Santiago de Chile.
Revista Virtual. 

Año 6
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 62
Junio 2004

DALÍ

LA GENIALIDAD PRESCINDIBLE


Texto: Carlos Yusti


"Hay contra Dalí un horror muy parecido a esa hipocresía sádica que se disfraza de horror hacia el verdugo. Dalí trepa tranquilamente la escalera, pasa la soga por el cuello de André Breton o de Pablo Picasso y los cuelga sin el menor remordimiento. Pero, entre la multitud indignada que asiste a las ejecuciones, se encuentran muchos que llevan años ahorcando privadamente a Breton o a Picasso, que los han descuartizado y quemado a fuego lento en incontables mesas de café, en tertulias valencianas o parisinas o bonaerenses, pero que se mandarían a guardar apenas alguien les pidiera que firmaran sus opiniones.”

Julio Cortázar

El Dalí Avida Dollars, sobrenombre irónico que le endilgó André Breton, siempre estuvo años luz de aquel otro Dalí preciso y aguijoneado, embaderillado de surrealismo, de ese surrealismo que le permitió ablandar la realidad e incendiar jirafas en sus cuadros. O sea después de su etapa surrealista Dalí se convirtió en un hombre anuncio, derivó hacia el profesional del arte con un alto sentido del comercio y la publicidad. Delineó no sólo su estilo, sino sus características de actor rimbombante y rocambolesco, de artista a contracorriente, pero con el objetivo claro de vender su obra a buen precio. Su avidez de dinero era proporcional a su avidez de publicidad y megalomanía. Genio. Si. Ciertamente fue un genio peculiar que escandalizaba para brillar, aunque su trabajo plástico ya era sólo la maroma de una pinceladas aprendidas hace rato.

Dalí estudió muy bien su papel y debutó como artista contestatario con un dominio escénico sin igual. Sus presentaciones públicas eran dignas de un circo mágico. Salía de una enorme caja de regalo con una barra de pan en la cabeza. Daba conferencias con un traje elegante, pero el cual tenía adheridos un sin número de vasos de vidrio. Además estaban sus comentarios siempre reaccionarios y algo fueras de tono sobre tópicos artísticos o políticos.

Su estética surrealista llamó la atención de Sigmund Freud y él mismo cuenta que en una oportunidad conversando con el creador del psicoanálisis éste afirmó que el pintor representaba lo español en grado superlativo, que era lo más cerca que había estado de un fanático delirante. Pero Dalí parece una maleta viajera, toda llena de etiquetas y rumbos. Por eso etiquetarlo de genio o loco es lo mismo y creo que a él ya al final de sus días, enfermo, achacoso, con un respiradero de goma, ya fuera de la realidad, le importaba un pepino las etiquetas.

Inventó a Gala. De bruja mala del cuento poético con Paul Eluard pasó a ser una musa. Pero Gala, en el fondo fue una arpía. No tenía nada de ángel o si lo tuvo, pero sus alas eran de murciélago. Su relación con Dalí fue un forcejeo por la calderilla. Eran tal para cual. Dalí se inventa su musa, como Dante, y desciende al infierno del mercadeo estético. Dalí nunca pudo salirse de su rol de loco súper estrella debido a Gala y a las perdidas que todo ello acarrearía. “Aquí yace un actor consumado”, podría ser su epitafio.

Su pintura de la etapa surrealista fue la mejor, aunque uno prefiera a Paul Dalvaux, Matta y Magritte. Cuando el surrealismo quedó archivado por la historia de la pintura contemporánea, Dalí trató de retomar lo clásico desde una óptica espiritual y semionírica: Cristos en perspectivas, Vírgenes y personajes envueltos en pesados ropajes. Dalí quería trasmutarse en un pintor clásico, pero su destino estaba ya signado y no sería más que otro pintor a la saga de Picasso y Matisse. Como el pintor genial se había esfumado no le quedaba otra cosa que la escena pública para despistar sobre su empatanamiento como pintor, de su creatividad varada en el puerto de la vigilia. Para él la vida se convirtió en un gran escenario. Actuar como loco genial le reportó los frutos deseados. Y aunque estaba más allá del bien y el mal seguía delatándose como una sanguijuela reaccionara y monárquica en un tiempo en el que los únicos reyes que van quedando son los de la baraja española.

El otro Dalí imperdible es el escritor. El tono irreverente de sus textos es siempre desproporcionado con una implacable originalidad. La arbitrariedad de sus juicios, la pedantería de sus puntos de vista y la versatilidad antropófaga de su estilo es siempre tonificante. En su libro “Los cornudos del viejo arte moderno”, escribe: “¡Olé!, porque los críticos del muy viejo arte moderno llegados de las Europas más o menos centrales, o sea, de ninguna parte han metido en la olla del cassoulet cartesiano sus equívocos más deliciosamente rabelaisianos y sus errores de situación más truculentamente cornelianos de cocina especulativa. Los cornudos ideológicos menos magníficos exceptuando a los cornudos estalinistas son de dos clases: Primero: el viejo cornudo dadaísta de canosa cabellera, que recibe un diploma de honor o una medalla de oro por haber querido asesinar a la pintura. Segundo: el cornudo casi congénito, crítico ditirámbico del viejo arte moderno, que se autoreencornuda de entrada por la cornudez dadaísta.”

Dalí representó los dos linimientos del artista rebelde y con talento para crear una obra sin igual. Por un lado trasgredió todos los prejuicios estéticos y todos los lugares comunes en los cuales había desembocado el arte moderno. Por otro lado fue un malabarista hábil para publicitarse como genio y labrarse así un status en el mercado del arte. De allí que sus posturas y su pensamiento siempre estuvieron del lado de quienes pagaran mejor. No tuvo otra causa que su carrera artística y sus impertinencias verbales, combinado con su abierto compromiso reaccionario, le permitió abrir su sendero hacia la cúspide del éxito.

Se hizo de un público y vendió a buen precio su trabajo. Fue un adelantado estético como pocos y utilizó materiales diversos para sus creaciones. Nunca se dejó intimidar por la crítica. Alcanzó títulos nobiliarios y reconocimientos a destajos. Diseñó joyas, algún perfume lleva su firma, esbozó escenografías de operas, ilustró libros y otro montón de bisuterías; más que un artista fue una inigualable marca registrada.

Fue un genio dudoso y su genialidad tenía algo de fabricación publicitaria amarillista y desvergonzada. Su genialidad poseía algo de opereta con musa evanescente al fondo. Fue, si se ha de ser justo, una genialidad prescindible porque su genio estuvo en su vida absurda y rocambolesca. En su obra hay destellos de un gran talento, chispazos de agudeza surrealista. Luego quiso trasmutarse en un clásico, pero ya sus 15 minutos de fama se habían agotado, así como sus pinceladas pletóricas de sueños y realidad gelatinosa.

Los relojes blandos todavía dan la hora de su persistente anhelo: ser un artista a la altura de Velásquez.


 



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