Escáner Cultural

REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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Polvareda
(Novela por entrega)
V

 

Por Rocío Casas Bulnes

 

Esos señores que se perdieron en el mar para nunca volver tenían su propia historia. Resulta que ya habían alcanzado el poderío de toda la zona tiempo atrás, y las tribus les tenían un rencor espantoso. Se les veía en sus gestos, cuando iban a besarles los pies y no podían evitar mirarlos a la cara, cosa que era absolutamente prohibida. Clavaban un instante sus ojos en los de aquellos amos y luego volvían a deshacerse en servilismos, borrando lo recién hecho. Y pudo haber pasado inadvertido ese odio pero era tan intenso y se prolongó tanto en el tiempo que los señores empezaron a sospechar. Cómo es posible que no nos teman, que no nos levanten por encima del cielo, que no nos agradezcan día a día la salida del sol. Esto se preguntaban y por dentro el gusano del orgullo les corroía el estómago. Ellos llegaron hasta ahí por voluntad, luego de ganarse el territorio a punta de guerras. Quedó muy claro quién era el vencedor y quién el vencido así que no podían tolerar esa innombrable molestia que les llegaba hasta los corazones. Esperaron que el momento fuera oportuno, que alguien de las tribus dejara escapar una palabra de más o una evidencia donde la falta de respeto saltara a la vista. Pero los otros eran precavidos. Y así continuó pasando el tiempo.

            Estaban los dueños y señores de las tierras con sus mujeres. Gozaban haciendo que ellas les adornaran el pecho, los peinaran en moños altísimos y les dibujaran el vientre gordo haciéndoles cosquillas. Cuando uno nuevo nacía mandaban a las madres a buscar maderas a la selva para luego tallarlas en tablas muy rectas, las cuales eran amarradas al cráneo del recién nacido haciendo presión por adelante y por atrás. Al principio el niño lloraba desconsolado pero luego la fuerza de la costumbre era más fuerte y aprendían a caminar lento para no caerse con el excesivo peso que llevaban arriba. Valía la pena porque con el tiempo les crecía la cabeza en punta, se les deformaba el cráneo haciéndolos parecer más inteligentes. Era un signo de distinción máxima que todos comentaban admirados. Mira su frente tan amplia, decían. Seguro debe ser descendiente de esos que alguna vez bajaron del cielo para hacernos los que somos. Estuvieron aquí y eran más altos, más bellos y luminosos que cualquiera, con la cabeza más puntiaguda que todos los hijos de nobles. Tenían una inteligencia suprema. Lo podían ver todo, tanto lo que ocurre a sus espaldas como bajo el mar y a la vuelta de la galaxia. Ellos viajaban en el espacio y llegaron hasta nuestro lugar para enseñarnos cosas que hemos olvidado.

        

    A las personas les hacía bien contar historias donde su descendencia llegaba hasta cuestiones trascendentes que ellos mismos no alcanzaban a entender. Se congregaban para adorar dioses que nunca habían visto pero que sentían en su interior. Algunos se sabían parte de ellos mientras que otros se esmeraban en alcanzar las estrellas. Quizás por eso no podían soportar que existieran hombres gordos dueños de todas las tierras haciéndose pasar por divinidades. Qué tenían esos que no tuvieran ellos. Además de las enormes panzas eran iguales. De piel morena, pelo negro muy liso, manos hábiles con uñas rosadas, ojos que en su oscuridad tendían siempre a mirar al cielo nocturno. Todo en su cuerpo les hacía hermanos, pero en sus conocimientos los alejaba. Pues aquellos señores tuvieron la posibilidad de ser educados y se sabían todas las técnicas, danzas y canciones. Sin embargo en habilidades físicas las tribus los superaban porque ellos sobrevivían por sí mismos enfrentándose desnudos noche y día a la selva sin ayuda de sirvientes. Se sonrieron. Entonces comenzó a construirse el plan para matar a quienes los gobernaban.

            Alguien fue y les dijo todo a los señores, por supuesto nunca se supo quién. Pero de qué otro modo explicarse lo que sucedió. Iban en camino, como bestias sigilosas, a armar la emboscada, cuando abruptamente se quedaron dormidos. Entonces los señores llegaron hasta ellos. Les arrancaron las cejas, las barbas, les quitaron sus collares, pulseras, plumas y brazaletes. Los dejaron desnudos y heridos. Cuando despertaron estaban solos y ya amanecía. Les dolía la cara. Volvieron a sus casas como perros con el rabo entre las patas y mientras tanto en sus palacios los señores reían mientras trabajaban en su próximo proyecto. Eran unos muñecos tamaño humano hechos con paja, papel, madera y ramas. Los pintaron y moldearon hasta que parecieron reales. Eran como cadáveres que en cualquier momento cobrarían de vuelta la vida. Luego les pusieron las barbas, cejas y todas las pequeñas joyas que esos sirvientes habían recolectado a través de sus herencias. Construyeron en torno suyo una cerca con púas gigantes y ahí los ensartaron.

