Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 4
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 37.
12 de Enero al
12 de Febrero de 2002.

AURORA REYES:
LA PRESENCIA DE LA MUERTE

Desde México, Jorge Solís Arenazas.

              Este texto también es una especie de vitrina testimonial de la amplitud y la fuerza con las cuales Aurora Reyes penetró en el estrato eufónico de su obra. Más sensual que sonora, su poesía no desconoce la centralidad rítmica de la palabra. Varios logros de la poeta residen en este punto, pues acude a una escritura pendular siempre variable entre el verso libre y el cuantitativo, generando yuxtaposiciones diversas de una riqueza indiscutible. Porque, además, Reyes, como todo gran poeta, no es  una simple artesana del sonido y el tiempo, sino que en sus poemas se confunden tales referentes con los problemas del sentido y la significación. Tal es la tensión que sabe no sólo generar sino acompañar con un elemento de riesgo, amplio y sagaz. De suyo se comprende que los problemas de estilo no sean ordinariamente exteriores. Cuando se ha dicho que la poeta es maestra polifónica no sólo se ha hecho referencia a la talla sonora de sus poesías sino al sentido de las mismas, la vuelta al ritmo, pues, como una concepción del universo, noción múltiple que ella forjó no sólo en la poesía sino en su vivo interés por el mundo del mundo prehispánico.

I

  Lo primero que revela el encuentro con La máscara desnuda es la epifanía de la muerte que se interioriza en el ser, apoderándose de los perfiles de su intimidad; aparece "dentro" del yo del poema, no "ante" él. Con esto una de las notas constantes en todo el recorrido se deja adivinar: la muerte en la geografía de sus misterios es uno de los rasgos constitutivos del gesto de lo humano; ineluctable como tal, para comprender la condición del existente. 

            Por otro lado, la epifanía indicada es de naturaleza primordialmente sensual. No se sabe la aparición de la muerte, se le identifica únicamente por la oquedad y por el golpe anunciante. De ahí que se le pueda aprehender incluso en su "color" ("...dorada/ por un oro manchado de musgo verdinegro"). Luego entonces, su reconocimiento es tarea de un ojo que va más allá del dato sensible; es el dato sensual. Porque la constante presencia de la muerte se reviste de una voluptuosa dinámica inclinada siempre a una serie de experiencias de los sentidos. No quiere decir esto, sin embargo, que la penetración de la muerte sea más material. Hay un tono que no es, en rigor, abiertamente metafísico, aunque se mantienen algunos resabios místicos en él.

            El otro punto de tal epifanía es el reconocimiento de la interioridad de la muerte que define a la realidad de manera más precisa. Ante ella, el mundo real cobra una proporción más exacta aun si el dibujo que hace posible la comprensión está compuesto de las líneas invisibles. Se trata, por ello, de una revelación: el conocimiento no es precisamente trofeo exclusivo de una razón en su tiempo como continuo. La dimensión en todo momento es más aleatoria y contingente.

            En lo más entrañable de mi ser ejecutas

            las invisibles líneas del rostro verdadero,

            entregando al proyecto sin límite del polvo

            las columnas del vuelo.

           

Es decir, la interioridad de la muerte llega hasta "lo más entrañable del ser", que es su núcleo eidético. Por esta última acotación es claro que se habla más del misterio de lo mortuorio en su marejada de misterios que de la experiencia asible del momento de la expiración en sí misma. De ahí que tal enfrentamiento sea simbólico o, mejor aún, mítico y sagrado; de ahí, por vicisitud, que sea ésta la vía de irrupción a la zona más latente de lo "real".

Finalmente hay ritualidad en el tono de los verbos. No se debe olvidar en todo caso que se trata de una danza, la creación de un tiempo paralelo y mágico por el movimiento rítmico del cuerpo, de la existencia misma. Más que la duda o el horror cósmico a la muerte, la presencia es la de su celebración sagrada, una comprensión que es justamente más religiosa, mágica, que conceptual. Esto no implica irracionalidad. Como bien apunta Lezama Lima, la poesía no es ilógica por el hecho simple de habitar los linderos prelógicos. Su conocimiento por revelación niega la división llanamente dicotómica de la existencia. No es la del concepto su universalidad. Por ello en el decir poético más que consensualidad hay comunión.

            Comprendo la serpiente vertebral de la danza

            prisionera en el eje de su reino vacío,

            la angustia del compacto poder con que se anuda

            a su tallo, la ausencia dura del equilibrio.

