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ISSN 0719-4757
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Perfiles Culturales

 

IMPERIALISMO Y BARBARIE. LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL
(1914-1918)

Rodrigo Quesada Mongei

 

VI

Por eso resulta insuficiente abordar el estudio de la Primera Guerra Mundial como un conflicto puramente militar en el que las obsesiones de Alemania por la dominación mundial, sólo presagian el arribo de un holocausto mayor con la Segunda Guerra Mundial. Con esto queremos decir que no está completo el análisis que establezca una relación mecánica entre una guerra y otra. Alemania, como los Estados Unidos, Japón, Francia o Rusia, solo busca abrirse un espacio en el capitalismo mundial, controlado y diseñado a voluntad por Inglaterra. De hecho, Estados Unidos ha ido construyendo su propio espacio imperial en América Latina, el Pacífico y el Caribe, de la misma forma que Japón ha intentado lo mismo en el Pacífico, Francia en África y Asia, y Rusia en los Balcanes y el este de Europa. Pero estos espacios imperiales solo podían ser levantados, arropados por un capitalismo pujante y vigoroso, ingrediente del que carecían los viejos imperios como el austro-húngaro, el otomano y el ruso, al cual Lenin había bautizado como el eslabón más débil de la cadena histórica burguesa.

Alemania no era una máquina de guerra, como tampoco lo era Inglaterra. Solo que, desde 1890, se empieza a notar el deterioro que estaba experimentando el capitalismo británico para seguir controlando los espacios imperiales construidos a lo largo del siglo anterior a la guerra. La competencia comercial, industrial, militar e ideológica, procedente de parte de los nuevos poderes imperiales que se están articulando en diferentes partes del mundo capitalista desarrollado, se experimenta en el imperio británico como un estrechamiento en sus márgenes de movilidad para invertir en nuevos mercados, en el control de los mares y en la promoción de una imagen de la monarquía británica como el ideal supremo de la eficiencia democrática liberal. Construir el espacio imperial y sostenerlo significó para Gran Bretaña un esfuerzo descomunal, de tal forma que un enfrentamiento con aquellos otros poderes europeos que buscaban merodearle sus progresos al imperialismo británico, se veía como inevitable, casi inmediatamente después de la derrota de Napoleón en 1815.

Los alemanes, por ejemplo, tenían claro que después de la derrota de Francia en la batalla de Sedán, la cual cerró la sangría de la guerra franco-prusiana de 1870, debían armarse aún más y fortalecer la unidad nacional germana sobre la base de un capitalismo altamente desarrollado, en el que predominaran el desarrollo tecnológico, las habilidades empresariales y, más que nada, el buen funcionamiento de una maquinaria burocrática estatal capaz de ubicarse, sin miramientos de ninguna especie, detrás del ejército cuando éste lo requiriere. Posiblemente no se encuentra en la historia europea de los últimos ciento cincuenta años, una amalgama entre el Estado y el Ejército de tal envergadura y naturaleza, como la lograda por Alemania, después de la derrota de Francia. El plan del General Alfred Von Schlieffen (1833-1913), que había sido diseñado desde 1905 para enfrentar las eventualidades de una nueva guerra contra los franceses, fue imaginado como la salida más lograda para el movimiento de tropas, material bélico y logística militar que fuera necesaria en esas circunstancias inéditas de expansionismo alemán, no sólo en Europa sino también en África, Asia y América.

De la misma forma que la derrota del imperio austro-húngaro en 1866, la derrota de Francia, cuatro años después, estableció las reglas del juego con las cuales los alemanes iban a disputar los nuevos espacios imperiales que se construirían en Europa, sin consideraciones de ninguna especie respecto a las posibilidades reales de bloquear dicho proceso que tuvieran Rusia, el Imperio Otomano y el Imperio Británico. De hecho, la Triple Alianza de las potencias centrales, Alemania, Austria-Hungría y Turquía (el Imperio Otomano), estaba forjada al calor de acuerdos que se firmaron en 1884, cuando se pactaron los primeros movimientos de lo que sería luego el imperio alemán, plagado de todas las connotaciones colonialistas que estaba luciendo.