            Lo que sucedió después es algo que jamás pudieron olvidar, y se cuenta generación tras generación cada vez con más lujo de detalle. Rezaban para que su dios les ayudara a aplastar a quienes se les habían revelado y así fue como desde el mar lejano les llegó poco a poco un sonido zumbante, incrementando su volumen mientras pasaban más minutos. Creyeron que tal vez el océano se saldría de su cama como en tiempos pasados pero no fue así. El cielo se cubrió de una densa nube oscura que sin embargo se movía en un ritmo diferente al viento. Llegó la nube hasta ellos y pudieron ver que estaba hecha de incontables insectos voladores, negros y amarillos, a quienes después llamaron abejas. Iban directo a las flores y luego volvían a juntarse para adoptar la forma de todos los pétalos que tocaron. Una mujer levantó las manos y fueron hasta ella, cubriéndola entera. Después emprendieron vuelo y en lo alto imitaron la figura de esta mujer a la que hicieron danzar entre las nubes que parecían mirar incrédulas este prodigio. Luego bajaron hasta uno de los recién nacidos trazando círculos en torno a él y rozándolo con sus alas haciéndolo reír. Uno de los señores, el más interesado en la batalla que ya impregnaba el aire, abrió unas calabazas y las levantó para que las abejas llegaran hasta ellas. Una vez los insectos estuvieron dentro las cerró y selló. Por unas horas se escuchó el grito de las abejas hasta que se cansaron y todo quedó en silencio.

            Cuando oscurecía los señores disfrutaban de un banquete en la punta del cerro sagrado. Las mujeres y niñas los acicalaban poniendo frutas en sus bocas hasta que estos ya no podían más. Así se fueron las horas hasta que escucharon pasos acercarse. Eran ya no los guerreros más destacados sino las tribus enteras viniendo por ellos, tantos que les fue imposible ocultarse entre toda la vegetación al paso. Pero no les importó porque allá en el palacio de los señores se veían algunos guerreros listos para la pelea, y eran tan pocos en comparación que llegó a darles risa. Poco sabían de lo que estaban mirando, sólo muñecos sin vida, y así continuaron su camino más airados que nunca.

            Llegaron hasta la selva calabazas que se estrellaban en el suelo dejando salir miles de abejas enfurecidas. Los insectos volaban directamente a las tribus y les pinchaban los ojos primero, atacándolos después por todo el cuerpo. Caían muertas en cuanto usaban su aguijón pero en seguida venían más y la cosa no parecían terminar nunca. Los señores bajaron lentamente del cerro con sus mujeres, y ambos mataron a sus contrincantes a palos. Fue tan fácil la tarea de enfrentarse a seres que ya estaban ciegos y adoloridos. Muchos otros de las tribus corrieron hasta sus casas para nunca volver. Algunos habían tomado calabazas que no se estrellaron en el impacto con la intención de examinarlas desde la tranquilidad de su hogar, pero fueron invadidos por ataques de veneno para ellos mortal. Sus cuerpos aun no estaban acostumbrados al aguijón de las abejas. Vieron morir a sus hijos, mujeres, vecinos, miraron cómo desaparecían pueblos enteros. Y desde su palacio los señores decían a sus hijos ahora sí estamos listos para irnos pues nuestro tiempo ha llegado y ya puede escucharse cómo nos llama el señor de los venados. Entonces desaparecieron en el mar.

Solamente dos abejas sobrevivieron esa primera guerra, muy jóvenes aun como para usar su aguijón. Se fueron volando lejos de los hombres a quienes ahora temían porque las encerraron para utilizarlas como armas gracias a lo cual todos sus pares habían muerto. Dicen que por un tiempo, mientras sus cuerpos crecieron entre las flores, planeaban qué hacer para cambiar el rumbo de aquellos seres confundidos. Permitieron que su propia tristeza mutara en néctar y éste en miel. Entonces se dijeron hemos cumplido nuestra tarea.

 

… CONTINUARÁ …

Octubre / 2012



Rocío Casas Bulnes (1984-), escritora e investigadora que ha centrado su trabajo en el estudio de las diferentes manifestaciones artísticas. De padre mexicano y madre chilena, nació en San Diego y vivió durante su infancia y adolescencia en Estados Unidos, España, Chile, Portugal, México y Francia. Fue alfabetizadora para adultos en comunidades campesinas mexicanas. Luego de pasearse por la Historia del Arte y el Teatro, hizo un diplomado en Estudios de Arte y se tituló de Literatura Creativa obteniendo la distinción máxima. Publica ensayos, artículos, entrevistas y narrativa para medios tanto periodísticos como especializados. Sus trabajos pueden encontrarse en publicaciones dentro de Latinoamérica y Europa. Ha sido traducida al inglés y al rumano, y fue incluida en la segunda antología de Contemporary Literary Horizon. Próximamente se publicará su libro El hombre de siempre. Vive y trabaja en Santiago de Chile.

http://www.rociocasasbulnes.blogspot.com

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