Santiago de Chile.
Revista Virtual.
Año 7

Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 79
Diciembre 2005

 

 

LOS DOS LENGUAJES
Mauricio Rábago Palafox
(México, Distrito Federal)


Al norte de la República Mexicana se encuentra el progresista estado de Coahuila. El Río Bravo lo separa de los Estados Unidos. Zona brava de clima inclemente, calurosísimo, que hace bravos e inclementes a los jóvenes.

Torreón es la segunda ciudad más importante del estado donde a muy temprana edad los jóvenes aprenden dos lenguajes: el español, salpicado de los modismos regionales y el de los golpes. Mucho menos refinado y culto que el primero pero más sólido y contundente. Ahí donde los argumentos, la lógica y la elocuencia fallan, un buen puñetazo pone punto final a cualquier discusión que se haya convertido en un marasmo de contradicciones, en un berenjenal o en un callejón sin salida. Un buen puñetazo, comunicación sólida, incontrovertible casi siempre, contundente, dirime de una vez por todas cualquier discusión.

Pues los personajes de esta historia son reales, así como los hechos que relataré, he decidido, como corresponde siempre en estos casos, conservar en el misterio el nombre verdadero de los implicados para mantener intacta su integridad moral. Así que a nuestro aguerrido protagonista, torreonense a cabalidad, mancebo corpulento como cebú, tostado bajo el sol de la laguna, lo llamaremos simplemente Don.

Se le llama Don a cualquier persona que por su edad o su altitud social merece ese tratamiento. De ahí Don Pedro, Don Juan etcétera. El pueblo llama simplemente Don, a quien a quien ignorando su nombre, quiere respetar. Un “Oiga Don” equivale a “Oiga Señor”

Un domingo a media tarde Don se encontraba como agua para chocolate, y no lo digo por sus lascivas urgencias, sino por su mal humor. La causa es que la vida a veces parece caernos encima en todas sus dinámicas: La morena de mis amores, prefirió de último momento al insoportable güerejo aquél, papá nos acomodó un sopapo porque sí, en la escuela nos ha ido de los diablos (del nabo se dice ahora), no hay dinero, las eróticas urgencias no son atendidas con la prontitud y diligencia que ameritan, y sobre todo, “malas acciones hicimos ayer” esas, nos calientan la cabeza tanto como el sol... ¡Ah, ese sol aborrecible de esta zona semidesértica! Que con su empecinado fluir funde el buen humor de los Torreonenses.

Aparcó Don su automóvil lo más cerca que pudo de la tiendita donde acudió a comprar un cigarro y le prestaron un encendedor para prenderlo. Le hubiera encantado apurar de un trago una cerveza helada, pero la plata... la mendiga plata había huido de sus bolsillos y no parecía querer volver. Eso le molestaba sobre manera, ¡no poder echarse ni una chela!. ¡Andar así de jodido! Eso lo mantenía muy bravo mucho más que el gran río que tantas vidas cobra cada año a los indocumentados que cual ñúes lo cruzan en busca de un trabajo que su patria les niega con la amarga mueca de la desesperanza. Esta tragedia le revoloteaba en el subconsciente ensombreciendo su hosco carácter.

El cigarrillo colgaba perezoso de sus labios. El aroma a tabaco quemado se mezclaba con el de su pretenciosa colonia para caballeros y el de su transpiración y esa mezcla producía el inconfundible olor a Don. Limpió con su brazo una gota de sudor que bajaba veloz por el entrecejo e iba inexorablemente hacia el lagrimal. Cerró los ojos momentáneamente mientras enjugaba el sudor y al abrirlos vio algo que tardó unos segundos en comprender: Un hombre ya cercano a la tercera edad se dirigía hacia el coche de Don con la evidente intención de dañarlo. Don se apresuró y carraspeó como diciendo:
“Ya te vi, no lo hagas” el viejo volteó y le espetó a Don:

- ¿Es tuyo el coche hijo de puta?

Aquel zorro plateado había entrado de lleno al callejón de los madrazos.

- Sí, ¿por qué? Contestó Don con torva mirada que haría retroceder al más valiente, pero el hombre se mantuvo firme como si la guardia presidencial lo protegiera y respaldara

Una rápido vistazo había confirmado a Don que el viejo obraba por su cuenta y riesgo, lo cual no dejaba de ser extraño.

Porque lo paraste en la puerta de mi cochera.

- Solo por un momento, bajé a comprar un cigarro. Contestó Don volviendo al terreno de las argumentaciones.

¿Un momento? ¡Tu chingada madre cabrón!

