Santiago de Chile.
Revista Virtual. 

Año 6
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 68
Diciembre 2004


GEORGE SAND:

VANGUARDISMO Y SOFISTICACIÓN
EN LA VIEJA EUROPA

Por: Alvaro Oliva

George Sand fue aquella ambigua y estilizada figura humana que acostumbraba a sentarse en los bordes de las piletas de piedra del opulento París decimonónico, una escritora que a borbotones proporcionó vanguardistas pensamientos que, como la peste europea, atemorizó y diezmó la ideal imagen del matrimonio de una sociedad pretérita. Fascinante y repudiada esta francesa tomó la decisión de pocos; ser ella misma y desafiar las normas establecidas de un país que estaba lejos de ser la tierra prometida de las "libertades".

Su nombre original fue Amandine Aurore Lucie Dupin, sin embargo, adoptó un masculino seudónimo (George Sand) para identificar las letras de su pluma. Sus continuos amantes y su rechazo hacia el matrimonio, como dijimos anteriormente, desembocaron en una mala fama que no le impidió dar a conocer su potencial obra literaria que la transformó en una leyenda, que todavía se rememora en Francia.

Aún niña perdió a su padre, un oficial del ejército imperial . Su solitaria infancia transcurrió en el campo, en la localidad de Nohant, donde vivió con su abuela.

Se casó, en el año 1822, con Casimir Dudevant "unión" que fracasaría en el año 1831 y que sirvió de experiencia y material para sus continuos discursos contra el matrimonio, o "institución bárbara" como ella lo denominaba. Tras la separación, y con la intención de mostrar su impostergable creatividad, se trasladó a París, con sus dos hijos, para iniciar una nueva vida donde dijo e hizo lo que sus ideales le dictaron sin temer a las reprensiones y a la, a veces, involuntaria inconsecuencia.

Es así como viaja a esta ciudad y comienza sus amoríos con Jules Sandeau, mientras se dedica a escribir y a entablar amistad con literatos de gran importancia como Balzac.

En 1832, escribe "Indiana" y "Valentine", relatos que le dan prestigio y silencia las lenguas de las serpientes más venenosas de París que murmuraban sobre la ajena decisión de la escritora de vestirse de hombre y de poseer amantes sin tregua. Al año siguiente su carrera literaria continuó en ascenso, puesto que obtuvo un gran éxito con la novela "Lélia".

Después de terminar su relación afectiva con Sandeau, comenzó una relación con A. de Musset. Paralelamente, su talento en las letras continuó desarrollándose con la publicación de las novelas "Jacques" (1834), "André" (1835) y "Mauprat" (1837).

Más tarde, inició una apasionada relación con Chopin, constituyendo una pareja que fue comidilla de los habitantes de Mallorca, sitio donde vivieron un largo tiempo, siempre bajo las miradas desconfiadas y esquivas de sus habitantes. Su residencia en Cartuja de Valldemosa fue testimoniado en la obra "Un Invierno en Mallorca" (1842) y además en otros artículos donde la autora detalla los comportamientos de los habitantes de la isla.

En este período, Sand también entrega sus ideales sociales y humanitarios a través de novelas como "Spiridion" (1839), "El «compagnon» de la vuelta a Francia" (1841), "Horace" (1842), "Consuelo" (1843), "La Condesa de Rudolstadt" (1844), "El Molinero de Angibault" (1845) y "El pecado de Monsieur Antoine" (1846).

Así, la curiosidad que despertaba por sus viriles atuendos y continuas parejas encontró mayores espacios en las esferas políticas donde Sand expresó su ideología con la que defendía la democracia. Toda su incontenible energía quedó escrita en dos periódicos que funda en la década de los cuarenta ("La Revue Indépendente" y "L´Eclaireur"). No obstante, tras la revolución del 48, decide marcharse a Nohant sitio donde vivió hasta sus últimos días (1876).

Mientras se dedicaba completamente a la literatura entabló amistad con personajes tales como Dumas, Gautier, Flaubert y los hermanos Goncourt. En medio de la paz que le entregaba este lugar, alejada del bullicio de las multitudes enardecidas, escribió novelas referidas a la vida campesina como "El Pantano del Diablo" (1846); "Francois le Champi" (1848), "La Pequeña Fadette" (1849) y "Los Maestros Campaneros (1853).