 

VII

Quien quiera creer que la guerra democratiza y allana las posibles diferencias sociales que existieran entre los hombres en el campo de batalla, podría equivocarse de manera resonante. Tanto en las filas de las potencias centrales como en las de la Triple Entente (Inglaterra, Francia y Rusia), los requerimientos imperiales y profundamente clasistas se mantuvieron intactos, como si la Revolución Francesa hubiera tenido lugar en vano. De hecho, en las trincheras al soldado raso se lo consideraba casi sub-humano. Y los aristócratas tenían una serie de privilegios que podrían dejar boquiabierto al más pintado. En ocasiones estos últimos tenían barracas, oficinas y hasta cuartos empapelados en las trincheras, donde la mayor parte de la soldadesca chapaleaba en el barro, las heces de los compañeros, y una asombrosa miríada de enfermedades. Muchas de las mismas eran el producto de la guerra y de las aterradoras condiciones en que se desenvolvía.

En batallas y campos como Gallipolli, Salónica y Verdún, para mencionar algunos ejemplos, los niveles de demencia guerrerista alcanzaron cotas solamente superadas tal vez en Stalingrado. Sin embargo en aquellas ocasiones el desagarro psicológico, la mutilación y la muerte llegaban por primera vez a una guerra inédita en la historia militar de Occidente. Los 10.000 kilómetros de trincheras que se extendían en el frente occidental, desde el Canal de la Mancha hasta la frontera con Suiza recogen un capítulo de la Primera Guerra Mundial, que refleja a ciencia cierta los excesos y la brutalidad a que llegó el sistema capitalista europeo para defender sus logros económicos no sólo en Europa, sino también en otras partes del mundo que consideraba sus colonias. La guerra de trincheras era el resultado de un empate entre las fuerzas imperiales contendientes que, después de la destrucción de Lieja en Bélgica, y del estancamiento en el Marne, dentro del territorio francés, hizo a los alemanes entender que el conflicto no terminaría rápidamente, como se les había dicho a los jóvenes quienes entregarían sus vidas por nada. La banalidad de una batalla como la de Verdún, donde los franceses se aferraron con avidez fanática al simbolismo de la ciudad fortaleza, dejó en los campos de muerte a más de medio millón de hombres jóvenes de Francia, y poco más de cuatrocientos mil alemanes.

Deberíamos de comprender que los juegos diplomáticos en los que se sumergieron los británicos, los alemanes, los rusos, los austriacos y los turcos, sin dejar de tomar en cuenta a las potencias menores como Italia, Grecia, Serbia, Rumania y Bulgaria, no buscaban únicamente despojar a los alemanes de sus colonias en África y Asia, como alguien podría pensar con gratuidad. Para finales de 1916, Alemania había dejado de ser una potencia colonial en esas regiones. No tanto porque los ingleses, franceses y japoneses hubieran logrado arrinconarlos, sino porque la diplomacia se había llegado a convertir en un arma al servicio de la geografía de los imperios, que buscaban retener sus viejos espacios imperiales, o adquirir otros nuevos con la violencia de las armas y el despojo negociado debajo de la mesa. Esta fue la actitud de Italia, por ejemplo, quien decidió ingresar a la guerra hasta 1915, cuando varias regalías territoriales le fueron garantizadas a costa de la derrota de Alemania. Fue lo mismo con relación a Serbia y su solicitud de apoyo al imperio ruso, para poder enfrentar la amenaza que representaba la integración forzada a la que aspiraba el imperio Austro-Húngaro. Éste, por su parte, al igual que el imperio otomano (Turquía), buscaba, desesperadamente, con el soporte de los alemanes, sostener una unidad territorial, étnica, lingüística y política tan variopinta y desigual, que no escatimó negociaciones, intrigas y golpes de mano a espaldas de sus aliados, inspirados por la enorme antipatía que les provocaba el militarismo prusiano.