            Conozco las antenas amarillas,

            la textura del hielo,

            los inocentes labios de la sangre

            remasando a la orilla del cabello,

            y los interminables corredores azules

            por donde se desliza, calladamente, ESO

            que comienza entre el sueño y la simiente.

            En esta última estrofa se ve con claridad mayor la experiencia voluptuosa y sensual que acompaña a la epifanía de la muerte en la intimidad del ser. Se apuntan las experiencias visuales (el color amarillo de las antenas, azul de los corredores) y táctil ("la textura del hielo", los labios a la orilla del cabello)... Pero de mayor importancia es la estrofa anterior, donde la imagen se establece desde la ausencia que es angustia, punto de la revelación: no hay equilibrio y a partir de esta visión lo demás se desnuda, el sentido de aquella unión suspendida del movimiento y la quietud perenne, la serpiente y la danza, se ofrece en toda su diafanidad.

            Saberse mortal no se homologa con comprender que ha de llegar el punto donde todos morirán, sino comprender la falibilidad de la existencia propia y vivir cada instante con esta comprensión. Por ello mismo la presencia de la muerte es un tanto irreal: flota en su anuncio más que en su aproximación efectiva, ocurrida sólo en la eminencia de la ocasión final. El individuo, pues, está arrojado a contemplar una doble experiencia de la muerte: una general y otra localizada en su propia vulnerabilidad, radical y extrema. Así en el poema donde la muerte se deja leer, donde despide su efluvio delicado como estela inexorable en "los altos escalones de la niebla", o en "el molino que mastica el silencio".

            Veo tu dentadura, tu mordedura fácil:

            La máscara desnuda de una risa de huesos.

II

El lenguaje de Reyes está dispuesto con una naturalidad encarnizada. No busca el símbolo fácil ni las construcciones exteriores tomando la reverberante espuma de una urdimbre mítica anterior. Su complejidad, paradoja anunciada secularmente en la poesía, se ampara en gran medida en la sencillez con que parece desplegar sus interrogantes, y va participando de un acendramiento en tanto que algunos elementos, que la certeza creía asegurados, se van diluyendo, de tal suerte que el poema es un retorno, la interrogación que parte del punto cero ("Tú me ofreciste un punto de eternidad./ ¿Qué nombre/ me dijiste que tiene? Lo he perdido..."). Y en esta naturalidad funda la astucia de su ritmo. Busca ese nombre perdido pero tiene reminiscencias, resabios que explota espontáneamente y en ese nombrar se enfrenta a la experiencia de "la otra orilla".

            Si en un principio Aurora Reyes a partir del decir poético trata de aprehender la esencia de la epifanía ser-muerte, ahora le interesa más descubrir las particularidades del objeto de su revelación:

            ¿Quién te dio el atributo del invierno?

            ¿Quién conduce tu siega laboriosa

            y prepara un latido en cada hueso?

            ¿Qué desolado amor al "Yo" te nombra

            como un castigo,  un límite o un cielo?

            Según Heidegger, el ser ("ser para la muerte") se angustia sólo ante la nada misma, frente a la nada en cuanto tal, fuera de toda relación y circunstancia que presuponga un objeto. Empero, la experiencia resulta privilegiada: el ser bajo la conciencia de su muerte autentifica su existencia. Si esto es cierto, las preguntas de Reyes son un proceso abierto de autentificación, pero llevado hasta un extremo donde el ser permanece, en un mismo tiempo, ante la nada y, superando esa angustia, trascendiendo su propia muerte.

            Como sea, en Reyes se mantiene la concepción precolombina de la muerte en su paralelismo con la tierra, la fertilidad, el tiempo cíclico y sagrado, la presencia mágica de los ciclos de la vida con cierto aire prosopopéyico:

            Porque en tu larga mano que mide las raíces

            habita una semilla de tactos estelares,

            un útero infinito que repite la vida

            en las arquitecturas del sueño y la armonía.

La mano de la muerte alberga el fruto de la vida, del proceso de apertura representado en la semilla. Una vez más se impone una concepción del misterio mortuorio que es sensual y tiene por correlato una mirada mágica, sagrada. Una vez más se desvela con ello el sentido de la danza que el poema aguarda. La celebración se abre de la misma forma que ascienden los poderes del ciclo sacralizado: la tierra abierta, la semilla, la muerte, el "útero infinito que repite la vida", es decir, la fecundación por lapsos de tiempos sacros, para desembocar en la armonía, que no es sino unidad, y que vuelve a afirmar que la epifanía fue tatuada en lo más exacerbado de la intimidad, de ahí su perfil auténtico. La ritualidad que hay en el poema tiene el sentido final de saborear la sensualidad del movimiento de la vida, por ello a la muerte se le ve con un continuo ojo festivo:

            Porque en la superficie hay un hijo que crece,

            un árbol que culmina, una palabra nueva y solidaria,

            un testamento activo, una noticia

            para la libertad y la belleza.

