Escáner Cultural

REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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Guía de Descarriados

 

BANDA PEQUEÑO VICIO

Por: Marcelo Olivares Keyer

I    OPERETA: PEQUEÑO VICIO

 

   La Banda Pequeño Vicio fue algo más que la feliz coincidencia de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección, fue la conjunción de las artes escénicas, encarnadas en el actor y coreógrafo Titín Moraga, y el rock, encarnado en el guitarrista Juan Ramón Saavedra, quien pese a su juventud había pasado por la legendaria banda de rock pesado Arena Movediza. Se asociaron para una opereta pergeñada por Moraga en 1986 llamada Opereta Pequeño Vicio, título al parecer entresacado de algún texto del controvertido escritor  japonés Yukio Mishima. De la base de músicos reclutados para el montaje, resultó el afortunado sexteto que constituiría la alineación “histórica” de esta excelente banda: Titín Moraga (voz), Juan R. Saavedra (guitarra), Iván Delgado (saxo), Andrés Bobe (teclados y guitarra), Luciano Rojas (bajo) y Cristian Araya (batería). Para mediados de 1987 ya tenían unas cuantas canciones a su haber, y en agosto entraron a los Estudios Horizonte para grabar su primer álbum, el que estaría listo a final de año, de modo que a partir del verano de 1988, ya como banda hecha y derecha,  comenzaron a rodar por los boliches santiaguinos. Recuerdo particularmente una presentación en enero en un improvisado escenario montado en un sitio eriazo, como parte del Festival Off Bellavista, en la que –a mí y a mi patota- nos volaron la cabeza, y no sólo por la potencia de sus guitarras, la atmósfera provocada por el sonido del saxo, la pantalla gigante exhibiendo video arte detrás de la banda, o la cantidad de vino que nos habíamos tomado. Era algo más simple y complejo a la vez: estábamos presenciando algo nuevo.

   Cuando al otro día, cerca de la hora de almuerzo y bebiendo cerveza para conjurar la resaca, nos reunimos en nuestro templo por allá por Tobalaba y Departamental, todos teníamos la misma pregunta en la punta de la lengua.

-         ¿Qué fue eso?

   Para entender nuestro trance se hace necesario aclarar que en nuestra tribu, con quienes editábamos el fanzine “Ene-A”, la banda incidental de nuestros días –y sobre todo de nuestras noches- la aportaba el grupo Sumo, cuyos caséts Divididos Por La Felicidad y Llegando Los Monos giraban sin parar mientras nos aventurábamos por el lado salvaje de los caminos del Arte. Por eso, el mayor elogio que podíamos proferir respecto de estos sorprendentes Pequeño Vicio era el de:

-         Se parecen a Sumo.

   Y comenzamos a perseguirlos allá donde tocasen, a pesar de lo complicado que era salir de La Florida por la noche en pos de los lugares en los que la vanguardia tejía su legado. Pero valía la pena, porque entrar a ver a Pequeño Vicio era sumergirse en una nave multimedia, abrir los poros –de la piel y de la mente- y dejarse atravesar por esa telaraña al mismo tiempo agresiva y elegante, rockera y teatral, gótica y sudaca, que estos seis talentosos muchachos supieron construir.

    

 

II    SÁCATE LA MÁSCARA  (O PONTE UNA MÁSCARA)

 

   Después de aquel verano´88 tomé la ruta 5 sur, y a la altura de Parral me interné río Longaví arriba para refugiarme en la montaña; todo estaba cambiando demasiado a prisa, y creí que el manto protector de la nieve me ayudaría a evadirme y a soportar esa mentada transición de la que tanto se hablaba. Pero antes de abordar el tren al sur anoté en mi libreta el lugar y la fecha de la próxima presentación de “los Vicio”, subrayando el dato clave: Lanzan caset. Así fue como, al cabo de un mes, cuando ya me hacía amigo de la nieve, adicto al mate y admirador de las majadas de cabras, bajé de la montaña, tomé el tren de vuelta, y el día anotado estuve en Santiago para una nueva cita con mi banda favorita. Antes de partir al local de la tocata, se me ocurrió pasar por la disquería que Eduardo Gatti (supongo que era de él, pero no estoy seguro) tenía en el barrio Bellavista, en la esquina de Antonia López de Bello y Constitución, frente a la Plaza Camilo Mori.  Como el guión de nuestras horas parece estar escrito por un narrador bipolar o al menos caprichoso, al entrar a la disquería encontré allí a Titín Moraga. Compré el anhelado caset, y de inmediato le pedí al tipo que atendía que lo escuchásemos un poco. Así es que mientras la cinta rodaba, aproveché de hacerle algunas preguntas al señor Moraga; el sueño del pibe ¿no?