Durante su vejez publicó una serie de relatos como "Los Apuestos Caballeros de Bois-Doré (1857), "El Marqués de Villemer" (1861), "Mademoiselle La Quintinie" (1863) y

"Laura" (1864). Escribió además libros de memorias como "Impresiones y Recuerdos (1873-1876). Tras su muerte se publicó su abundante correspondencia y su diario íntimo.

En sus obras Sand logró manifestar su interés por los problemas humanos y los ideales feministas. Sin embargo, su vida apasionada despierta toda clase de contradicciones en el entorno que la rodea. Su capacidad para expresar lo que siente le costó el precio de ser rechazada por algunos sectores de la sociedad francesa e incluso por muchos españoles que no asimilaron las críticas que ella emitió en algunos artículos periodísticos, especialmente, tras vivir en Mallorca.

Sus textos además fueron un llamado ha rescatar las pasiones censuradas por un orden social:


"El amor, golpeando su frente ciega contra todos los obstáculos de la Civilización"

"En Francia particularmente, las palabras dominan sobre las ideas"

"El verdadero modo de no saber nada es aprenderlo todo a la vez".

Su amor con Chopin duró 10 años, no vale la pena hablar sobre los detalles e imperfecciones de su relación, para eso contamos hoy en día con una serie de películas y exhaustivas biografías que logran saciar ese inexplicable interés de cualquier criatura humana por conocer las intimidades de los personajes preeminentes.

La indiscreción agobia, las fricciones de las relaciones íntimas no necesitan ser ventiladas, para eso ya contamos con nuestras inherentes cadenas (¿o me equivoco?). Es por este motivo que resulta más interesante tratar sobre el origen de ciertas hostilidades hacia ella; se puede desentrañar en los libros de la escritora un rechazo hacia algunos españoles y que, por su sensibilidad lastimada, no encontraron otra salida más que en sus letras. Su experiencia de vivir en Mallorca la dejó agotada, el rechazo de la multitud humana le desfiguró su ánimo.

Por supuesto que su estancia en ese terruño junto al compositor y pianista, Chopin generó toda clase de habladurías en una época más bien conservadora. Su presencia no era bien vista, sus paseos, sus costumbres y apariencia se convirtieron en el alimento predilecto de un pueblo alejado y sin muchas distracciones.

En su libro "Los Caballeros de Bois-Doré" es posible enunciar algunos fragmentos donde se refiere despectivamente, aunque no exclusivamente, sobre los españoles, específicamente a través del personaje Alvimar:

"Era un católico exaltado y tenía todos los defectos de los malos católicos de la España de Felipe II. Era desconfiado, inquieto, vengativo, implacable; sin embargo, poseía la fe; pero era una fe sin amor y sin luz, una creencia falseada por los odios y las pasiones de una política que se identificaba con la religión, para disgusto de un Dios bueno e indulgente, cuyo reino es menos de este mundo que del otro".

"No era ni bastante español, ni bastante italiano, o acaso era demasiado lo uno y lo otro. Un día era comunicativo, persuasivo o flexible, como un joven veneciano; otro día era altivo, testarudo y sombrío, como un viejo castellano".

"Un momento -interrumpió Alvimar-. El tal monsieur de Bois-Doré, ¿es hereje?

     -¡Ah, diablo! -exclamó su compañero riendo-. Se me había olvidado que sois un celoso, un verdadero español. Nosotros, los de aquí, no tomamos tan a pecho las disputas religiosas. Por causa de ellas, esta provincia ha sufrido demasiado, y ansiamos que la Francia no sufra más. Tenemos la esperanza de que el rey acabará en Montauban con todos los fanáticos del Mediodía; les deseamos una buena paliza, pero no como hacían nuestros padres, el dogal ni la hoguera".

Tras repasar algunas líneas se pueden distinguir ciertas ideas negativas hacia una parte del pueblo de la Península Ibérica, sin embargo, sus escritos constituyen hoy en día el documento histórico que recuerda como una mujer intentó cambiar las arraigadas costumbres de una sociedad inmóvil, la dicotomía de su apariencia fue el primer signo de rebeldía y confusión destinado a remover el agua estancada que contaminaba las mentes de los más intransigentes hombres del siglo XIX.

 



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