Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 4
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 38
Abril de 2002

RICARDO YÁNEZ
Y LOS RECURSOS DE LA INOCENCIA

Desde México, Jorge Solís Arenazas.

Advertía Nietzsche que "las grandes cosas exigen que no las mencionemos o que nos refiramos a ellas con grandeza: con grandeza quiere decir cínicamente y con inocencia". Justamente así puede definirse el tenor que envuelve la poesía de Ricardo Yánez (Guadalajara, 1948). Sin proponerme aquí abarcar todo lo que esta escritura significa, su riqueza múltiple, me limito a ciertas aproximaciones a partir de dos trabajos esenciales: Divertimiento (1971) y Escritura sumaria (1977), reunidos en la segunda edición de Ni lo que digo (1998).  

I  

"A Yánez -asegura José Homero- la soledad le interesa no como consecuencia de la desigual repartición de la riqueza o de la atroz condición humana, sino en relación con Dios. La divinidad preside este universo y los poemas se asumen como una manera de formular un diálogo con esa omnipresencia elusiva. (...) Los otros temas cardinales resultan la relación con la mujer, la dimensión mortal con la inherente zozobra por el transcurso del tiempo y la preocupación por el sentido de las voces". Coincido que, en lo fundamental, esta descripción abarca los hilos de la madeja escritural del poeta. Acaso pueda añadirse que la actitud de Yánez corresponde a dos bases generales: el asombro ante lo sencillo y cotidiano, de un lado, y la sacralización (no deificación), por el otro.  

            El asombro ante lo cotidiano revela a un poeta atento a las particularidades de la vida concreta. En su verso hay una penetración de un lenguaje muy vivo que no depende de las fabulaciones, sino de su ojo agudo frente al orden cotidiano, de su capacidad por alumbrar ciertas cosas (objetos, emociones, rasgos, relaciones) allende su estatus normal. Pero de esto no puede seguirse que sea un escritor de la cotidianeidad. Ocurre que él, como todo poeta, parte de cierta desrealización, y desde ella es que su escritura se posibilita.  

            El primer sentido de lo cotidiano lo encontramos precisamente frente a un tema absoluto, Dios, lo sagrado, con un aire metafísico que es acaso el reverso mismo de la cotidianeidad. Yánez busca y encuentra a Dios no sólo frente a la experiencia religiosa excepcional, la revelación, sino en cierto intimismo de los días, en su transcurrir apacible y transido de elementos simples. Sólo así la mirada puede ampliarse para encontrar la presencia sagrada en todo:  

            En el zumo de una lima, al morderla,

            o al tocar unos brazos de mujer,

            en el encuentro de un infinito de construcciones al alargar la vista

            y en el ritmo bestial, primigenio, del mar,

            encontramos, siempre, la imagen de nuestro dios.  

Así, la transparencia se convierte en una ruta hacia lo divino, y la palabra diáfana, el decir sin atavíos, son una necesidad vital del ser preocupado por Dios. Pareciera que la verdadera revelación se da no en el acto privilegiado, sino en la profundidad no advertida de todos los actos posibles.

Además, hay asombro no sólo de ese mundo presente con la simpleza de la vida concreta, es decir, fuera de toda experiencia límite (o bien ¿debemos decir mundo que restringe toda sencillez por convertir todos los actos de la vida en experiencias límite, donde sólo lo extraordinario es factible?), sino un asombro por el descubrimiento de Dios, lo que la misma cotidianeidad nos impele a ignorar, a dejar de lado en pro de una vida cada vez más sistematizada en la frialdad, en soledad fraguada.  

            Las tuercas giraban con minuciosidad

            y el aparato se desarmaba.

            Curiosamente, nadie hacía caso.

            El aparato decía SOY DIOS.

            (Y sí era.)

Una de las tendencias más características de la era moderna será esa ignorancia de dios o bien, de manera más general, del "centro" de la existencia. Hay que recordar cómo era aturdido Pascal por esta omnipresencia de lo periférico... No se trata sólo de que las creencias o la filiación respecto de ciertas religiones se disipen, sino que la religiosidad misma, la sacralización, se ven medradas. El signo del hombre moderno se encuentra desorientado, y en esta pérdida, en esta ignorancia se encuentra gran parte de su definición. La actitud del poeta parece tomar en cuenta lo anterior. Si esto es exacto, su búsqueda de dios indicaría una postura vital por superar este desamparo del hombre moderno, este borde permanente.  