   Ese caset todavía lo tengo, sobrevivió a todos los cambios de casa, a todas las fiestas, a todo. Y me parece que si no figura en las antologías de los mejores álbumes de rock que se han hecho en Chile, es –lisa y llanamente- por ignorancia de los antologadores, de los que no cuestiono su opinión, pero me temo que cuando esta impecable banda pasó por la escena santiaguina, no se dieron ni cuenta, ya que en ese momento todavía respiraba, aunque con oxígeno artificial, el “nuevo Pop”, y por un lado las camisas multicolores y los peinados a lo Cerati todavía no se agotaban, mientras por el otro el carnaval del plebiscito ahogaba con su euforia luminosa las propuestas disonantes que florecían en la sombra. Y la banda Pequeño Vicio, que apareció justamente para terminar con el brillo fatuo de un nuevo pop inflado por los medios, supo hacer lo suyo en aquel tiempo de claroscuros. De hecho, en el interior del caset viene un texto no tan bueno pero que aporta algunas luces, titulado “¡NECESITAMOS DE ESTA LOCURA Y DE VERNOS SOMETIDOS CONSTANTEMENTE EN DESAFÍO!”, en el que frases como “un discurso increpante”…”exento de clichés musicales”…”en la atmósfera ideal de un nuevo aprendizaje estético, de una nueva vida. Estableciendo con ello el Juicio Final a la anterior”, funcionan como un germen de manifiesto para esta apuesta, un proyecto extremadamente breve en el tiempo, pero señero en el juicio…final.

   Del álbum El Juicio Final hasta la carátula es buena, muy buena (cuando hay talento, se nota). ¿Y las letras? Se apoyan en la literatura, placer de elegidos, y están imbricadas de citas y adaptaciones. A la hora de cantar y pararse en el escenario, Moraga hacía recordar un poco a Federico Moura, aunque con un fraseo más lánguido y, obviamente, teatral. Pero más que el lucimiento de tal o cual individualidad, lo que uno veía y escuchaba, era a seis chicos nada imaginarios engalanando la noche a punta intensidad y contención, de estridencia y silencios, obscuridad y brillos, en fin, todas las dualidades habidas y por haber, demostración de que el arte de calidad suele apoyarse, simplificando al máximo, en la capacidad de generar matices.

   Del lado de abajo del escenario  la cosa era un absoluto trance, uno saltaba como un autómata junto a un inmenso parlante, otro fumaba marihuana en un rincón, el de más allá leía su librito de Artaud, uno volaba hacia hacia el Oeste, otro volaba hacia el Este, otro volaba sobre el nido del cuco. Solían comenzar con El Reto, batería de marcha, todos saltando, jugando a los milicos. Después de la salida del caset ya podíamos cantar todas las canciones, como buenos perseguidores del desorden de los sentidos, tal cual, el cliché no era cliché, era la noche, era una calle en Bellavista, un subterráneo en el centro, una botella de algo a la sombra de un quiosco antes de entrar. Ecos, ecos de la banda que cerró la puerta por fuera y luego se perdió en la nada.

 

III    EPÍLOGO INNECESARIO

 

   Quizás a algún lector bien informado le llame la atención que yo de por cerrado el ciclo de la Banda Pequeño Vicio en el año 1988, ya que el año 1991 apareció en disquerías el álbum Frenético en Vuelo, firmado por la banda de marras.  El tema da para debate, y la pregunta surge: ¿Puede una banda seguir considerándose tal después de cambiar la mitad de sus integrantes? Para mí no, y el caso es que del sexteto del Juicio Final, tres integrantes (Delgado, Bobe y Rojas) salieron al mismo tiempo, reclutados para la refundación del grupo La Ley, el que mutaba de osado trío de sintetizadores a proyecto para quinceañeras. Y así, a pesar de conservar la dupla creativa Moraga/Saavedra, la Banda Pequeño Vicio se desmoronó. Aquel supuesto segundo álbum es malo de principio a fin, partiendo por la carátula (cuando la cosa no funciona, se nota). A pesar de las salidas en televisión, de las entrevistas,  y del renombre heredado del ciclo anterior, se esfumó todo lo que los había definido; la riqueza y osadía desaparecieron en un vano intento de modificar el sonido orientándolo hacia el funk y el pop más elemental. Para los que gustan de los lugares comunes, el dicho de que nunca las segundas partes son buenas resultó cierto, vigente y acertado. Mejor no hablar de ciertas cosas…

 

                                                                          Marcelo Olivares Keyer, Ñuñoa, diciembre 2017.

  

  

Escáner Cultural nº: 
202

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