Escáner Cultural

REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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Carlos Yusti

 

El primer contacto que tuve con el mito fue en el barrio. La gente narraba hechos que tenían esa patina de extrañeza sobrenatural. Contaban de una mujer, de la cual no retuve el nombre, pero a la que llamaban la bruja negra. Una mujer sin edad que siempre tuvo amantes jóvenes. Contaban que embrujaba a los hombres y que después que los dejaba; muchos de ellos se entregaban a la bebida y terminaban como mendigos por la calle. La acusaban de haber roto varios matrimonios en el barrio  y de otras vilezas que no vienen a cuento. Otro mito era el de la calle El milagro, que debía su nombre debido a que una noche de tormenta eléctrica, que duró toda la noche, una mujer parió en su destartalado rancho a un par de mellizos, sin asistencia de nadie ya que su esposo trabajaba como vigilante nocturno.

En el bachillerato encuentro de nuevo los mitos a través de la materia de historia universal.  Los Mitos Griegos tenían todo ese sabor de invención extraordinario como los elaborados por la gente en el barrio. Mis preferidos eran el del barquero Caronte, cuya responsabilidad era llevar a las almas de los muertos al reino de Hades. El río que cruza de una a otro orilla es la frontera sombría e implacable con el inframundo. Caronte está allí, con el remo en la mano, aguardando a los singulares viajeros y espera el pago obligado del recorrido: un óbolo de cobre. (por eso la costumbre de enterrar a los muertos con esa moneda en la boca). El otro era el del Vellocino de oro. Apolodoro, en su “Biblioteca mitológica”, escribe que Pelias consultando el oráculo sobre su reino, este le profetiza que debe cuidarse de aquel que calza solo una sandalia. En su momento no la entiende y le resta importancia al asunto. Tiempo después a orillas del mar hizo una ofrenda a Posidón e hizo asistir a Jasón y a muchos otros. Jasón en un apuro de último momento, y para no llegar tarde a la ofrenda, cruza el río Anauro y al salir tiene solo una sandalia. De todos modos asiste y Pelias al verlo comprende la profecía. Pelias le pregunta a Jasón, “qué haría, si teniendo él poder, tuviera un oráculo  que le advirtiera que sería asesinado por uno de sus ciudadanos”. Jasón “bien por casualidad, bien por la cólera de Hera, para que Medea acarreara la ruina de Pelias, pues éste había despreciado a Hera, dijo le ordenaría que trajera el vellocino de oro”. Pelias al escuchar esto le ordena que parta sin tardanza en su búsqueda.  Desde allí comienza la gran aventura de eso otro navegante, que junto con Odiseo, cruzará los mares hacia los confines del mundo conocido, enfrentando a las criaturas más inverosímiles.

 

Hay un libro de Roland Barthes, “Mitologías”, que va descifrando los mitos contemporánea, esos mitos que va creando la sociedad de consumo con su merengada de cultura y publicidad. Roland Barthes centró su trabajo en explorar la literatura desde la materia prima del lenguaje, desde el corazón mismo del texto borrando incluso al autor y dejar solo al lector con ese placer infinito por el texto: “…ha sido sin duda Mallarmé el primero en ver y prever en toda su amplitud la necesidad de sustituir por el propio lenguaje al que hasta entonces se suponía que era su propietario; para él, igual que para nosotros, es el lenguaje, y no el autor, el que habla;…”  La mayoría de sus libros está conformado por ensayos en la que una prodigiosa variedad de temas van dando cuenta de la literatura como discurso. Los temas seleccionados por Barthes para sus ensayos iban desde el teatro, la fotografía, el vestido, los sabores pasando por la cultura de masas hasta llegar a la literatura como ese discurso que se puede disgregar (por piezas) para llegar a la esencia misma de la escritura.

Fue un estilista de lo breve afilando lo imaginativo. Barthes prefiere la concisión, lo aforístico, lo discontinuo, la fugacidad pirotécnica,  lo que zigzaguea, eso que no sigue un argumento en línea recta y por esa razón Susan Sontag escribe: “La supuesta imposibilidad (o irrelevancia) de la elaboración de un argumento continuo y sistemático ha llevado a remodelar las formas largas consabidas—el tratado, el libro largo— y a reformular los géneros de ficción, de autobiografía y ensayo. Barthes es un autor de esta estilística particularmente inventivo”.

Su libro “Mitologías” condensa a ese Barthes relajado, que utiliza el humor como estocada y sobre todo que descubre todo ese tinglado de nuevos mitos que vamos creando para darle una salida racional a todo este caos absurdo/sorprendente que vivimos a diario. En el prefacio Barthes alega que su intención era reflexionar sobre algunos mitos de la vida cotidiana francesa. El material para dichas actividades reflexivas se nutrían de un artículo de prensa, una fotografía, una exposición. Lo que impacientaba a Barthes era esa naturalidad en frío “con que la prensa , el arte, el sentido común, encubren permanentemente una realidad”.

Algunos de los temas abordados en “Mitologías” no están imbricados con lo literario, pero para él el mito no es otra cosa que un habla o como lo escribe: “El mito no se define por el objeto de su mensaje sino por la forma en que se lo profiere…” (…)Este habla es un mensaje y, por lo tanto, no necesariamente debe ser oral; puede estar formada de escrituras y representaciones: el discurso escrito, así como la fotografía, el cine, el reportaje, el deporte, los espectáculos, la publicidad, todo puede servir de soporte para el habla mítica”. Barthes partiendo de esta idea se convierte en un transeúnte del gran decorado de los distintos estratos del arte y la cultura.