Para Alemania, la alianza con Austria-Hungría era como estar esposado a un cadáver. Y el imperio otomano, que venía siendo sacudido por transformaciones internas de gran calibre desde 1908, frágil y quebradizo, representaba para los alemanes la única fuerza capaz de contener el avance de los rusos y de los británicos hacia zonas de gran importancia geográfica como Irán y Mesopotamia (hoy Irak). De hecho en Gallipolli los turcos pudieron demostrarles a los Aliados, que constituían un ejército respetable, no así por su arrojo y capacidad de combate, sino por su inteligencia, su rapidez y su compactación para responder a los imprevistos. En esta dinámica de pesos y contra-pesos la diplomacia de antiguo régimen, aquella que caracterizó al período que media entre 1815 y 1870, salió sacrificada, porque la Primera Guerra Mundial, se trajo abajo todos los viejos rituales con que las decrépitas monarquías convalidaban sus negociaciones, acuerdos y alianzas de otrora.

 

VIII

La Primera Guerra Mundial fue la apoteosis de una confrontación inter-imperialista. Pero además fue una “guerra total”1. Ello quiere decir que el conflicto fue superado en sus dimensiones puramente militares. Si la economía capitalista venía dando tumbos desde 1873, y tuvo períodos de auge transitorios hasta 1896, con la guerra, la debacle fue total. Se nos ha enseñado que los únicos soldados en rebelarse contra sus oficiales, por sus vinculaciones con la autocracia, fueron los rusos. Que éstos fueron víctimas fáciles de la propaganda promovida por los bolcheviques en las trincheras, casi desde los inicios mismos del conflicto. Que los soldados rusos no tenían botas, no tenían buena comida, que se morían de frío, que la industria militar no podía satisfacer las abrumadoras necesidades técnicas y logísticas de sus ejércitos. Que Rusia alcanzaba a producir unos 290 millones de cartuchos por año, cuando se estaban consumiendo 200 millones por mes. Que Rusia podía movilizar unos diez millones de hombres, pero solo disponía de unos cuatro millones de rifles, mal cuidados, envejecidos y humedecidos por la falta de uso.

Todo aquello era cierto, pero resulta que esa no era únicamente la situación real que tenía en sus manos la autocracia rusa, sino que similares condiciones aquejaban a la monarquía austro-húngara, al imperio otomano y al mismo ejército francés. Se podría sostener que tal vez solo los ejércitos inglés y alemán estaban en capacidad de hacer frente a un conflicto militar que, ya para 1916, se había engullido a la economía mundial, había modificado con profundidad el mapa lingüístico, la geografía política y las jerarquías étnicas en imperios como el de Austria-Hungría. En este último, al empezar la guerra, los oficiales tenían que hacerse acompañar de una cuadrilla de traductores, pues tenían que impartir órdenes en quince idiomas, cuando menos. La tirantez étnica y la ensombrecida nitidez geográfica en la que vivían muchos de los pueblos bajo la dominación austro-húngara, están detrás de la conspiración que ultimó a tiros al heredero de la corona, Francisco Fernando y a su esposa plebeya, aquel fatídico 28 de junio de 1914. En el siguiente agosto, como decía la gran historiadora Bárbara Tuchman, los cañones resonaban por toda Europa2.

Pero el conflicto remeció los fundamentos profundos de la vieja democracia liberal europea, y abrió el camino para que nuevas nociones del poder, no tan democráticas, emergieran ahí donde se había producido un vacío de autoridad acicateado por estructuras económicas y sociales que pertenecían al pasado. El nuevo capitalismo de Alemania, Estados Unidos y Japón, traía consigo una noción de empresa, un criterio de relación entre ciencia y tecnología, y una concepción de la competitividad mercantil que era producto de una vigorosa internacionalización de la acumulación de capital, inédita en tiempos del viejo capitalismo de tendero que todavía practicaba el Imperio Inglés en vísperas de la guerra.

