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(a propósito del libro Mundos de tinta y papel, de Diego Rojas Ajmad)
Carlos Yusti
Si el primer lugar del fastidio y el asco lo ocupan los politicastro de oficio, durante sus alocuciones oficiales (o en sus intervenciones públicas en los medios); el segundo lugar tiene que ser para los profesores en una aula de clase hablando sobre literatura. Diego Rojas Ajmadno puede ocultar algunos tics y características que lo delatan como profesor con aula (y precisamente de literatura). No obstante, cualquiera que escudriñe más allá de esa fachada académica podrá descubrir a un lector que busca lo “otro” en esa extravagancia que se denomina literatura. Un lector, si se quiere atípico, que se sumerge en la literatura de manera para nada profesoral (o se podría escribir por ningún motivo ortodoxa).
Esta condición discordante del lector Diego Rojas Ajmad (no todos los profesores son lectores polivalentes, es decir que lo mismo leen un
libro de Baruch Spinoza que la guía de teléfonos, un recetario de cocina colonial que un tratado de mecánica cuántica o una novela Balzac o de Corín Tellado) lo sitúa un poco a las afueras en la cual la literatura adquiere insinuaciones inquietantes que despiertan curiosidad y sorpresa. En tal sentido las clases del profesor Diego Rojas buscan deslastrarse del plomizo fardo del fastidio e intenta que la literatura sea menos previsible y si algo más imaginativa/creativa; quizá ambicionando estremecer la somnolencia de un puñado de jóvenes que no le encuentran algún sentido sensato y práctico a una serie de autores/escritoras que escriben novelas, cuentos o poemas.
Lo que conduce a esa pregunta que es ya un tópico entre académicos : ¿De qué hablamos cuando hablamos de literatura? Como es lógico Diego Rojas, que aparte de profesor es escritor, responde al tópico escribiendo más literatura y un avance de esto podría ser su esplendido libro Mundos de tinta y papel, la cultura del libro en la Venezuela colonial. Libro que se me antoja como una pesquisa de ratón de biblioteca; especie de mapa para ubicar al libro y su impronta para perfilar las líneas maestras de un país que buscaba su afirmación como nación.
Mundos de tinta y papel retrata los contornos históricos, sociales y arquitectónicos que rodearon ese estuche que es el libro y que además, de contener literatura, se erige como una pieza clave de ese engranaje que se denomina cultura y por ello Diego Rojas escribe: “En los siglos XVIII y XIX, durante la conformación del Estado venezolano, la presencia del libro como objeto cultural coadyuvó a la construcción de un capital simbólico que permitió a la comunidad lectora la comprensión de lo social. Así, el libro vino a instaurar, como corolario de la “ciudad escrituraria y letrada” de la colonia hispanoamericana, espacios, interdictos y transgresiones que materializados en las nociones de saber, poder y utopía, posibilitó a los sujetos para una interpretación y configuración de su relación con sus semejantes y de éstos con su mundo”.
Dividido en tres capítulos y las conclusiones de rigor el libro Mundos de tinta y papel, va detallando el rol protagónico del libro, como trasmisor de ideas y pensamientos, en un momento histórico crucial para el país. El libro como agente de sedición. Su autor anota el celo que la Corona española manifestó para entorpecer el libre tránsito de escritos y libros que de alguna manera alteraran el orden y el letargo de los habitantes bajo su amparo y protección. Diego Rojas cita un fragmento de la conocida Real Cédula de Carlos V, redactada el 29 de septiembre de 1543, en la cual se dictaminaba “Que no consientan en las Indias libros profanos y fabulosos; porque de llevarse a las Indias libros de romances que traten de materias profanas y fabulosas e historias fingidas se siguen muchos inconvenientes, …” También puntualiza aspectos sobre el comercio de libros y los bienes culturales adquiridos por parte de las clases sociales adineradas.
Otro rasgo a destacar del libro es el que tiene que ver con la casa colonial y el cual su autor utiliza como un artefacto que proporciona indicios sobre la situación cultural y social. Los nobles del momento no sólo se preocupaban de obtener riquezas. También estaban interesados en aparentar su alta escala de estatus civilizatorio y por esa razón se preocuparon por adquirir pinturas y libros. Para exhibir sus adquisiciones construyeron sus casas como vitrinas donde amigos y curiosos podían constatar no sólo la riqueza, sino el delicado poder de civilización y cultura. Diego Rojas informa que “Alfredo Boulton, quien llegó a contabilizar 8.701 imágenes en posesión de particulares a mediados del siglo XVIII, en una capa social de élite que no llegaba a las 3.000 personas”. No es casual como lo acota el autor que: “El diseño de la casa urbana colonial venezolana se prestaba a la exhibición de las imágenes con la anulación de la privacidad y la disposición de amplias paredes medianeras”.