He dicho que el poeta ve a dios en todo. No creo, sin embargo, que pueda leérsele como un rasgo nacido del panteísmo, sin más. Su perfil me recuerda, en cambio, a Pascal, en otro sentido. Este advertía que el dios era deus absconditus; el conocimiento de lo divino sólo era factible, quizá, a aquellos que emprendieran la búsqueda. Por ello es que esta aproximación de Yánez a lo divino parece ser neurálgica, eidética. Y así, no busca lo extraordinario, sino que a partir de elementos cotidianos la conciencia sobre un dios presente en todo se hace posible.  

Este baño es mi castillo,

y estos orines mis ríos,

y esta flor,

esta flor

eres

tú,

Señor.  


En otro poema (Flor 1) apunta:
 

            Es posible respirar a dios en esta flor.
 

            Toda la historia se concentra en ella,

            en su medio, su fin y su principio.
 

            Por esta flor es que el mar remueve eternamente las arenas

            y que la gente reza, come, ama, defeca y muere.  

La pregunta que cabría es ¿qué entiende Yánez por la idea de lo divino? En uno de sus poemas dice que "dios es sí y si", esto es, afirmación y condición o, en otras palabras, certeza y circunstancia. Este doble sentido va a prevalecer en todos sus poemas, por lo que podría afirmarse que más que una definición de dios se halla en ellos unos experiencia frente a lo divino, que algunas veces es certera y otras tantas condicional, más circunscrita a una búsqueda con cierta esperanza, a un tenor vago, que a lo que pueda decirse afirmativamente. Pero lo que sí hay es una muy clara idea de lo sagrado. Se debe recordar que la conciencia sobre un axis mundi es indispensable al respecto. El fundamento sobre la noción del distanciamiento frente al caos, el centro sagrado, se señala muy bien en el poema Flor 3:  

            Hay flores que ordenan el universo.  

La fundamentación de un cosmos, así entendida, remite por necesidad a otros dos conceptos, significar y ser. En este caso, el poeta aspira a lo total, como en toda experiencia religiosa: ser y significar. Si bien él opta por ser, sabe que hay seres ante los cuales parece darse una unidad sagrada, en contraste con otros tantos que se enfrentan a lo vacío; o mejor, son la vacuidad misma:  

            No me importa significar: me importa ser.

            Y esos pájaros ahí

            parecen significar, y, sin embargo, ser.

            Esa ventana, si tan sólo pudiera traer esa ventana

            y colocarla aquí; de modo que pudiera ser vista por todos uds.

            Una troca cruza el infinito azul.

            Mi alma siente cambiar lo que el mundo cambia.

            Pero hay un punto-Dios que permanece.

            Hay algo de materia muriendo para ser.

            Pero hay tanto ser para la nada.  

"Mi alma siente cambiar lo que el mundo cambia". La expresión muestra la totalidad y testimonia una religación elemental. El yo lírico y el mundo forman cierta unidad, y ésta parece ser un rasgo de la experiencia de dios para Ricardo Yánez.  

            Lo que desconcierta es el cambio en su escritura. A veces la palabra es "dios" y otras tantas, como en éste último, se trata de "Dios". A pesar de que los sentidos confluyen queda abierta esta interrogante, acaso ociosa por la misma correspondencia ya señalada.  

            Hay otro poema, Alfonso, que es peculiarmente inusitado. El estilo tiende hacia lo conversacional, ciertas pautas coloquiales son muy claras en él. Pero cuál es la significación de este poema dentro de la escritura del poeta. Acaso pueda responderse desde Kierkegaard, señalando que para éste la experiencia del mal era indispensable para la ulterior vivencia de lo divino, aunque es posible que el significado desborde el problema de lo sagrado que se ha querido mostrar y vaya hacia otras latitudes más terrenas (pues el poeta también tiene una obsesión muy clara y penetrante por lo terrenal).  

            ¿Quién diría de Alfonso algo bueno?

            No su madre, por cierto. Y su padre menos.

            No su novia tampoco, ni sus amigos.

            Sólo la Juana y la Azabache

            a las que se cogió entre las milpas

            una noche estrellada de junio.  

II  

Me parece que aquí emerge el tema de la soledad, ciertamente ligado al de dios. La condición solitaria es experiencia de este no poder ver a la divinidad, donde la palabra "ver" es algo más que su significación unívoca.  