La guerra arrasó con ese viejo capitalismo e hizo posible que una monopolización sin precedentes, armada de ejércitos de soldados, burócratas, técnicos e ideólogos a sueldo hicieran posibles prácticas imperialistas que aniquilarían sin contemplaciones la independencia nacional de pueblos enteros, los despojarían de sus riquezas humanas y materiales, y los convertirían en simples consumidores de las chucherías producidas por sus empresarios y hombres de negocios, de vuelta en la madre patria. Alguien podría pensar que la historia avanza en círculos concéntricos, como habría dicho Vico en su momento, solo que ahora la diferencia la establecía una transformación tecnológica espectacular, que terminaría por hundirse con la Segunda Guerra Mundial.

Pero la guerra fue total, no sólo porque las grandes empresas y fábricas se pusieron del lado de sus ejércitos con el fin de proveerlos de lo que necesitaran para que se mataran y mataran a otros, como sucedería en Alemania, Inglaterra y Francia, sino también porque las mujeres, los ancianos, los adolescentes y los niños se vieron obligados a participar de un conflicto militar que no siempre vieron como suyo. Frente a estos efluvios de aparente patriotismo, sin embargo, los soldados franceses, austriacos, alemanes y británicos, de la misma forma que los rusos, también criticaron duramente a sus oficiales (con frecuencia se decía que la guerra la peleaba un grupo de leones liderado por una recua de burros), debido a que, muchas de las operaciones en las que perdieron la vida cientos de miles de hombres, no tenían sentido, y estaban inspiradas en la vanidad, el egocentrismo y la prepotencia, como sucedió con los famosos “gemelos terribles”, los generales alemanes Hindenburg y Ludendorff, considerados héroes nacionales, pero también aristócratas militares para quienes las vidas de sus hombres valían muy poco, pues por encima de todo estaba el nacionalismo alemán. Paradójicamente, no obstante, el mentado chovinismo no daba para tanto y países como Inglaterra, Francia e Italia, se vieron en la obligación de utilizar tropas coloniales, con el fin de enfrentar todos juntos, colonialistas y colonizados, a la imbatible máquina de guerra que habían construido los alemanes. Miles de jóvenes soldados australianos, hindúes, canadienses, neozelandeses, nigerianos, argelinos, kenianos, vietnamitas y otros, perdieron la vida para que sobreviviera una potencia imperial que solo buscaba la perdurabilidad de un sistema económico que se inventaba esta clase de guerras para seguir funcionando.

 

IX

Decía bien José Enrique Rodó, uno de los pocos latinoamericanos que escribió sobre la Primera Guerra Mundial, cuando apuntaba: “Tal vez se aproximan en el mundo tiempos de transformaciones pasmosas y violentas. Tal vez hemos de asistir al alumbramiento monstruoso en que, entre torrentes de lágrimas y sangre, broten, de las desgarradas entrañas de esta civilización doliente, nuevo orden y nueva vida”3. En ese nuevo mundo estaban pensando los obreros y los campesinos, que ponían los muertos en las trincheras del Marne, Verdún y el Somme, las mujeres y los niños que caían exhaustos fundiendo campanas, durante doce horas diarias, como hacían los austriacos para fabricar balas, con el afán de atender a un ejército que se redujo a la mitad en el primer año de lucha.

Después de 1916, las huelgas, los motines y los sabotajes se convirtieron en una plaga difícil de combatir en los ejércitos francés, austro-húngaro, alemán y ruso. Las desbandadas y las deserciones en masa debilitaron al ejército ruso de tal forma, que con frecuencia el asesinato de los oficiales de la autocracia de Nicolás II, se había llegado a convertir en un síntoma indiscutible de la más temible de las enfermedades que podía padecer un ejército de la vieja escuela: la indisciplina y el anonimato. A estos últimos los sucedieron los juicios sumarios, los ahorcamientos y los fusilamientos. Es decir que, los ejércitos en conflicto estaban implosionando, cuando las tropas norteamericanas hicieron su ingreso a finales de 1917, para acelerar el final de una guerra, de la cual emergerían algunas de las revoluciones y de las tiranías más emblemáticas de la historia del siglo veinte. Los Estados Unidos saldrían enormemente enriquecidos y poderosos.

