UN POEMA Y UN RELATO DE FIN DE AÑO
Amílcar Bernal Calderón
OJOS DE FARO NEGRO
De la noche salieron los gatos
en su paso de nubes oscuras, huyeron
de la noche los hondos ronquidos,
los búhos
que alquilaron disfraz de pingüino, los pasos
de los celadores –dormida
su pistola los acompañaba-.
Partieron
los que mueren a diario
de la vida nocturna
ni raudo ni lento, si acaso
como manda el reloj que repite
latidos eternos; se fueron
las putas
del andén alcahuete a la una
de la madrugada, la luna
alumbraba en sus pechos. No quedan,
cuando el alba encandila su miedo
de sol primerizo, vestigios
de la tinta vestida de viento
que es noche y recodo
de ojos cerrados.
O apenas
quedo yo, por recuerdos tomado,
de nostalgia en nostalgia mirando
-la ventana me cede dioptrías-
cómo pierde la noche su tiempo,
su tinte y su alma,
y me deja en el centro de todo
sin nada a la vista, uno,
non
disfrazado de tango y vampiro
sobre el borde de todo,
vacío
de luz y miradas,
soledad que amanezco pensando
en la luz de unos ojos perdidos.
EN PAPEL REGALO
Preparaba en la cocina una colada de plátano para mi barriga enferma y mirando su color recordé que en mi casa, teníamos nueve o diez años, una vez por semana nos daban de comida una colada caliente de maíz (leche, panela, clavo y canela), espesa y molusca, donde nadaban unos pedazos de queso cortado en julianas y fundido como una caricia. Iba acompañada por una papa cocida con la sal pegada de la piel, casi como un castigo, pero maravilloso, y un pedazo de carne de res asada, morenita y jugosa como el abrazo que nos recibe. Era diciembre. El siete a las siete de la noche sin falta salíamos de la casa con una bolita de cera que hicimos con la parafina de las velitas de nuestra ventana, tan pequeña que la acariciábamos entre el pulgar y el índice. Entonces comenzaba nuestro periplo por todo el barrio untando nuestra bolita, que iba creciendo, con la parafina que chorreaba de las velitas de las otras casas. A medianoche regresábamos quemados y contentos, y quien había hecho la bola más grande se había ganado un premio. Hubo unas bolas muy grandes, tanto como la alegría de su recuerdo.
A mediados de diciembre los papás nos mandaban al monte a pelar los árboles para traer el musgo del pesebre, piñas de eucalipto para los arreglos navideños, barbas de esas grises que cuelgan de los árboles para hacer papás-no-el surrealistas (nosotros aprovechábamos para cazar unos pájaros con la cauchera, que no nos comíamos, y pescar unas truchas eléctricas y esquivas como una cintura de niña bonita), y hasta traíamos el árbol completo para vestirlo con luces y bolitas de colores. Éramos acólitos en la iglesia, vendedores de comida en los partidos de deportes que no nos gustaban, pegadores de carteles invitando a la novena de aguinaldos en la iglesia de san tal o cual. Nos sabíamos de memoria todas las oraciones, las gritábamos en las casas de los vecinos al anochecer, del dieciséis al veinticuatro; tocábamos pandereta, maracas, carrasca y tambor, cantábamos y quemábamos pólvora sin miedo porque todavía no inventaban la capa de ozono. Esa noche en todas las casas nos daban comida y en alguna, a veces, nos quedábamos dormidos y tenían que ir a llevarnos cargados a la nuestra, porque todos nos conocíamos y algunos éramos familia.
El veintitrés salió una gorda desconocida de la puerta de una tapia que siempre estuvo cerrada, nos invitó a seguir, abajo hubo brujería y al rato cada uno apareció en su casa cargado de regalos imposibles. Unos meses después los de la policía allanaron esa tapia y se llevaron presa a la gorda porque hacía abortos, y esa fue la primera vez que escuchamos esa palabra tan sangrienta como misteriosa. Y adiós regalos y cosas de brujas en el siguiente diciembre. Ése fue uno de mis primeros dolores serios en la vida, como diría un tango. El veinticuatro los mayores bailaban, comían y se emborrachaban. El veinticinco salíamos a la calle estrenando ropa y mostrando el regalo. El veintiocho era el día de la bromas y el treintaiuno alguna de las tías, aquejada de virginidad recalcitrante, lloraba a las doce de la noche sin saber por qué. Uno siempre pensaba que en enero la vida iba a ser propio una mierda, como diría don Julio Cortázar, por lo que ahora tocaba gozar como locos.
Todo eso recordé por el color de la colada de plátano para mi barriga, hoy, en este diciembre tardío. A todos: ¡feliz todo!
Amílcar Bernal Calderón, Diciembre / enero / 2015 / 2016.
Amílcar Bernal Calderón, ingeniero mecánico colombiano, pensionado, dedicado a leer literatura. Primer puesto ex-aequo del
VII Concurso Nacional de Poesía "Ciudad de Chiquinquirá, 1999 (publicaron mi poemario SOLOS DE RETRUÉCANO). Segundo puesto en el VI Concurso Internacional de Poesía "Miguel de Cervantes", Armilla, España, 2001 (publicaron mi poemario LA SAL DE LOS HOTELES). Varias menciones en concursos locales e internacionales de relato y poemas. Publicado en Antologías locales e internacionales, revistas de papel e internet.
La imagen es de dominio público
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