Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 3
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 31.
12 de Julio al
12 de Agosto de 2001.

 


En uno de mis libros analicé lo que Beuys
denominaba Múltiples, series de objetos repetidos.

Uno de ellos consiste en una serie de chocolatines cuadrados
sobre un papel blanco que parecían iguales: eran múltiples.

¡Un simple pedazo de chocolate!
Pero luego revisamos el contexto de su obra,

muy marcada por la experiencia de la Segunda Guerra Mundial
y recordamos que el chocolate era un objeto muy significativo.

Los soldados estadounidenses llevaban chocolates,
los vendían, podían conseguir una chica por un poco de chocolate.

Arthur C. Danto

EL CONTEXTO ALTAMIRANO

Desde Chile, Gonzalo León

Conocí a Carlos Altamirano durante mi permanencia en la revista Apsi. Él era el diseñador de la revista y yo un simple estudiante en práctica. Tuve suerte de llegar a hacer la práctica a esa revista pues había harta gente interesante: estaban los poetas Pohlhammer y Merino, el cronista y periodista español Rafael Otano, la fotógrafa brasileña Inés Paulino, el joven narrador Rafael Gumucio y, por cierto, el artista Carlos Altamirano.

A los pocos meses, dejé de ser un alumno en práctica y me transformé en colaborador de la revista, con lo que mis responsabilidades crecieron, aunque no mis remuneraciones, o por lo menos en lo que yo esperaba. La editora de la Guía de Pecadores estaba enferma, o eso decían todos, aunque para mí era derechamente una floja, y tuve que asumir la responsabilidad de editar la Guía.

En esa época, a los veintiún años, uno, o yo en particular, estaba ávido por cualquier cosa, abierto al mundo. Como me dijo una vez el poeta chileno Roland Kay, creyendo en el futuro, en mi futuro, porque ese gran futuro llamado utopía ya no existía desde luego. El crítico de arte neoyorquino Arthur C. Danto opina que, cuando la libertad se exprese en el máximo de sus posibilidades, la historia del arte terminará porque ya no habrá más que hacer, no habrá futuro.

Pero volvamos a lo nuestro...

Recuerdo que Merino y Altamirano -con quienes más interactuaba- me estimulaban para ir a exposiciones o para leer esto o lo otro, a veces sin saberlo, a veces sin saber que yo haría caso a la recomendación directa.

Merino y Altamirano eran bastante amigos, tanto que compartían un departamento cerca de la Plaza Italia: Merino lo ocupaba como depto y Altamirano como taller. Para el que quiera saber más detalles, en Melancolía artificial (Poesía, Carlos Porter, 1997) aparecen los paisajes que ambos compartían en ese departamento que dio origen a una editorial, la Carlos Porter, la calle en donde quedaba el edificio en cuestión.

Fuera de la revista, en las exposiciones a las que me tocaba ir, se conocía a un extraño ser que trabajaba en Apsi; se llamaba ALTAMERINO. Carlos Altamirano era el alter ego de Roberto Merino y viceversa. No creo que a ellos les cayera muy bien esta alteración de sus nombres. En todo caso, ambos siempre mantenían un buen humor y un sentido crítico -de la vida y de su arte- difícil de superar.

Para disociar esta imagen que me tenía vuelto loco, me refiero a la de este ser llamado ALTAMERINO, recuerdo un hecho... Uno de los Altamerinos, no sabía cuál, porque a esa hora iba llegando a la revista con cierta resaca... Uno de ellos caminaba delante mío, unos cincuenta metros con una niña de la mano. Hice memoria y, desde luego, no podía ser Merino, porque él no tenía hijos. Pero podía ser una sobrina o algún pariente. Mejor no sacar conclusiones, pensé, y seguí caminando por Avenida Santa María hasta que uno de los Altamerinos dobló por una calle, la calle de la revista. Escuché unos ladridos. Apuré el paso. Alcancé a divisar al boxer de la esquina ladrándole a la niña y a este Altamerino agarrar fuertemente a la niña y lanzarle una buena patada al boxer, sin atinarle por supuesto. Era Carlos Altamirano.

Me sorprendió la decisión de Altamirano, más que la decisión su animalidad. Quizá la escena no la expliqué bien; pero en ese momento no estaba un ser humano frente a un perro. Para nada. Un animal grande y en dos patas enfrentaba a uno que sólo tenía cuatro. Y cuando conocí a Carlos Altamirano como artista lo entendí todo mucho mejor.