Pero los ingleses, tan circunspectos y disciplinados, se encontraron también con serios problemas para controlar su patio trasero, es decir Irlanda. Aquí, el imperialismo británico se enfrentó con una de las fuentes de desasosiego y violencia más complejas que pudieran haber imaginado, desde que el conflicto militar había iniciado. Como los rusos, los italianos, los turcos, los griegos, los austriacos y los ciudadanos de los Balcanes, los irlandeses aprovecharon el contexto de guerra en el que se encontraba la potencia imperial, para manifestar su desacuerdo con las alianzas y los pactos establecidos desde hacía siglos con Inglaterra, y se fueron a la violencia callejera, la organización terrorista y guerrillera para revisar o modificar a fondo aquellas instituciones, tanto así que, uno de los nombres más representativos de la independencia de Irlanda, Roger Casement, terminó colgado para pagar un juicio por alta traición en agosto de 1916 (había nacido en 1864)4.

 

X

La Primera Guerra Mundial arrastró a la muerte a unos diez millones de personas, en los campos de combate. Dejó heridos, mutilados y enfermos a otros dieciocho millones de hombres. Y afectó de manera indirecta, por razones sociales, económicas y psicológicas, a cien millones de seres humanos más. Cuando se discutían los créditos de guerra, en agosto de 1914, los socialdemócratas alemanes, renegando de las nobles tradiciones revolucionarias en las que predominaba el internacionalismo de los trabajadores, decidieron ponerse al lado de sus burguesías nacionales e irse de bruces, ciegamente, hacia la carnicería. Hoy no tiene sentido plantearse preguntas sin respuesta, como las que critica sabiamente el historiador inglés Richard J. Evans en su último libro. Carece de motivos serios una especulación sobre lo que hubiera sucedido si Alemania gana la guerra. Si Gran Bretaña y los Estados Unidos no hubieran entrado en el conflicto5. Tal vez si la revolución alemana hubiera triunfado en 1919, Hitler y Stalin jamás hubieran llegado al poder.

La historia suele suceder de una determinada manera y las reflexiones “contra factuales” (es decir contra los hechos) no conducen a ningún lado, a no ser hacia la frustración y la amargura. De tal manera que a los historiadores nos corresponde levantar un testimonio de los acontecimientos, proponer algunas explicaciones y análisis, pero evitar, hasta donde sea posible, las especulaciones simples y llanas, tan parecidas a las adivinanzas y no así a la verdadera indagación histórica.

La Primera Guerra Mundial demostró, con amplitud, que las potencias imperiales europeas, junto a los Estados Unidos y Japón, eran capaces de llevar al mundo a la catástrofe para defender la cuota de ganancia que el colonialismo imperialista les había permitido conseguir en un lapso de tiempo bastante corto. Lo que estaba en juego, verdaderamente, no eran tanto un puñado de colonias, sino la ganancia, el crecimiento capitalista que las mismas podrían traer consigo en términos de fuerza de trabajo, materias primas y control estratégico internacional de los mercados. El imperialismo con colonias es nada sino le abre el camino a un imperialismo sin colonias, donde el sistema económico hace de las suyas de forma antojadiza y sin límites.

Con este contexto, la socialdemocracia alemana e internacional, en vísperas de al guerra, se encontró en medio de un debate que no se agotaba en el tema político, sino que tocaba muy de lleno los aspectos financieros, económicos, militares y puramente humanos de una posible guerra en la que los viejos imperios coloniales se jugaban la vida, al enfrentarse a un nuevo estilo de practicar el imperialismo. La Segunda Internacional de los Trabajadores (fundada en 1889)6, que durante los años noventa del siglo diecinueve llegó a reunir lo más granado y brillante del pensamiento marxista y revolucionario del momento, terminó fragmentada y arruinada, emponzoñada por una serie de debates, discusiones y enfrentamientos que la llevaron al colapso, a la división y a una ciénaga de traiciones, maledicencia e intrigas en virtud de que la guerra mundial había hecho reflotar las viejas rencillas entre reformistas y revolucionarios.

