ESTO SI ES FICCIÓN: Episodio DIECISÉIS
Esto SI es FICCIÓN
Episodio DIECISÉIS
LIBER MYSTERIORUM
“…Mwlfgab pywfg)btagn Gh’tyaf nglyf lgbya…”
The Black Tome of Alsophocus .
Howard Phillips Lovecraft & Martin S. Warnes
Por José Agustín Orozco Messa
By Copyright©José Agustín Orozco Messa.
All rights reserved.
Por cuarta vez, Mario dijo:
― Es el Necronomicón.
Y por cuarta vez, dirigí la mirada hacia lo que parecía una corteza de árbol, toda arrugada en su superficie, que Mario había depositado sobre la mesa de centro de mi casa.
― Pues a mí me parece un pedazo de árbol o un montón de basura.
Mario fumaba nervioso. Viéndolo bien, tenía un aspecto pálido cadavérico con matices verdosos pero, como Mario siempre había sido un drogadicto, pues ese era su color natural desde años atrás.
― ¿Es una broma, cierto? Ya sé. Te envió Andrés para reírse de mí, ¿no?
Mario siempre había tenido una mirada huidiza, cuando hablaba con alguien veía hacia todas partes menos el rostro de su interlocutor. Respondió.
― No, no me manda Andrés.
― Entonces te manda Víctor, ¿no?
― No me manda Víctor.
― Entonces, ¿quién carajos te manda?
― No me manda nadie. Eres escritor, ¿no? ¿Te debe de interesar un libro como éste, no?
― Pero ¿qué libro, ni qué ocho cuartos? Esta madre que estás dejando aquí es un montón de basura, ¿Cuál Necronomicón?
Mario simplemente permanecía encogido sobre sí mismo y hundido en la esquina del sofá de mi sala, fumando nerviosamente. Como no decía nada más, le pregunté.
― ¿Y de dónde sacaste este Necronomicón, digo, si se puede saber?
― Lo dejó en mi casa uno de mis amigos cubanos.
― Pero ¡qué pendejada! Ahora resulta que los cubanos tenían el Necronomicón ¡No me jodas! ¿Cómo que lo dejó un cubano en tu casa?
Mario parecía estar más incómodo de lo normal, o quizá ya me estaba pegando su delirium tremens. Dando fuertes chupadas a su cigarrillo, contestó.
― Bueno, mi amigo es cubano de nacimiento pero toda su vida la ha vivido en Canadá. Dejó una maleta olvidada en mi casa desde hace cuatro meses… Yo la abrí para ver qué tenía y allí me lo encontré.
Ante tan contundente respuesta ya no supe qué más decir. Luego de unos instantes, le pregunté a boca jarro.
― Bueno ¿y qué? ¿Me lo vas a regalar o qué?
Porque conociendo a Mario, siempre andaba buscando darle un sablazo a alguien para pagar sus vicios y yo no pensaba darle ni medio centavo partido por la mitad por ese montón de basura. Para mi sorpresa, Mario dijo.
― ¡Te lo regalo!
Mi segunda sorpresa fue que Mario, tan rápido como había llegado se paró, se despidió y salió, como dicen los españoles: echando leches de mi casa. Una vez solo, encendí un cigarrillo. Debo confesar que sentí curiosidad por echarle una hojeada al famoso Necronomicón que Mario, generosamente, me había regalado. Hasta por unos segundos sentí un ligero temor de tocar tan infame libro. Digo, todos hemos leído alguna vez a Howard Phillips Lovecraft así que… con manos temblorosas tomé las duras pastas.
El libro realmente pesaba varios kilos. Era grueso, quizá unas ochocientas páginas, es decir, en una edición normal porque, aunque todavía no abría el libro, podía notar que sus hojas eran gruesas, como cartulinas, de manera que quizá debía tener unas doscientas o trescientas hojas lo que contenían esas raras portadas, no lo sabía.
Llamó mi atención la extraña cubierta. Realmente parecía una corteza de árbol por lo llena de texturas que estaba y, viéndola con mucha imaginación, pues daba la sensación de verse, en ese mapa de líneas y arrugas, un rostro de anciano con ojos y boca cerrados y muy fruncidos. Nuevamente sentí un ligero escalofrío recorrer mi espalda. Dudé en abrir el libro. Como lo tenía sobre el pecho porque estaba yo sentado en mi sillón de la sala. El libro quedaba muy cerca de mi rostro y pude percibir que de él, emanaba un olor entre dulzón, como de almizcle, y de humedad.
Nuevamente vinieron a mi cabeza los recuerdos de todas esas historias extrañas que escribió Lovecraft, citando de tan mítico libro y, hablando conmigo mismo, dije.