            Sumamente

            azul

            me tiendo en el suelo

            como una toalla

            azul

            al centro hay una

            lagartija

            de cristal

            que no me encuentra.  

En todo caso, el tono que adquiere el poeta es doble. De un lado, es el asombro, la esperanza; comparte lo que le ha sorprendido en la búsqueda frente a dios; del otro, es el tono de la acritud que despide sus virutas solitarias. Este último se da frente al anonimato. Así, la soledad podría empezar a ser sospechada, para Yáñez, como la ausencia de tres centros indispensables: dios, el amor, la poesía.  

            Uno de los ejemplos que representa este tono desgarrado es el del Oficinista. La soledad que implica es la del hombre que se acostumbra a sobrevivir entre simples corridas unilaterales, unidimensionales, del tiempo, de las actividades gratuitas donde la existencia se ve alienada. Algo le indica que está vivo pero la sentencia es admonitoria: "siempre ha sido tarde para todo".  

            Un tono parecido lo tiene en el siguiente soneto del libro Ni lo que digo:
 

            Echó un poco de sal en su corbata

            mas no se la comió cual pretendía

            quizá le pareció que estaba fría

            aparte de que no era muy barata
 

            Pintó en su corazón de hoja de lata

            una dulce canción que se sabía

            pero le reprocharon la alegría

            y se compró un chaleco color rata
 

            Consideró que el sol era la luna

            y que la luna nada finalmente

            y se quedó mirando su presente
 

            como quien ve llover y no se moja

            como quien huevos fritos desayuna

            mientras la rosa suya se deshoja.
 

Y en El hombre solo también hay una especial soledad del hombre ya cadáver. La muerte abre la conciencia de la condición solitaria y toda voz se hace monólogo. La soledad sólo puede decirse ante sí misma; ya no hay opción comunicativa, ni religación alguna. Todo es sensación de encierro en un doble aspecto: el del séptico y el de la eternidad solitaria de lo mortuorio. El cadáver ya sólo tiene posibilidad monológica; su encierro total pasa por un aislamiento contundente que disloca todo los límites:  

Hoy vinieron arañas

a achatar las esquinas de mi techo

(gris-húmedo mi cuarto

hoy, clausurado el cielo)

y florecieron moscas

en todo el cable eléctrico.

Con frazada de polvo

alguien cubrió mi cuerpo.

Los piadosos ratones

me han traído carroña del subsuelo.

Hoy -hace mil años- he muerto.  

Al hombre desgarrado en la experiencia solitaria el poeta lo nombra de manera muy clara: es "el pesar insistente de ser nada". El signo de su vida es la ausencia de peso, todo es lívido y exterior, de tal suerte que su utopía se reduce a tratar de no verse en el espejo. La invisibilidad del rostro pesa tanto que se quisiera huir de él. En otras palabras, "se sabe sólo sombra de su sombra".  

Otro de los sentidos posibles de esta soledad puede encontrarse en la conciencia de la vulnerabilidad, que Heidegger tenía por cuestión central ("el ser para la muerte"). Esta visión sobre la fragilidad de toda existencia, además, no es sino otra forma de vivir la cuestión de lo sagrado.  

            Hay días en que no quisiera abrir la puerta de mi cuarto porque tengo miedo de que todo se

            convierta en humo.

            Y hay días en que salgo a toda prisa de él, temiendo que el humo esté en mi cuarto.  

La cuestión es clara. El yo lírico da cuenta de la doble vulnerabilidad del ser en este juego interior/ exterior. Otro poema resalta esto frente a lo cósico, como si el verdadero signo del existente fuera con toda justicia este ser para la muerte, esta desnudez pendiendo del hilo más endeble:  

            Se está tirando el bóiler. Hay que apagarle.

            Se encordó este reloj. Hay que arreglarlo.

            Hizo frío por la noche.

                                             No lo olvides.  