Altamirano (no sé por qué le decía así y no Carlos) era un artista con convicción. No le importaba el fracaso, menos el éxito. A Altamirano -y es en lo que se parecía a Merino- le sobraba convicción; creía, pensaba en lo que hacía y también lo repensaba. Era consciente de su quehacer o al menos lo intentaba. Recuerdo haber estado no hace mucho en una conferencia (que versaba sobre una teoría llamada Biopoética y que su epistemología se basaba en una extraña mezcla de Poesía y Neurofisiología), en la cual la expositora afirmó que en este plano podíamos hallar dos corrientes claramente antipódicas: una era la ausencia casi total de conciencia al crear, y la otra, era la conciencia cabal de lo que se estaba creando artísticamente. A esto se le llamó Creacionismo. Obviamente, Altamirano no es un poeta creacionista. Le gustará Vicente Huidobro, pero ahí no más. Porque para complementar el perfil, a Carlos Altamirano le molesta de sobremanera la falta de precisión que hay en el medio artístico chileno. Recuerdo una conversación a propósito de esto. Lo llamé a la Editorial Ocho Libros, en donde trabaja actualmente, y le pregunté: ¿Qué opinaba del Arte Conceptual en Chile? Y su respuesta fue categórica:

-Estoy cansado que la gente sea tan poco precisa en Chile. No conozco a ningún pintor conceptual en este país de mierda. Ni yo, ni Duclós. ¡Nadie! Simplemente, porque el Arte Conceptual maneja unos códigos muy específicos, como por ejemplo que el concepto sea todo, y la forma casi no exista. Ni Duclós ni yo somos conceptuales porque, precisamente, tenemos una preocupación por la forma. En Chile, diría yo, que existe esa preocupación.

Y de ahí Altamirano me cortó el teléfono bajo pretexto -aunque cierto, pero yo, en ese momento, lo tomé como pretexto- de que mañana se marchaba con su hija a la Patagonia de vacaciones.

No volví a hablar con Altamirano por más de un año y medio. Durante ese tiempo lo hice con la madre de su hija, a quien le conté lo que durante seis años había temido contarle al propio Altamirano. Fue durante el cumpleaños de la escritora Carmen Berenguer. Había sido invitado a su cumpleaños en julio, pero era septiembre y la Carmen ya no se acordaba quién y cuándo me habían invitado a su fiesta. Le respondí que tú; tú me invitaste hace meses. Y con desconfianza, me dijo por el citófono que pasara.

Entré a la fiesta, llena de feministas o de féminas, da igual, y toda la noche me la pasé en la cocina conversando con el poeta Sergio Parra. Pero esa noche bebí mucho, así que me encaminé al baño, y para mi sorpresa, la ex de Altamirano, Rita, me interceptó y me dijo algo así como:

-Tú eres León, ¿no es cierto?

Y luego, apuntándome con el dedo, agregó:

-¿Hiciste un libro amarillo hace unos años?

Me quedé pasmado, pero no dije nada porque realmente estaba que me meaba.

De regreso a la fiesta, Rita me volvió a interceptar. Era tarde y ya no quedaban muchas personas; sólo los borrachos de costumbre. Y nos pusimos a conversar amenamente de esto y lo otro, hasta que salió lo del "cuadro perdido" de Carlos Altamirano. Le conté que años antes había empeñado esa serigrafía que Altamirano me había regalado.

-Pero dime -dijo Rita-, ¿en qué gastaste el dinero?

-En copete, creo. Aunque no me acuerdo muy bien.

Rita sonrió, y luego, volvió con su interrogatorio que ya me tenía un tanto nervioso.

-¿Y se puede saber a quién se la pasaste?

-A un periodista de la Revista de Libros de El Mercurio.

-¿Y cómo era la serigrafía?

-Era un cuadro de un cuadro en blanco. Formaba parte de una instalación mayor, de como veinte de las mismas, pero con variantes: la última serigrafía me parece que ya no era un cuadro de un cuadro en blanco, sino más bien un cuadro de un cuadro manchado ya.

-Pero cuéntame, ¿cuánto conseguiste por la serigrafía?

Pensé por un segundo qué contestar y luego respondí:

-Diez lucas. Pero lo que pasó fue que, cuando quise recuperar la serigrafía, fui a la casa de este periodista que vivía con su mamá, y al entrar, me percaté que la bendita serigrafía dominaba toda la sala. Estaba en un lugar de privilegio, como nunca yo la había cuidado, y en verdad no me atreví a sacar las diez lucas que había llevado y, con el derecho que me daba la propiedad, marcharme de ahí con ella. Ya era parte de la vida de esa familia. ¿Tú me entiendes? No me la podía llevar.

Rita se puso a reír y me contestó:

-No, pero esto se lo tienes que contar a Altamirano. Le va a encantar.

La miré de reojo con desconfianza.

-En serio. Te aseguro que a Carlos le encantaría que le contaras esta historia.

-¿Y tú me aseguras que no se molestará?

-Para nada. Se va a reír. Pero, eso sí, ¡cuéntale!

Y le conté y fue como Rita dijo.

Altamirano -risueño en un bar de Bellavista- me dijo que no se acordaba que había hecho esas serigrafías, pero luego de unos momentos recordó y dijo: ¡Ah, sí! Hice como veinte y no me queda ninguna. Después bebió de su vaso de whisky y me pidió que por favor escribiera algo al respecto, pues quería hacer un libro con todas sus obras extraviadas. Y como yo tenía una deuda con él, escribí esto para pagarla de una buena vez.

 

Si desea escribir a Gonzalo León puede hacerlo a: gozalo@ctcinternet.cl


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