― ¡Pero qué pendejada! ¿Cómo carajos sabe el perdido de Mario que ésta chingadera que me trajo es el Necronomicón? Creo que la broma me la está haciendo él.
Ya no lo dudé más y abrí el libro por la mitad… Cuál sería mi sorpresa, cuando descubrí que el libro no tenía nada. Sí tenía gruesas hojas entre sus tapas, que parecían ser muy viejas. Estaban manchadas por el paso del tiempo, la humedad y suciedad de años pero nada más. No tenía ningún tipo de escritura, dibujo, pictograma o garabato visible sobre esas hojas que no pude identificar el material en que estaban hechas. Eran muy suaves, debía tratarse de algún tipo de piel similar a la gamuza. Pero me intrigaba suponer que un libro tan antiguo como parecía ser ese, tuviese unas doscientas hojas de gamuza que, ignorando el olor y las manchas atribuidas al paso del tiempo, no mostraran signos de avejentamiento. ¡Tenía la suavidad de haber sido encuadernado la semana pasada! Repentinamente, comprendí todo y me eché a reír.
¡Lo que debió suceder fue que Mario quería sacarme dinero con su Necronomicón! Como le puse muy difícil la situación, optó por “regalarme” el ejemplar. Probablemente regresaría en dos o tres días con alguna historia triste para intentar sacarme dinero, a cuenta de, su falso libro. Pero lo único que conseguiría es que le devolviera su ejemplar que seguramente debió robarse de alguna parte.
Con eso di por finiquitada la historia. Arrojé el libraco sobre el sillón y me dediqué a hacer otra cosa.
――― ۞ ―――
Esa noche regresé a mi domicilio después de la media noche. Había estado en una reunión con amigos que invariablemente se prolongó varias horas al calor de los tragos. De manera que llegué cansado, medio borracho y con ganas de tirarme en la cama a dormir doce horas seguidas. Así lo hice, me tiré en la cama y, debido al alcohol, quedé noqueado casi inmediatamente.
Pero lejos de ocurrir lo que yo esperaba. De algún modo, desperté entre las dos y las tres de la madrugada. Me dolía la cabeza. La casa se encontraba en completo silencio. Pensé que lo mejor era tomar un poco de agua, de manera que me levanté y dirigí hasta la cocina. Tomé tres vasos de agua fría y regresé a la cama. Nuevamente acostado traté de dormir pero sentía una incomodidad. No sabía qué era pero algo me incomodaba. Pensé que se trataba del alcohol ingerido, así que continué recostado sobre la cama esperando dormirme en algún momento. Luego de un rato, noté que no se escuchaba el más mínimo ruido. Todo era silencio.
Es cierto que el fraccionamiento donde vivo es muy silencioso pero siempre se escucha un motor de vehículo de algún vecino trasnochador, o el gato de la vecina o, mínimo, los grillos ¡pero nada! No se escuchaba nada. Estaba más silencioso que una tumba… Bueno, viéndolo bien, nunca había estado en una tumba pero era una simple metáfora. Eso estaba pensando cuando decidí encender la televisión para ver si así lograba conciliar el sueño. Nada como ver algo aburrido en la televisión e inmediatamente te quedas dormido. Tomé el control remoto que siempre está a un lado de la cama, le apunté a la tele y no se prendió. Le apunté como diez veces seguidas presionando el botón del control y nada. Me puse en pié maldiciendo las pilas del control remoto, presioné el botón de encendido de la televisión y tampoco.
No había luz eléctrica. ¡Precisamente cuando no me podía dormir y necesitaba algo para distraerme! Ni siquiera iba a poder leer un libro, a menos que se tratara de un libro escrito en Braile y, sucede que no conozco el alfabeto Braile, ¡así que tampoco se iba a poder! Me puse en pié y me dirigí a la sala para echarle un vistazo a la caja de fusibles, no sin antes, asomarme a la calle para tratar de ver si estaba encendido el alumbrado público. Mientras hacía esto recordé que no había pagado la cuenta de la luz, como todo sube diariamente pues ya no alcanza el dinero y estaba retrasado con el pago, aunque los empleados de la luz no la cortan por la noche.
Cuál no sería mi sorpresa que, al entrar en mi sala, aunque se encontraba sumida en la más densa oscuridad, era posible distinguir las siluetas de los muebles pero: sobre el sofá en que horas antes estuvo sentado Mario, se veía un bulto grande. No sé, como una mancha o sombra informe y grande que parecía sentada en el sillón. Quizá solamente se trataba de la oscuridad de la sala que me jugaba una broma. Sea como fuere, por un momento me dio un susto que me hizo detenerme en mi camino hacia la puerta de salida para saber si se trataba de un apagón general o eran mis fusibles. Moví la cabeza tratando de mejorar mi visibilidad pero no distinguía nada. Es decir, distinguía todo: muebles, mesa de centro, equipo de sonido, otra televisión en una esquina, etc., pero sobre el sillón sólo percibía una sombra sin forma. Por un momento, volví a sentir un poco de miedo y dudé entre continuar mi camino rumbo a la puerta de salida o mejor dirigirme hacia la cocina y armarme con un buen cuchillo de carnicero. Porque, al parecer, alguien había entrado en mi casa. En eso estaba cuando una voz ronca y sonora me hizo pegar un brinco del susto.
