
-
Provoca quedarse aquí sentado en una banca toda la tarde.
-
Sí. Sentado mirando la gente pasar y tomándose una cerveza.
-
Ahh, una cerveza.
-
Las tiendas que venden cerveza se deben estar haciendo el
día.
-
Sí, los que venden raspado también se deben estar haciendo
el día.
-
Claro, bien por ellos -sorbió del café-. Cuando hace un día
fresco son ellos los que no venden un carajo.
-
Pero con el calor me va mal es a mí -se quejó el viejo de
piel blanca.
-
No te quejes tanto que aquí el café se vende de todos modos
-lo regañó Pascual.
-
Sí, se vende, pero se vende menos -aceptó le viejo.
-
Bueno, pero cuando hace frío los del raspado no venden nada.
Aquí todos toman café, sea como sea.
-
Como sea. Con el calor se vende menos -se rió el viejo.
Pascual
se paró y empezó a acomodar el palo con los racimos balanceado
en la banca antes de echárselo al hombro. El otro viejo hizo
ademán de quedarse un rato más sentado en la banca.
-
¿Qué horas son? -preguntó pascual equilibrándose el palo en
el hombro izquierdo.
-
Las cuatro y veinte.
-
Gracias por el tinto.
-
¡Qué va! Estaba bueno ese banano.
Pascual
caminó perezosamente, como acabado de levantar. El hombro
derecho lo tenía aún lastimado y sentía el dolor. Las heridas
de la espalda no las sentía. Al fondo de la alameda se veía
el follaje de los árboles dando sombra a las bancas y al paseo
de cemento. Entre los árboles la familia de monos rojos aulladores
hacía ruido y extrañaba los árboles centenarios de la sábana.
Pascual sintió a la familia de monos haciendo bulla y siguió
hasta allá con su paso perezoso.
Llegó
al final del paseó de cemento. Allí la avenida hacía un ángulo
y angostaba el espacio entre ella y el río, de modo que entre
la avenida y el río sólo había lugar para un pequeño corredor
de árboles y un acantilado bajo que caía al agua. Esa parte
de la alameda siempre estaba más sola que el resto de ella.
A la gente le gustaban las bancas y el paseo de cemento, pero
a muy pocos les gustaba el final del paseo.
Pascual
dejó el balso en una de las bancas vacías y se fue por entre
los árboles a llamar a los micos. El líder de la manda fue
el primero que se acercó como saludando a un viejo amigo,
casi a la distancia de un brazo. El resto de la manada se
quedó detrás de él. Era un árbol ancho de tronco viejo pero
firme y con muchas ramas bajas. Pascual se llevó la mano al
bolsillo de atrás y sacó el cuchillo, se dio media vuelta
y caminó hasta los racimos de banano. Cortó doce bananos y
los llevó como a un bebe hasta el árbol donde aún esperaba
el mono líder con la manada detrás. Puso diez en el suelo
y se quedó con dos. Con el cuchillo cortó en tres pedazos
cada banano, se acercó al mono líder y se los ofreció. El
animal se acercó y cogió un pedazo que comió deprisa. El mono
líder era un animal precioso, el pelaje era intenso y vivaz,
el rostro sabio y oscuro tenía una barba como de chivo que
resaltaba sobre el pelaje. Después de que el mono líder comió
los demás monos bajaron a comer. Todos los monos estiraban
las manos pidiendo un pedazo como un grupo de niños al que
se le pregunta quién quiere un dulce. Había monos de todos
los tamaños. El viejo se agachaba de cuando en cuando a recoger
más bananos y a partirlos en pedazos. Algunos comían en el
sitio donde estaban y pedían más cuando terminaban, otros
cogían su pedazo y subían un poco sobre el árbol a comerlo,
como si quisieran evitar que les pidieran. Pascual sonreía.
Buscaba a las hembras que tuvieran crías pequeñas. Había unas
siete hembras con crías, que eran más tímidas y se demoraron
más en acercarse. Las crías las llevaban colgadas del pecho
o de la espalda como si fuera un morral. Las madres mordían
y le daban a sus crías que mordían y dejaban un cráter diminuto
en el banano. Pascual fue hasta el balso de nuevo y trajo
ocho bananos más. Cuando los entregaba sentía la piel fría
de palma de la mano de los monos y los pelos como alambres
del dorso. Acabó de dar los últimos pedazos caminó hasta los
racimos y se sentó feliz a mirar el río. El sol se estaba
escondiendo. Tenía cuatro mil pesos en el bolsillo que era
lo que había hecho en el día, menos de dos dólares para que
me entiendas. La familia de monos pasó por encima de él, mirándolo,
pero no como a un hombre normal. No era un hombre normal.
Era un hombre que a cada paso se reinventaba la vida.
Montería.
Marzo
- abril del 2002.