Santiago de Chile.
Revista Virtual.
Año 1 
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 4.
12 de Abril
al 12 de Abril 
de 1999.

 
Ramón: el ratón
Gonzalo León 
Chileno 
1998 
  
 Fue en otro tiempo, en uno olvidado, o tal vez inexistente. Vivía en una pensión en Santiago de Chile; más bien en un pedazo de su cocina, habilitado especialmente para mí, gracias a una separación de madera terciada. Era un espacio no mayor a cinco metros cuadrados. La estrechez física por aquellos días no me preocupaba, pues lo que buscaba en un hogar ajeno era amplitud de criterios en un arrendador. Nada más. 
  

Mi vida era sencilla, como se imaginarán; tan sencilla que los visitantes más habituales a mi "pieza" eran dos roedores que, avanzada la madrugada, acechaban un extraño recipiente sintético en forma de envase de Coca-Cola, y que las oficiaba como basurero. Allí escarbaban por un buen rato -como es lógico me despertaban-, comían lo que tenían que comer y luego desaparecían por los mismos orificios del piso de parqué por donde minutos antes habían aparecido. Y pese al miedo que siempre había profesado por todo tipo de roedores, con el tiempo les llegué a tener un sincero afecto. Incluso, a ambos les terminé llamando "mis queridos muchachos". Cuando llegaba tarde por la noche y me topaba con uno o ambos jugando en la baranda que conducía a la cocina, yo les palmoteaba su trasero y ellos, como reconociéndome, subían alegremente por la baranda. 
  

No obstante, y a modo de incluirme en el lado de los llamados "seres humanos", todos quienes me preguntaban sobre la incómoda "plaga" que había en la pensión, obtenían la misma y seca respuesta de mí: "Sí, ya no sé qué hacer para dormir bien por las noches." 
  

Como el único tema que tenía en común con el resto de los pensionistas eran "mis queridos muchachos", esta frase funcionaba en mí como un acto reflejo. En otras palabras, aquella frase carecía totalmente de valor para mí. Era como estornudar; uno cuando estornuda no quiere decir nada. Es por ello que cuando Luchito Migraña -hijo de la dueña de la pensión y joven administrador- anunció el exterminio de Palomo y Pomelo -así les había puesto para diferenciarlos, porque uno era hembra y el otro... el otro no- yo casi me morí, porque ya estaba tan acostumbrado a ellos que casi los sentía como los parientes más cercanos que podía tener.  
  

Todas las noches dormía de la medianoche hasta las cuatro de la madrugada, hora en que me despertaba para alimentar a "mis muchachos", y tras ello jugaba con ambos, aunque a Pomelo lo que más le gustaba hacer era comer y no tanto jugar. Cerca de las cinco de la mañana me volvía a la cama y dormía hasta las ocho y media, hora en la que me levantaba definitivamente para ir al trabajo, que por esos días era de vendedor de libros de una editorial infantil. 
  

En general mi trabajo era muy agotador pues debía recorrer Santiago, la mayoría de las veces a pie, en busca de colegios y diversas instituciones que pudieran mostrarse interesados en el material que yo guardaba celosamente en mi destartalado maletín. Mi labor, como es de imaginar, era bastante solitaria; mis únicos amigos en este "trabajo" eran los choferes de microbuses y uno que otro taxista. 
  

Con todo, en mis recorridos mi pinta siempre fue impecable. Vestido de terno (tenía tres que iba intercalando día por medio), nunca tuve inconveniente para conseguir una entrevista con la directora de un colegio o corporación cultural. Incluso -y me atrevería a decir que, en gran medida, gracias a mi aspecto- durante tres años consecutivos obtuve aquel bono de productividad tan ansiado por los demás vendedores de libros de la editorial. 
  

Como era un excelente vendedor, con el tiempo mi situación económica fue repentinamente buena; "muy buena", según algunos, pero como la situación de un vendedor es siempre inestable, digo uno nunca puede mantenerse como el mejor, prefería ahorrar, y enviar periódicamente dinero a mi anciana madre. 
 Sin embargo, "este ahorrar" era catalogado por mi único amigo Pedro Ortiz -un poeta de origen argentino- como un síntoma más de mi "reduccionismo". "Reduccionismo" llamaba él al poco dinero que yo gastaba, a la habitación que arrendaba, a las pocas palabras que utilizaba; "en fin", decía Pedro, "uno de estos días si seguí así, te vai` a terminar matando." 