Esta conciencia de nuestra fragilidad no es, sin embargo, unívoca. Se presenta en el hombre de manera muy diversa. Para Heidegger, "de que es entregado a la responsabilidad de su muerte y ésta es, por tanto, inherente al «ser en el mundo», no tiene el «ser ahí» inmediata y regularmente un saber expreso (...)". Sin embargo, no por ello deja de ocurrirle a cada instante. El ser de pronto abandona la visión sobre su propia muerte mientras ésta le acontece de manera inexorable. Se da, pues, una condición variable entre la conciencia del ser y de su muerte, el desvelamiento de su fragilidad y los otros puntos por donde la línea de su vida va recorriéndose. Así parece ser en este poema de corte redundante, que muestra, a su vez, gran parte de lo que significa la escritura de Yánez:  

Mientras la muerte nos pudre beso a beso

nosotros pensamos en manzanos y en pájaros.
 

Mientras la muerte nos pudre beso a beso,

nosotros pensamos en ríos y en patos.
 

Mientras la muerte nos pudre beso a beso,

nosotros pensamos en ciudades y en amadas.
 

Mientras la muerte nos pudre beso a beso,

nosotros pensamos en atrios y en nogales.
 

Mientras la muerte nos pudre beso a beso,

nosotros pensamos en submarinos.
 

Mientras la muerte nos pudre beso a beso,

nosotros, a veces,  pensamos en nosotros, en la muerte, en dios.  

El "a veces" parece señalar algo crucial: la conciencia de la muerte parece más un destello; no se desprende de suyo que no sea algo esencial. Esto se ve de manera clara al estar indicando el nosotros, y especialmente la referencia a dios, que es punto cardinal de toda su poesía, como se ha intentado destacar.

III  

Yánez, interesado por lo divino y la soledad no puede dejar de darle al amor un lugar prominente en su obra poética. Este, desde luego, va entre dios y la mujer. El tono es de eminente celebración. Incluso es aquí donde su escritura parece más libre y despreocupada, no por ello menos importante o de vuelos más insustanciales. Por ejemplo, su incursión en ciertas formas derivadas del canto libre son aquí muy especiales (en una cajita de oro/ vi una estrellita de plata/ el amor se entrega entero/ si no nomás se maltrata). Al respecto, parecen ser dos las notas considerables, a saber: la forma en que se dan las visiones del yo a partir del amor y, del otro, la corporeidad presente, que de ninguna manera corresponde a las presencias corporales de la poesía erótica.  

            Lo primero que hace Yánez es trazar el yo en tanto que yo ante el amor. Se trata  de la relación mediante la cual el ser se describe sólo ante aquel. La imagen se trata de quedar "atrapado" en su cuerpo, ser pescado por él; de poder definirse, merced a su presencia, como algo más que hastío; de verlo frente a frente mientras pareciera que uno ocurriera fugaz y soslayadamente:  

            A veces es una araña la palabra amar

            una araña en las vigas de la casa

            y uno es la mosca la tonta mosca
 

            A veces el amor es una aspirina

            vieja olvidada en el botiquín

            y uno no el dolor de cabeza sino el aburrimiento

            A veces el amor es una botella de tequila

            escondida en el fondo del ropero

            y uno la mano oscura y el trago rápido.  

Pero este ser hablante no es, de ningún modo, unitario. Si bien no se trata en este punto de la capacidad del poeta para crear distintas voces, cada una con su propio estatuto, hay que decir que la unidad se ve ciertamente cuestionada. La referencia es obviamente la interrogación al yo hablante frente al amor, una cosa que posee a la vez los tintes de algo muy concreto y abstracto. Hay cierto desdoblamiento, cierta dislocación (sin caer en ningún dualismo); el ser es ahora la encrucijada ante su propio existir. ¿O es que sólo desde al amor lo aparentemente uno puede cobrar visión prístina sobre su multiplicidad, su diferencialidad respecto a sí, en todo caso constitutiva? Como sea, la respuesta de Yánez es nuevamente al ser que se define como un yo ante el amor.  

            Si me emborracho pienso en ti.

            Si me viene el amor a las palabras, a los ojos, al llanto,

            a los cigarros alas, al tequila sauza,

            ¿en quién voy a pensar?

            Hay un Ricardo Yánez que me pega, que todo el día me pega,

            y hay un Ricardo Yánez que te ama. Ése es el bueno.  

El sentimiento amoroso, su sentido, es capaz de remediar la fractura sin redimirla en la simple disolución.  