            Hasta aquí, el vigor de La máscara desnuda se debe a que Reyes sabe ubicar los desplazamientos de la epifanía que traza en el inicio y, especialmente, que sabe variar el estado rítmico del poema de acuerdo a las imágenes en el deslizamiento de la ritualidad propuesta. Para ello resulta vital, igualmente, su capacidad de nombrar la muerte a partir de ciertos detalles nada más, sentir su irrupción pero no desnudarle el rostro. Finalmente es una danza y en estos primeros versos sólo el tambor redobla su convocatoria. El cuerpo y el espacio están dados; el tiempo se abre y se cierra al antojo de las palabras, o éstas invaden el escenario con acuerdo a los valles y las crestas del tiempo ondulante. Se prepara la revelación sin nombrarla del todo, o sin nombrarla directamente. Pero se comprende ya el quid del ciclo, su transparencia sacralizada que define una y otra vez su propio cuerpo, el nombrado  "útero infinito que repite la vida".

III

Por otro lado, se encuentra que las cosas están plenas en sí mismas en el momento necrósico ("Ya está dormido el sueño en tu frente perfecta"). Surgen las oquedades, los contrarios se suspenden en una unión trascendental, la mirada ve cómo en los ojos "anidan astillas de niebla", menos en el peso de la obnubilación que en la gravedad del misterio.

            Aparece también una resonancia con las ideas precolombinas de la muerte: "el derrumbe se filtra por los poros del agua/ y te abre su secreto la tierra de cristales". La estela de la revelación vuelve a acontecer; la apertura de la tierra es un viejo tópico simbólico de una muerte, envuelta en su condición inasible, que no es exactamente antitética al movimiento de la vida. El papel de la tierra no es otro que el de la apertura, es decir, una muerte que no es necesariamente el fin sino pieza integral del movimiento mismo, y el secreto se desnuda, por ello su material es el cristal: transparente aún en medio de su dureza, perfección natural diáfana...

            Así, se accede a una universalidad de nuevo calce. De la visión, la muerte viene hasta su propia presencia; de la permanencia del ser, la fuga de sí que no logra abatirlo se desprende; entonces, se levantan las equivalencias por el sentido de la analogía, las relaciones de lo existente en el universo cristalizan visiblemente. Y, por último, se destaca un sentido de espacio, lugar estricto, donde "vive lo que muere". Sitio donde el peso del sentido asciende, deja de ser ancla en su pregunta (¿para qué?), consigue su "elevación". Espacio y ascensión, pues, son ahora la manera en que la revelación va moviéndose, descubriendo nuevas zonas que vendrán a ser más rigurosas cuando se acentúa el paralelismo suspendido rítmicamente de la vida y la muerte, del ser que anda y su sombra constitutiva, donde la muerte cobra identidad, se ancla en la particularidad del ser.

            Antes era el paisaje rodando en tu pupila.

            Hoy tu ser es camino rodando en el planeta.

            Ahí, donde es lo mismo decir flor que lucero,  

            océano que principio, sexo que primavera.

            Ahí estás, donde vive lo que muere,

            Donde el espejo mudo del "¿para qué?" se quiebra.

            Pero la realidad última de la muerte se escapa porque su signo más preciso sigue siendo la ambigüedad, la ausencia, la experiencia del silencio, la "nada" (como la percibió Heidegger). Se trata de un misterio anunciando a otro mayor, de penetración más profunda. Mas con una "sonrisa irreparable": el amor (de la misma forma que lo creyera Quevedo en su ampliamente conocido soneto Amor constante más allá de la muerte).

            Un silencio de piedra nos declara

            que la muerte es la espalda del misterio

            y el amor, su sonrisa irreparable.