Para este singular caminante la lucha libre está lejos de ser un deporte y está más cerca de un espectáculo y compara el combate entre luchadores como una representación teatral en la que cada luchador tiene su papel asignado con su respectivo guión: “Se trata, pues, de una verdadera Comedia Humana, donde los matices más sociales de la pasión (fatuidad, derecho, crueldad refinada, sentido del desquite) encuentran siempre, felizmente, el signo más claro que pueda encarnarlos, expresarlos y llevarlos triunfalmente hasta los confines de la sala. Se comprende que, a esta altura, no importa que la pasión sea auténtica o no. Lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma. Nadie le pide al catch más verdad que al teatro. En uno y en otro lo que se espera es la mostración inteligible de situaciones morales que normalmente se mantienen secretas.(…) Pero el catch se ocupa, fundamentalmente, de escenificar un concepto puramente moral: la justicia. En el catch es esencial la idea de ‘saldar cuentas’; el ‘Hazlo sufrir’ de la multitud significa, ante todo, ‘Haz que las pague’. Se trata, por supuesto, de una justicia inmanente. Cuanto más baja es la acción del ‘canalla’, más se alegra el público por el golpe que se aplica con justicia: si el traidor —un cobarde naturalmente— se refugia detrás de las cuerdas y subraya su falta con una mímica descarada, es despiadadamente atrapado allí mismo y la multitud celebra al ver la regla violada en provecho de un castigo merecido. Los luchadores de catch saben muy bien halagar el poder de indignación del público proponiéndole el límite del concepto de justicia, esa zona extrema del enfrentamiento donde basta con salirse apenas de la regla para abrir las puertas de un mundo desenfrenado”.

Estos textos arrancan los disfraces de la realidad maquillada en una noticia, en una foto, en un reportaje, en una publicidad, y desde la ironía va revelando toda la farsa mítica en la que estamos atrapados. Es divertido ese mito del escritor de vacaciones aparecido como reportaje en una revista. Además el reportaje trata de explicar que al escritor tomar vacaciones se vuelve más mundano, baja de su olimpo imaginativo (o deja su torre marfil) para mezclarse con los obreros, empleados y demás yerbas sociales y mostrar que él es también otro más del enjambre social: “…pero contrariamente a los otros trabajadores que cambian de esencia y en la playa no son más que veraneantes, el escritor conserva en todas partes su naturaleza de escritor; al tener vacaciones, muestra el signo de su humanidad; pero el dios permanece, se es escritor como Luis XIV era rey, inclusive en el inodoro. De este modo, la función del hombre de letras es a los trabajos humanos, casi lo que la ambrosía es al pan: una sustancia milagrosa, eterna, que condesciende a la forma social para que se lo capte mejor en su prestigiosa diferencia. Todo esto introduce a la idea de un escritor superhombre, de una especie de ser diferente que la sociedad exhibe para gozar mejor de la singularidad ficticia que ella le concede. (…)La imagen sencilla de ‘el escritor en vacaciones’, pues, no es nada más que una de esas mistificaciones retorcidas que la buena sociedad opera para sojuzgar mejor a sus escritores: nada muestra mejor la singularidad de una ‘vocación’ que contradecirla —pero no negarla, ni mucho menos— con el prosaísmo de su encarnación: es un viejo recurso de todas las hagiografías. También se puede observar cómo el mito de las ‘vacaciones literarias’ se extiende muy lejos, mucho más allá del verano; las técnicas del periodismo contemporáneo se dedican cada vez más a ofrecer un espectáculo prosaico del escritor”. 

La biblioteca barthesiana de mitos es una deliciosa quincallería de asuntos: Saponidos y detergentes, el rostro de Greta Garbo, fotogenia electoral, Nautilus y el barco ebrio, el cerebro de Einstein, astrología, la crítica Ni-Ni, las revistas del corazón y un etcétera ingenioso o de gran deleite textual.

La intención de Barthes ensayista fue siempre escribir la lectura. Le interesaba lo literario desde ese aglutinación de signos que es el lenguaje y que el lector disfruta con placer. Para Barthes en  la lectura de un texto no hay verdad objetiva o subjetiva, “sino tan solo una verdad lúdica”. Su libro S/Z es un buen ejemplo. Barthes toma una noveleta de Balzac, de apenas treinta páginas y que de seguro fue escrita en una noche para pagar alguna deuda, titulada Sarrasine, en la que se cuentan los amores (un tanto insólitos) de un escultor hacia una mujer (o que lo parece) de nombre Zambinella. La novela es desmontada pieza por pieza (como si se tratara de un motor a combustión) hasta descubrir la belleza retorcida de una historia con sutiles complejidades.

Me resultó siempre una metáfora impecable esa comparación que hizo Barthes de la nave de Argos con la literatura: “…lo que arde en nosotros; en la obra literaria no hay más significado primero que un cierto deseo: escribir es un modo del Eros. Pero este deseo, en principio, sólo tiene a su disposición un lenguaje pobre y vulgar; la afectividad que hay en el fondo de toda literatura sólo comporta un número irrisoriamente reducido de funciones: deseo, sufro, me indigno, niego, amo, quiero ser amado, tengo miedo de morir, con eso hay que hacer una literatura infinita. La afectividad es trivial o, por decirlo así, típica, y ello determina todo el ser de las literaturas; pues si el deseo de escribir sólo es la constelación de unas cuantas figuras obstinadas, al escritor sólo le resta una actividad de variación y de combinación: nunca hay creadores, sólo combinadores, y la literatura es semejante a la nave Argos: la nave Argos no comportaba —en su larga historia— ninguna creación, sino sólo combinaciones; a pesar de estar obligada a una función inmóvil, cada pieza se renovaba infinitamente, sin que el conjunto dejara nunca de ser la nave Argos”.

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