      
Lugar: Cocina
      Hora: De noche
Situación: Dos amigos conversando
sentados en la mesa de la cocina.
 
-Estoy de muerte -le dije a Pedro. 
  

 -¿Sí? Y se puede saber por qué -se apresuró a contestar él. 
  

 -Porque... -vacilé al borde del tartamudeo-, porque van a matar a Pomelo y Palomo. 
  

 -Me parece bien que, ¡por fin!, se deshagan de esos ratones amigos tuyos. 
  

 -¡¿Cómo que te parece bien?! -exclamé. 
  

 Y cambiando rápidamente de tema, Pedro repuso: 
  

 -¿Tienes alguna cerveza en el refrigerador o hay que ir a comprar? 
  

 -No tengo y, además como tú acostumbras a decir, "estoy planchado". 
  

 Y poniéndose de pie -y como hablando desde las alturas-, Pedro calmadamente dijo estas palabras: 
  

 -No te enojes, Ramón. Lo que dije, lo dije por tu bien. De una vez por todas debes comprender que Pomelo y Palomo, como tú los llamas, son sólo roedores; no son amigos tuyos ni parientes ni muchos menos "seres humanos". ¡Entiende! E-LLOS SON SO-LO U-NOS RA-TO-NES, y a los ratones, en una sociedad como la nuestra, se les mata. 
  

 Y cuando estaba a punto de replicarle algo, Pedro Ortiz añadió: 
  

 -Ahora,... mira tengo trescientos pesos, faltan quinientos y compramos dos cervezas.  

-Estiró la mano-. Pasa, yo voy a comprar. 
  

 La actitud de éste, mi único amigo "humano", era bien particular. Es decir, una persona que apenas logra mantenerse, que se califica como fanático de la ópera y que no se pierde función, gracias a mi dinero y al de otros -especialmente mujeres-, no podía tener una actitud tan altiva. O sea "si lo único que le importa a éste es beberse la mayor cantidad de cervezas posible, y nada más, yo no pienso contribuir con ninguno de sus vicios. ¡Que se las arregle como pueda!", recuerdo que pensé. 
  

 No solté ni un solo peso -y durante un buen rato no articulé palabra-, y entonces Pedro  

-Pedro Ortiz, gran poeta-, volvió a la carga de una manera más sutil. 
  

 -Ahora, con respecto a "tus queridos muchachos", creo que si la decisión fue tomada por el propietario, ya no hay nada que hacer. 
  

 -¡¿Nada?! 
  

 -A menos, claro está, que... -vaciló por un segundo- hagas algo absurdo e imposible dentro de tus posibilidades, como comprar esta casa. 
  

 En ese minuto, mis ojos se iluminaron. "Comprar la casa. Sí, ¿por qué no? Sería una excelente inversión", pensé, y luego, recordé todo el dinero que tenía ahorrado en el banco. 
  

 -Oye Pedro, ¿y si compro la casa? 
  

 -¡Estai` loco, Ramón! -y en seguida rió-. ¡¡Pero ¿de dónde vai` a sacar tanta plata?!! 
  

 -Para que te vayas enterando -dije con aplomo-, tengo unos buenos millones ahorrados en el banco. 
  

 -Sí -admitió Pedro un poco más serio-, pero dos o tres millones de pesos no bastan para comprar esta casa que, por lo demás, es bastante céntrica y -dio un vistazo a su alrededor- enorme. 
  

 -Dispongo de dieciséis millones -apunté. 
  

 -¡¡DIECISEIS MILLONES... DE PESOS!! -exclamó Pedro con un gesto que en el fondo decía "¿de qué me estai` hablando? Tú no puedes tener esa plata en el banco"-. Es una broma, ¿cierto Ramón? 
  

 -De ninguna manera. Tengo dieciséis millones de pesos depositados en el Banco de Chile. 
  

  -Bueno, si cuentas con ese dinero, perfectamente puedes comprar esta casa -dijo Pedro, todavía incrédulo. 
  

 Pedro no era tan sólo un poeta; antes de serlo, día y noche había trabajado en la oficina de corretaje de propiedades de su padre, por lo que era de alguna manera una autoridad en la materia, o al menos así lo consideraba yo. 
  

 -Entonces, ¿si hago una oferta mañana mismo, podría comprar esta casa?... Me refiero a si el precio está en relación a lo que tengo. 
  