IV

Otro de los sentidos de este poema es el de su ofertorio. La danza, ritualidad al fin, ofrece a la muerte "la copa vacía" y le pide la unión de ser, su fusión. La copa viene a ser descubierta en el dolor de la ausencia, a partir del "sabor de una lágrima". Pero esta misma acritud posee otro descubrimiento, el de la nada constitutiva de la existencia... La "suma integral" del ser es la de la nada. La copa es el luto que la muerte toma y hace suyo. El sentido de ofrecimiento tiene una última intención religiosa, búsqueda ante lo sagrado. El poema es siempre una ofrenda.

            Del otro lado, la ofrenda pide a la muerte la identidad en ella. Se quiere la unión integral no sólo ante la muerte sino con ella misma. Los cuatro elementos naturales son el escenario para esta unión que es ritual, danzante:

            Danzaremos tu esférica danza

            entre el viento y el pie de la tierra,          

            la cintura del fuego y el agua.

            La copa que se le ofrece a la muerte es quebrada, es la propia existencia. Así, se abre una visión circular: la muerte no finaliza la vida; ésta se ofrece en el punto de la expiración y se genera la apertura nuevamente frente a lo que vive. No hay progresión sino visión rítmica secularizada. No le preocupa a la poeta definir distinciones entre la vida y la muerte ni encontrar el rostro nítido de cada una de ellas. Ante todo, el poema se mueve en otros ámbitos: la epifanía de la muerte, el exaltamiento sensual de ella, su sentido ritual ante su presencia, su juego de permanencias instaurado por el misterio, el ofrecimiento, etcétera. Esto es, le interesa más reconocerse "ser para la muerte" y a partir del verbo ir danzando frente a ella: fiesta y signo, comunión, identidad de los desplazamientos y, sobre todo, voluptuosidad, que en el fondo es la vida...

V

Hay otro sentido religioso del poema. No en una búsqueda por un dios, una entelequia, un signo divino. En esto difiere, por ejemplo, de Pellicer o de Gorostiza. Y sin embargo, lo que se sostiene es el deseo de la comunión, algo más que una identidad cuanto ha sido apresada en tactos míticos. Esto sólo es posible ante el sentido de la trascendencia. Como es visible, estos resabios religiosos son heterodoxos. Porque el interés de Aurora Reyes sigue siendo simbólico, lo que por otra parte se conjuga fuertemente con sus preocupaciones sociales. El movimiento va de una muerte real a una configurada en esta estela religiosa, de mayor peso.

            La muerte es una trascendencia y la aspiración de la poeta reside en terminar no sólo en la unión sino en la unidad con la muerte. El problema es de religare. En este mismo lugar es palpable otra de las inclinaciones de la poeta hacia lo precolombino. En el mundo del pensamiento de los tlamatinime el conocimiento del más allá fue siempre preocupación dinámica. Hay que recordar a los Cantares mexicanos: "sólo venimos a soñar, sólo venimos a dormir:/ no es verdad, no es verdad/ que venimos a vivir en la tierra". Sin desdeñar la vida en tlaltícpac, se vislumbra el gesto que quiere acceder a la trascendencia, a su conocimiento y a su comunión. Aurora Reyes tampoco deja de lado en ningún momento el sentido terrestre de la vida humana. No hay que perder de vista que su militancia política fue muy definida y en su poesía su preocupación cristaliza en una muy intensa orientación crítica social. Pero, separada de los fríos esquemas de la "poesía social" en su momento, la poeta no reniega en ningún momento del alto papel de la intimidad en la existencia y, dentro de ella, jamás reduce la muerte a un mecánico fin.

            Hay que tomar en cuenta, por otro lado, que esta religiosidad se vive en toda su magnitud únicamente ante la palabra. Todo va desapareciendo en su rigor transitorio, pero una palabra queda. De hecho, funge como el signo del momento en que se abre la posibilidad de la última experiencia como búsqueda religiosa hacia la trascendencia. La palabra, además, viene desde la muerte misma, ("la palabra de muerte que me diste,/ esa labrada perla que conserva mi mano,/ esa lágrima dura que en tu mano es decir el infinito"). Es el mismo momento donde el tiempo queda suspendido, pero no se pierde la noción del espacio. Hay que recordar que dentro de la tradición náhuatl la muerte es viaje a ciertos espacios: Mictlan, Tlalocan, Chichihuacuauhco, etcétera.

            Cuando la sed congregue racimos de colores

            en el fondo del tacto sumergidos,

            ecos de amanecer y madreselva

            en diminutas bocas del rocío.