La adrenalina en el torrente sanguíneo de Don se disparó y de inmediato se le dilataron las pupilas y las fosas nasales, apretó los puños y las mandíbulas, se aceleró su respiración y ritmo cardiaco. Se dirigió contra el viejo dispuesto a hacerlo tragar sus palabras. Cuando lo tuvo a su alcance, el viejo sacó, sabrá Dios de dónde, una botella de Caguama (cerveza que rinde seis refrescantes vasos) la blandió cual bateador de las grandes ligas y la despedazó contra la cabeza de Don.

El rostro del viejo se transformó en una máscara de terror e incredulidad al comprobar que Don continuaba su embestida como tanque de guerra al que arrojan guijarros. Estaba tan intoxicado por su propia adrenalina que apenas sintió el impacto y el entendimiento se le nubló, acaso solo un poco. Su cráneo de roca, acostumbrado a recibir los puñetazos de sus condiscípulos, permaneció incólume. No así la piel que se le inflamó y sangró levemente.

¿Ese es tu mejor golpe pendejo?

El perplejo hombre no podía articular palabra. De pronto como un marro de albañil, el puño de Don se fue a estrellar de lleno contra la cara desencajada del viejo, sumiéndolo en la semi-inconciencia. No levantó la guardia, no hizo nada para evitar que un potente izquierdazo lo rematara un instante después. El viejo ya estaba noqueado. Pero antes de desplomarse como un costal de papas recibió otros dos pares de golpes de igual magnitud que los anteriores.

Al hombre aquél cuya cochera había sido bloqueada por el desafiante auto de Don, se le relajó la mandíbula, se le pusieron los ojos en blanco, se le aflojaron las piernas. Su cuerpo cedió a la gravedad y cayó al suelo en una posición grotesca.

Don observaba todo esto desde el fondo de su conciencia como quien ve una película, arrellanado cómodamente en su butaca, como si no fuera él mismo quien masacrara al viejo hacía un momento. Una parte de su conciencia permanecía tranquila y con un dejo de asombro se preguntaba ¿qué estoy haciendo? Y como siempre, ignoraba esa vocecilla. No había lugar para ese tipo de consideraciones en Torreón: jungla donde aún el león sobrevive con dificultad.

No bien se había desplomado el viejo, Don se percató de una segunda presencia.

Una vieja, seguramente la esposa del impertinente bateador, con uñas y manotazos trataba de detener la tunda, pero lo que no pudo la botella de caguama, no lo iban a lograr esas huesudas y nudosas garras de bruja vieja, deformadas por la artritis.

El ardor de un rasguño cerca de la oreja, obligó a Don a prestar más atención a la vieja arpía.

- ¡Ya déjelo!, ¡Ya déjelo!, ¡Ya deje...!

Un puñetazo silenció la histérica retahíla que surgía de la boca exageradamente pintada con lápiz labial color carmín y sumió a la bruja en la inconciencia.

Se derrumbó como un bulto junto al cuerpo de su cónyuge. Esa escuálida mujer no recibió más que una mínima parte del castigo que le había tocado a su marido. Los frágiles huesos de popotillo, apenas aguantaban a aquel saco de pellejos que era su cuerpo. Por suerte no tenía fracturas y aún respiraba.

Desde que Don compró el cigarro no había transcurrido ni un minuto. ¡Todo fue tan veloz!

- ¡Maldición! El cigarrillo no estaba por ningún lado. Tal vez debajo del bulto que era el viejo. ¡No le había dado más de dos chupadas!

A pesar de no haber transcurrido más que segundos, una docena de curiosos entre los que se encontraban tres niños uno de los cuales llevaba su pelota y su perro que movía alegre la cola, rodeaban al vencedor y sus dos víctimas yacentes.

Don sacó las llaves de su auto como preludio a su inminente partida del lugar de los hechos, cuando uno de los curiosos, tal vez un vecino lo interceptó diciendo:

- ¡De aquí no se va nadie! ¡Ha habido sangre y nadie se va hasta que llegue la policía!

Y en efecto, un hilillo de sangre brotaba del pico de la vieja gallina decapitada. La cara del otro era carne molida.

Ya más sereno pero perfectamente dispuesto a continuar combatiendo, Don preguntó secamente:

- ¿Y quién va a detenerme?

No hubo respuesta. La gente apiñada a su alrededor se retiró sumisa, respetuosa. Abrió paso para que Don llegara a su auto.

Encendió el motor del vehículo y se alejó sin prisas.

Una tarde de domingo tranquila en un barrio de la clase media de Torreón, sin mayores incidentes.

Con ese calor... Es natural que a veces la gente se gruña y se enseñe los dientes en una tranquila tarde de domingo en Torreón.

 

 

 

 


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