― Este libro es mío…
― ¡En la madre! ¡Eres el cubano-canadiense…!
― Este libro es mío…
Pasaron unos instantes, no sé si fueron segundos o minutos, en que no se escuchó nada más. Entonces reaccioné y le contesté a la sombra de la voz ronca.
― Bien, ya entendí, el libro es tuyo. ¡No hay problema! Tómalo y que te vaya bien.
No sucedió nada. Decidí que lo mejor era salir corriendo y pedirle ayuda a la vecinita de la casa de la esquina pero antes que pudiese dar un paso… Ocurrió algo increíble, de repente sentí como un golpe y descubrí que estaba tirado sobre el techo de mi sala, es decir, de repente las cosas se habían volteado. Ahora el techo de mi casa era como si fuese el piso y ¡allí estaba yo!, tirado a un lado del foco. Del otro lado, en el piso que ahora era techo, seguían todos los muebles de mi sala como sujetos con pegamento para que no cayeran y esa sombra acechante del sofá, que dijo con su cavernosa voz.
― Este libro es mío. Estoy atrapado en él. Necesito de tu ayuda para liberarme…
― ¡Puta madre, estoy en el techo! ¿Qué paso?
Con miedo y como un acto reflejo me puse en pié e inmediatamente me sujeté del cordón eléctrico del foco porque pensé que me iba a caer al suelo pero era imposible porque ahora el suelo era el techo y yo estaba parado en el techo viendo hacia arriba, hacia mi sala. La voz continuó.
― Necesito tu ayuda para liberarme…
Entonces le interrumpí casi gritando.
― Pero ¿quién eres tú? ¿Qué me hiciste? Estoy en el techo. ¡Bájame de aquí!
― Antes tienes que ayudarme.
― ¿Pero cómo te voy a ayudar si estoy en el techooo…?
Ya no terminé la pregunta porque sucedió que la fuerza que me detenía en el techo se acabó y me puse tremendo golpe al caer sobre el piso de mi sala. Para mi mala suerte, caí donde no había nada así que el costalazo que me acomodé fue tremendo.
― Ahora ya puedes ayudarme. Necesito que tomes el libro y leas unos conjuros que hay en él.
― Puta madre, ¡qué putazo me acomodé! Me duele toda la columna.
― Toma el libro y lee unos conjuros que hay en él.
Sentándome sobre el suelo y tallando mi adolorida espalda, dije.
― Este, no sé cómo decírtelo, cubano-canadiense, o quién seas, pero el libro ese no tiene nada escrito en sus hojas. ¡No puedo leer nada porque no tiene nada! Además no hay luz y no puedo ver nada.
Esto último lo dije, pensando que quizá, así como me liberó del techo cuando dije que no podía ayudar si estaba en el techo... Bueno, entonces, pensé que quizá ahora me compusiera la luz, ya que no podía leer sin luz y, con algo de suerte, me ahorraba pagar el recibo de la luz. Esto pensaba cuando la voz habló.
― No necesitas la luz… ―¡Puta madre!, pensé―, para poder leer el libro. El libro se debe leer a la luz de la Luna. Sólo así son visibles sus escrituras.
Antes que otra cosa sucediera, se escuchó un silbido, como de un viento muy fuerte, y la puerta que da al patio trasero se abrió de un golpe azotando contra la pared.
― Toma el libro y salgamos a la noche.
Al decir esto último, me pareció que la sombra se movía. Como si se pusiese en pié. Entonces, decidí actuar con rapidez, ¡era ya o nunca!
― ¡Un momento! ¡Un momento! ¿Y qué hay para mí? Yo debo obtener un beneficio por ayudarte. Riquezas, mujeres, poderes especiales, que me concedas tres deseos como Aladino o, no sé, pero ¡yo tengo que ganar algo por ayudarte!
La voz sombra quedó muda por unos momentos. Yo igual. Pasado un tiempo ignoto, contestó.
― Qué te parece si te perdono tu vida a cambio de ayudarme.
― ¡Eeeeh!, pues no es la recompensa que yo esperaba. ¿Qué te parece si no te ayudo? Te quedas atrapado en el libro y listo. ¡Yo me muero y tú te quedas en el libro!