La casa colonial, aparte de ser un gran aparador, le daba importancia a una estancia espaciosa en la que estaban los libros o como lo escribe Diego Rojas: “Nos interesa destacar dos aspectos del sistema distributivo de la morada colonial venezolana. El primero es la ya mencionada anulación de la privacidad. Ese patio central rodeado de corredores, que daban existencia a los dormitorios, estaban comunicados entre sí por boquetes sin hojas de puertas ni cortinas. Así, la alcoba principal era posible atisbarla desde la sala,(…) Entonces la casa colonial venezolana funcionaba, si se nos permite decir, como una especie de “sala expositiva” destinada a la exhibición de los signos de prestigios(…)Otro de los signos reflejados en la “semiótica espacial” de la casa colonial venezolana es el aspecto de la ubicación de la biblioteca personal. Ésta, ámbito de estudio, reflexión y escritura, se hallaba en el lado derecho de la morada…”
El libro, para los adinerados del momento, adquirió otras connotaciones más externas y de apariencia. Lo escrito, contenido en los libros de la suntuosa biblioteca, se convirtió en sinónimo de poder o como lo acota su autor: “Lo oral versus lo escrito llevó así a configurar un paradigma cultural que hacía ver en lo escrito la verdad y en lo oral el carnaval de lo pasajero. En definitiva, la oposición voz/escritura, más allá de una inocente categorización, encubre una dictadura del canon, que, levantada de manera programática, se asume como modelo privilegiado que da estructura a todas las manifestaciones políticas, sociales, religiosas y culturales”.
Esto de tener el libro para aparentar cultura, sabiduría y cosa trajo consigo una moda que consistía en hacerse un retrato, especie de selfie de la época, al lado, o delante, de muros empapelados de libros o como lo escribe Diego Rojas: “No es de extrañarnos entonces de las pinturas ya vistas de los siglos XVIII y XIX, en las cuales se representan a acaudalados personajes en un fondo de pared tapizada de libros. De esa manera, el libro era señal de autoridad, pero de la autoridad emanada del saber; es decir de un poder ‘ilustrado’. Entonces el libro era pensado como un objeto del saber, que hacía del poseedor dueño de un conocimiento vedado a las mayorías”.
Para quienes aman los libros como objetos inusitados este libro Mundos de tinta y papel, de Diego Rojas Ajmad será un inigualable deleite debido a su atinada investigación de fondo, a su frescura al tratar un tema algo a contracorriente con estos tiempos del Libro electrónico, el Blog y la Internet. Lo escrito sobre este libro por el poeta Roger Vilaín es pertinente: “Se trata de poner enfrente al libro como objeto cultural, más allá de la visión reduccionista que lo acerca al fajo de cuartillas, al producto que salió de una empresa editorial y nada más. Como si una historia borgeana nos cubriera de pronto, el trabajo de Rojas escudriña los laberintos que otorgan vida propia al hecho libresco…”
En el libro Diego Rojas escribe algo de Wittgenstein que enseguida me llevó a pensar en Terry Eagleton y en dos de sus libros El acontecimiento de la literatura y Cómo leer literatura “…lo literario es una versión de la investigación gramatical que Wittgenstein consideraba la única tarea propia de la filosofía. Al ofrecernos imágenes del entrelazamiento inseparable del lenguaje y el mundo, revela algo que ya está imperceptiblemente ante nuestros ojos. Al desnudar el proceso mediante el cual unas relaciones conceptuales consolidadas determinan nuestras formas de ver, las obras de arte literario cumplen la función de arrancarnos de ellas, liberándonos a otras formas de percibir. La literatura, como cualquier otro lenguaje, asimila el mundo en su seno; pero lo hace de un peculiar modo deliberado, permitiéndonos comprender la naturaleza de nuestras formas de vida y juegos de lenguaje de manera más vigilante de lo habitual”.