 Pedro agitó afirmativamente la cabeza. Y en ese instante supe que podía salvarle la vida a Pomelo y Palomo, y me embargó una alegría tal que compré muchas cervezas; tantas que estuvimos bebiendo hasta pasada la medianoche. 

 En la mañana, antes de salir a entrevistarme con mi ejecutiva de cuentas en el Banco de Chile -había decidido no ir a trabajar en la mañana-, le escribí una nota a Luchito Migraña para manifestarle mi intención de adquirir "su" casa. 
  

 En el banco, la ejecutiva me aconsejó que no ofreciera más de quince millones. "Y si no confía en ti", agregó, "manda a la propietaria a hablar conmigo, y aquí yo lo arreglo todo. Te lo aseguro." 
  

 -Gracias, muchas gracias -le dije al despedirme, y me fui a almorzar, y luego, a trabajar. 
  

 Volví a la casa como a las nueve de la noche, tal como le había anunciado a Luchito  
Migraña en la nota, pero para mi sorpresa él no se encontraba. Y como las ganas de resolverlo todo me consumían, decidí ir a tomarme unas cervezas a la fuente de soda de la esquina. Al regresar, Luchito estaba de vuelta, conversando con otro pensionista, muerto de la risa, en la cocina.  
  

 Al verme entrar lo primero que hizo fue hablarme con una sardónica risa entre los labios. 
  

 -¿Así que me querías comprar la casa, Ramón? -Meneó la cabeza y añadió-: ¿Sabes? Antes pensaba que estabas loco, pero ahora estoy seguro. -Rió un buen rato y luego continuó en el mismo tono-: Mira que comprarme la casa. Ja, ja, ja... 
  

 -Yo no te quiero comprar la casa a ti -sentencié con seriedad-. Sé que es de tu madre, y no soy ningún loco. 
  

 -Lo que pasa es que mi mamá vendió, hace unos meses, esta casa a mi tía. 
  

 -¡¿Cómo que la vendió?! -exclamé aterrorizado. 
  

 -O sea no la vendió, pero pagó con ella una antigua deuda que tenía con la puta de mi tía. 
  

 En ese minuto sentí que todo mi mundo se desmoronaba, que de nada había servido todos esos bonos de productividad que había ganado. En fin que mi vida era un desastre. 
  

 -Pero no te preocupes -repuso Luchito, quien bebía tranquilamente un vaso de cerveza-, porque ya solucionamos lo que te molestaba. 
  

 -¿A qué te refieres? 
  

 -A los ratones, ¡a qué más!  Hoy los matamos. Fue más fácil de lo presupuestado, ¿no cierto, muchachos? 
  

 Los muchachos agitaron la cabeza, complacidos y orgullosos, y yo sin poder aguantar la noticia que me habían dado, di media vuelta, me detuve en las escaleras que conducían a la cocina y desde allí oí unas risas, y un comentario que decía más o menos así: "Este tipo sí que está zafado." Y no aguanté más, y salí corriendo de la pensión con el objetivo de ubicar a Pedro Ortiz, mi único amigo en el planeta. Sin embargo, aquella noche me fue imposible ubicarlo, y en los días que siguieron corrí con idéntica suerte. 
  

Sólo diez días después me enteré por los diarios que Pedro Ortiz, bajo el seudónimo de Ramón Eltit -mi verdadero nombre-, había obtenido el Premio Pablo Neruda. En ese minuto -en que yo me veía desprovisto de todo: amigos, mujer, un buen empleo, satisfacciones propias, poesía... en fin de todo "lo bueno"- me quise suicidar; pero fue sólo un momento porque al rato el gerente de la editorial anunció que por cuarta vez consecutiva había obtenido un bono de productividad.  
  

-¡Felicidades, Ramón! -dijo el director de la editorial con un gesto lleno de risa, y luego me entregó un horrible galvano y el cheque correspondiente. 
  

Y cuando el fotógrafo decía "no se muevan... Así, así. ¡Quietos!", divisé a dos ratones asomándose por entre la puerta de la bodega. En ese momento -el del ¡FLASH!-, sonreí como nunca antes había sonreído... ¿Y la foto?... Todavía la tengo,... enmarcada en el living de mi actual casa, en la comuna de Lo Prado, donde los ratones abundan. 

 
Si quieres escribir a Gonzalo León: leon@chilemix.com  
Si quieres leer más de sus cuentos y un exelente cómic visita su  página en: http://www.geocities.com/Paris/Salon/5021 

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