Guardé silencio unos segundos para que entendiera la sombra y continué.
― Mejor vamos negociando. Yo te ayudo a liberarte pero tú, tienes que darme algo valioso a cambio y que no sea lo que ya tengo: la vida, una casa, un montón de deudas. No, necesito algo realmente valioso: oro; centenarios; joyas; un pozo petrolero, digo, ahora que ya se ha privatizado el petróleo en este gobierno estaría muy bien... o poderes especiales como tocar algo y que se vuelva de oro; o no envejecer o mejor todavía: ser inmortal. O, pensándolo bien, ¡ser inmortal y tener muchas riquezas! Dame esas dos cosas y te ayudo a liberarte. Es más, hasta puedo convertirme en tú discípulo y tú serás mi maestro. ¿Qué te parece mi plan?
Nuevamente hubo silencio. La sombra ni se movía ni hablaba. Debía estar pensando en mi propuesta. Ya iba yo a decir algo más cuando respondió.
― Bien. Tendrás riquezas e inmortalidad. Ahora salgamos a la noche, a la luz de la Luna.
― ¡Aaaaah, un momento! ¿Crees que son pendejo o qué? ¿Cómo sé que cumplirás con tú palabra una vez que te libere? ¿Cómo sé que no me estás tratando de engañar? Para confiar en tú palabra, primero demuéstralo… No sé, aparece unas barras de oro aquí en la sala o ¡ya sé!, mejor, ¡convierte la mesa del comedor en oro sólido! Esa mesa nunca me ha gustado pero pesa como 100 kilos, que se transformen en oro. Ya luego veremos lo de la inmortalidad, ¡ah!, y que sea con juventud incluida. Más o menos como Dorian Gray, ¿ya sabes?
― No puedo.
Su rápida respuesta no me gustó nada de nada...
― ¿Cómo que no puedes?
― Primero debes liberarme y entonces tendré mis poderes otra vez.
― De modo que ¿no tienes poderes? Quizá el único poder que tienes es de aparecerte por las noches, meterte en las casas sin permiso y subir a las personas al techo. Pensándolo bien, quizá sólo eres un pobre tonto que fue atrapado por estar jugando con los hechizos y conjuros que tiene este libro… Hummm, ¡quizá me estás tendiendo una trampa para que yo, también quede atrapado como tú en ese apestoso libro viejo! ¿Eh? ¡Es eso!, ¿no?
― ¡No! Puedo cumplir tus deseos pero primero debes liberarme.
― No, puedo ayudarte pero primero debes cumplir mis deseos.
― No, ¡tú debes ayudarme primero!
― ¡No! Tú debes cumplir mis deseos primero.
― ¡No hay tiempo! ¡La luz de la Luna va a pasar! Y sin ella no es posible leer el libro.
― Entonces, ¡apúrate con aparecer las barras de oro…!
Lo siguiente que ocurrió fue que algo así como un ciclón se formó dentro de la sala. Todo comenzó a girar y girar dentro del vórtice y se tragó todo, no dejó nada. Luego, tan abrupto como se iniciara, desapareció. Lo único que quedó en la sala fue el misterioso libro que Mario llevara, la mañana anterior. Después, las luces se encendieron y, en la recámara, se escuchó que se encendía la televisión pero únicamente apareció estática en el canal sintonizado y nada más. Afuera, los grillos comenzaron a hacer su ruido acostumbrado.
――― ۞ ―――
Era cerca del medio día pero Víctor aún se encontraba en la cama, demasiadas cervezas la noche anterior. Allí se podría haber quedado dormido hasta la mitad de la tarde si no es por unos fuertes toquidos que lo regresaron al presente. Se levantó, semidormido, descalzo y vestido solo con unos shorts, porque desde los diez años no había vuelto a tener un verdadero pijama. Abrió la puerta de su casa.
La luz le lastimó los ojos y entrecerrándolos, vio parado frente a él a Mario. Antes que pudiera decir algo, Mario se introdujo a su casa y tomando asiento en la sala, le dijo.
― Recordé que tú eres escritor y te traigo un libro que te va a interesar mucho.
Sin cerrar la puerta, Víctor se volvió hacia Mario y contestó.
― No, no tengo dinero para comprar libros y ya se me hizo tarde para ir a trabajar. Así que me tengo que apurar. Nos podemos ver el próximo fin de semana y platicamos, ¿qué te parece?
― Pero, este libro que te traigo es el Necronomicón.
Al escuchar las palabras de Mario, Víctor rápidamente cerró la puerta tras de él. Exaltado dijo, olvidando que segundos antes lo estaba corriendo.
― ¿Qué? ¿El Necronomicón? ¡No mames! ¿Neta “wey”? A verlo…
C'est fini.
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