Los lectores como Diego Rojas, y como algunos otros que conozco, que se interesan por la literatura desde sus costados menos subrayados y que de alguna forma tratan de encontrarle a esa periferia, que gravita en torno a los libros, (ya sea un libro raro determinado, un autor que sobresale por sus peculiaridades, una frase puntual, un hecho extraño vinculados con libros o escritores, etc.) esos atisbos de asombro, casi mágicos, y que en sí conforman la verdadera sal de la literatura. Todo esto me lleva a ese personaje del libro de David Markson, La soledad del lector (cuyo título original es Reader's block) que mientras se va amoldando a la habitación donde vive va escribiendo frases, anotando citas de otros autores, apuntando un hecho curioso en torno a un pintor, un escritor, un músico o un artista. Es un lector cuya soledad esta amueblada de literatura y en la que se pueden encontrar cuestiones como esta:
Wittgenstein fue distinguido por su valor tres veces durante la Primera Guerra Mundial.
Peleaba contra los Aliados.
La canción de la cabra.
¿Con cuánta frecuencia las mujeres usarían esa parte superior de la casa en invierno? ¿Cómo se las arregla el Protagonista con la calefacción?
Fue con Nelson Algren, no con Sartre, con quien Simone de Beauvoir tuvo su primer orgasmo.
Los interminables recitados de los moribundos en La Ilíada, incluso mientras los están literalmente destripando.
Georg Trakl murió de una sobredosis de cocaína, supuestamente deliberada. La hermana de Trakl, Margarete, también se suicidó. Parece ser evidencia de incesto.
Modigliani murió de tuberculosis en un pabellón para indigentes.
Whistler estaba convencido de que Bret Harte era mejor escritor que Dickens o Thackeray.
La novela de David Markson, que forma parte de una tetralogía, es así página tras página. Una novela que no se puede explicar, como sucede quizá con todo ese cuerpo lingüístico que se denomina literatura. Los lectores/escritores damos vuelta por la habitación y vamos acumulando en soledad frases, fragmentos de libros, hechos literarios y con eso vamos escribiendo lo inexplicable.
Diego Rojas Ajmad como lector/profesor puede que a la larga resulte anacrónico ya que su respeto por escrituras ajenas le permite asumir/enseñar la literatura realizando un diálogo abierto con la escritura en cualquier ámbito donde se desarrolle. No desdeñar lo escrito por más humilde, o contrahecho, que pueda parecer es un signo de audacia ante la cual hay que quitarse el sombrero. La literatura es lenguaje, pero al mismo tiempo es muchas cosas. Pensar la literatura es una de ella y Diego Rojas Ajmad la piensa con cierto toque desbordado.Se puede terminar este texto al estilo de Markson, con un dato que me proporcionó el propio Diego: Por la Internet se puede bajar ( en pdf )un libro de Ramón Isidro Montes, Ensayos poéticos y literarios. Digitalizado del archivo de la Fundación de La Universidad de Carolina del Norte y Chapel Hil.
Diego Rojas Ajmades licenciado en Letras por la Universidad de los Andes (Mérida, Venezuela) y Magister Scientiae en Literatura Iberoamericana por la mismos casa de estudios. Se ha desempeñado como asistente de investigación en estudios referentes a la literatura e historia venezolanas. Fue preparador en el área de Literatura Hispanoamericana del Instituto de Investigaciones Literarias Gonzalo Picón Febres-ULA. Miembro del Centro de Investigaciones y Estudios en Literatura y Arte (Ciela) de la Universidad Nacional Experimental de Guayana (Uneg), Puerto Ordaz, Venezuela. En el ámbito editorial fue miembro del equipo que redactó el proyecto del Fondo Editorial Uneg, y es corresponsable del Proyecto de Investigación Unidad Incubadora de Publicaciones Uneg realizado en convenio de Fundacite Guayana y la Uneg. Es miembro de los consejos editoriales de Kaleidoscopio, Revista Arbitrada de Educación, Humanidades y Artes, y de la Revista de Divulgación Científica Copérnico. También integra el comité editorial de la Coordinación General de Investigación y Posgrado. Además ha pertenecido a comités editoriales de revistas académicas de prestigio nacional como Educere, Legenda y otras. Ha sido galardonado con varios premios nacionales e internacionales, entre los que se cuentan la Bienal de Ensayo Enrique Bernardo Núñez y el concurso “Cuentos sobre rieles”, entre otros. Cuenta entre sus publicaciones varios artículos en revistas académicas nacionales e internacionales y varios libros sobre la temática histórica y literaria. Mantiene el blog Saparapanda.