            Por otro lado está el amor vivido en una suerte de concreción. Otra vez el yo se define sólo frente al amor; fuera de ésta la incertidumbre deja abiertas sus esclusas. La constante del sentido de lo amoroso es entonces su posibilidad de horizonte definitorio del ser. Por ello mismo se puede abordar la cuestión de la "entrega física", del cara a cara por excelencia. El tono vuelve a inscribirse en lo diáfano, no sólo por cuestiones estilísticas muy concretas ni por el trabajo del poeta sobre los vocablos, sino porque la estela de la naturalidad impele estos versos. De un lado, la desnudez, la mujer, las presencias variadas pero convergentes de lo acuoso; del otro, las adjetivaciones muy concretas: lo dulce, lo amable, lo arrullador que es factible desde la apacibilidad, etcétera.  

            Mujer que me alargas un brazo

            en ademán de lluvia

            y estás tendida en la sábana

            como un charco de Dios

            para mis brazos,

            mujer que mueves tus labios de barca

            y alargas una canción antigua

            de sirena perdida en un tiempo extraño,

            mujer que elevas tus burbujas

            mientras yo te desnudo

            de tu agua

            y te descubro

            agua,

            infinitamente amable y dulce

            como un pez al que no hubieran

            afectado las inundaciones,

            mujer que me llama

            y a la que voy sonámbulo,

            lugar en que caigo de bruces cada vez que tropiezo

            y me arrulla en sus brazos

            y me canta canciones

            de cuna,

            mientras yo me finjo -y me lo creo-

            ser un gran soldado.  

            Lo único que ahora es menester agregar es la visión del ser para otro, pero a partir de un dictado que alude nuevamente a lo redentor. La diferencia se establece desde la corporeidad como esencia. La constitución del ser frente al amor se da en un plano doble. Porque no se trata de que todo se reduzca a la Forma del amor, en el sentido platónico de la expresión, y que la corporalidad compartida y abierta (apertura del ser en el más estricto tenor) venga a ser cuestión ponderada desde lo secundario o derivado. Más bien en lo eidético encaja este cuerpo como ser y este ser como cuerpo para el otro. A esto se hizo alusión cuando se afirmaba que el amor es tanto lo más concreto y lo más abstracto (lo mismo que Kierkegaard decía respecto de la libertad).  
IV  

En suma, la escritura de Ricardo Yánez es una de las más abiertas (aunque no fáciles), libres y múltiples (en el estricto sentido de sus registros) de la literatura mexicana de los últimos años. Su profundidad, su tacto para percibir la belleza tanto en dios, el tema absoluto por excelencia, como en los momentos cotidianos revela su mirada de largo alcance, su profusa y despierta sensibilidad. Además, hay que recordar que es uno de los poetas que más ha trabado convenios con los poderes de la ambigüedad. Se ha dicho que su renuncia (o en ocasiones su trabajo de dispersión, sus relativizaciones) a la puntuación se debe a la comprensión que el escritor tiene en torno al nacimiento del verso desde el fundamento rítmico y musical. Me parece que si bien es cierto que sus líneas poéticas son de las más flexibles y fluidas de nuestro horizonte literario, el motivo principal de la cuestión es su capacidad para llevar la ambigüedad de manera muy certera, sin necesidad de acudir a elementos crípticos o renunciar a ciertos tonos genéricos para perderse en detalles. Es decir, en pocas obras como en ésta puede comprobarse el hecho de que la literatura depende totalmente de la polisemia, siendo un trabajo de creación de significados múltiples partiendo solamente de unos cuantos significantes.  

            Algo más para concluir: su perfil siempre acusa inocencia. Esta es una faceta, sin duda, de su religiosidad; esto es, se vuelve rasgo vital, toda una actitud del existente. Mas en ningún momento puede hablarse de ingenuidad. Me parece que desde este lugar es que parte su decir. Y ante temas excepcionales lo mismo que ante los que (sólo de manera dudosa y provisional) podemos llamar ordinarios sabe encontrar el asombro justo como lo hace el niño, el no contaminado por las visiones habitantes del mundo, de los sistemas diversos. No puede ser otro el fundamento de su transparencia y su capacidad de inmersión a profundidad. Quede este último poema como prueba de ello:  

            Una mañana antigua

            la gente despertaba

            abriendo sus balcones

            para ver qué miraba

            miró una mariposa

            de mirada dorada

            alguien dijo qué miras

            y alguien respondió nada.

             

Si quieres comunicarte con Jorge Solís Arenazas, puedes hacerlo a: poiesis@prodigy.net.mx
Su sitio web es: www.mexicovolitivo.com


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