            Y cuando el corazón, entre sus redes,

            me recoja los pasos esparcidos

            y quede solamente una palabra

            -la palabra de muerte que me diste,

            esa labrada perla que conserva mi mano,

            esa lágrima dura que en tu mano es decir el infinito-

            todo lo abarcaré, lo seré todo

            en espacio sin tiempo y sin delirio:        

            encontraré la luz frente por frente,

contemplaré los ojos del principio,

daré vuelta completa al imposible

y en el Todo... seré Uno contigo.

            Más adelante, la muerte se descubre en parte desde la raíz del amor. El ser enamorado descubre a la vida misma en su emoción, en su experiencia, en su sentimiento; lo dijo bien Marco Antonio Montes de Oca: Al tanteo sé una cosa: / Amar es el colmo de estar vivo. Mientras, la muerte se aproxima, esparce su presencia inasible hasta que se comprende que el final ineluctable de la existencia es ella. Quedan dos caminos, abordarla como un fin exterior o plantearse la cuestión de su unificación. La poeta opta por el segundo sendero:

            En la mirada ciega del amor me miraste

            descubriendo los ojos de la vida.

            Y supe que nací por conocerte

            y unificarme en ti, Desconocida.

También en el mundo náhuatl frente a la muerte se planteó la bifurcación de caminos. La posibilidad de que la vida sólo exista en la tierra comportaba cierto escepticismo frente al "más allá" de la vida en tlaltílpac. Entre tanto, se plantea su posición antitética, según la cual la verdadera vida se consigue trascendiendo ésta en el "espacio sin tiempo y sin delirio" de la muerte; jamás dejó de aceptarse que el jade que quebraba, pero incluso por esa misma razón la puerta que conducía a los seres a la otra orilla no podía ser el pórtico al silencio frío y tristemente final de la existencia.

            Pero lo que es importante de este cuarteto citado es que vuelve a relacionar amor y muerte. En esto no se acerca sino coincide ligeramente con Villaurrutia. En este último, el amor no deja de comportar cierta angustia, frente a la cual se dibuja firmemente la muerte; ésta se precipita "a unirnos y a estrecharnos". De manera más precisa, amar termina por ser "morir otra vez la misma muerte / provisional, desgarradora, oscura". Y aquí, en La máscara desnuda, el ser queda frente a la muerte "en la mirada del amor". Si bien esto no es claro en el poema, parece que la referencia es a un amor no encarnizado, siempre establecido en su naturaleza abstracta. Se trata, entonces, más de la universalidad del sentimiento que de la experiencia concreta en el acto de amar. En el amor el ser descubre la vida mientras está frente a la muerte, condición para comprender, nuevamente en un tono religioso, que se nace para conocer a la muerte y unificarse no "con" sino "en" ella.

VI

Por último, hay que reconocer ciertos perfiles que vuelven a acercar a Aurora Reyes a una presencia de la muerte pero con una singularidad definida por sus recursos de cara a la historia nacional en este respecto. La ofrenda que se vive se atavía con pertenencias mexicanas: cascabeles que adornan la piel, coronas de "nomeolvides", etcétera. Antes se había escrito:

            En tu aliento mortal mi simiente,

            la raíz del color en la frente

            y la cruz del maíz en el pecho.

            Y más adelante se elige a la calavera de azúcar de las fiestas de noviembre, del "día de muertos" popular para establecer la alusión con el objeto de todo el poema:

            Aquí, sobre tu trono de oropeles

            y tu manto de larvas y lamentos:

            ¡Mira a la Vida, mírala de frente!

            Calavera de azúcar, di: ¿Quién eres?

Lo anterior es crucial porque habla de que el interés de la poeta no es la exclusiva pareja de voluptuosidad y sentido religioso. O mejor aún: que este interés se define a partir de los símbolos nacionales en una coloración, en una sensibilidad que es creada. Dos son los valores generales frente a ello, a saber: primero, que no erige, en ningún momento, la prisión del folclorismo estrecho; segundo, que es un mundo de referencias que a pesar de no ser ya el natural y espontáneo de la historia, no permite jamás adulteración de su fuerza, es decir, no termina por ser mero artificio. Así, ha habido toda la razón cuando se dice que es éste "el poema mexicano de la muerte", con un lugar privilegiado dentro de nuestra tradición literario en el Siglo XX. Y puesto que es una danza, nos muestra el movimiento sensual y sagrado, a un mismo tiempo, que la muerte es. Nada queda sino seguir en esta suspensión hasta que el sello sea definitivo.

Si quieres comunicarte con Jorge Solís Arenazas, puedes hacerlo a: poiesis@prodigy.net.mx


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