Los trabajadores organizados en la calle, en sindicatos, cooperativas, sociedades de ahorro mutuo, en partidos políticos y otras formas de organización, se encontraron de un momento a otro con la sorpresa de que sus líderes se tambaleaban y no podían decidir si ir o no a la guerra la cual, la víspera, habían calificado como una guerra imperialista, de rapiña y saqueo entre diferentes potencias colonialistas. Estaba claro, desde la época de Marx y Bakunin, que los trabajadores no tenían patria. Que las condiciones de explotación y maltrato, ellos las vivían por igual en cualquier parte del mundo, donde el capital pagara un salario por la única mercancía que podían vender, su fuerza de trabajo. Pero con la guerra mundial, el internacionalismo que habían pregonado los supuestos líderes proletarios, saltó en pedazos y ellos terminaron plegándose a los intereses de sus burguesías nacionales.

El fantasma del patrioterismo, del chovinismo, del nacionalismo racista y segregacionista se abrió camino, para hacerles creer a los trabajadores de Alemania que ellos tenían intereses y aspiraciones de clase radicalmente distintas a los de Inglaterra. Ya se vería en las trincheras de Francia que tal argumento no era más que una triste falacia. Pues los muertos los pusieron los obreros y los campesinos de potencias imperiales que solo buscaban incrementar su cuota de ganancia. La clara comprensión de este problema, algo en verdad complejo para trabajadores semianalfabetos, pero que veían con lucidez de qué lado estaba la razón, fue el producto de una extraordinaria labor pedagógica llevada a cabo por organizaciones como las de los bolcheviques y de los anarquistas en Rusia, nación que finalmente se retiraría de la guerra, abriendo, de esta forma, el camino para que la revolución iniciara un proceso irreversible en el que los obreros y los campesinos constantemente estarían superando a su líderes en la fábrica y en el campo.

Con el armisticio en 1919 vendrían una serie de transformaciones políticas, sociales, económicas, geopolíticas, ideológicas y culturales de tal envergadura que nuestro mundo actual sería incomprensible sin hacer una referencia por lo menos modesta al legado transmitido por la Primera Guerra Mundial. Después de ella, el mapa europeo cambió sustancialmente, nacieron nueve repúblicas con el desmembramiento del viejo imperio austro-húngaro, se desintegró el imperio otomano, Francia recuperó las provincias de Alsacia y Lorena que había perdido con la guerra franco-prusiana de 1870, Inglaterra conservó y fortaleció el control de su imperio, Italia y Alemania fueron despojadas en gran parte de sus colonias africanas y asiáticas.

Entre tanto en Rusia se llevaba a cabo una de las revoluciones más profundas y transformadoras del siglo veinte. La revolución bolchevique, cuyo punto de origen se encuentra sin lugar a dudas en la Primera Guerra Mundial, al menos en lo correspondiente a la etapa de 1917, modificó la historia de ese país de manera tan abarcadora y comprehensiva que aún en nuestros días se sienten sus efectos y sus promesas inconclusas. Pero, de la misma forma, en esta guerra se encuentran también las raíces y motivaciones más ocultas de lo que sería la historia de Alemania, Italia, África y Asia, en la segunda parte del siglo XX.

Pero, finalmente, Rosa Luxemburgo sería asesinada en 1919, junto a sus compañeros de lucha Karl Liebknecht (1871-1919) y Leo Jogiches (1867-1919), fieros oponentes de que la socialdemocracia alemana participara de una guerra que únicamente desolación y muerte podría traerle al proletariado centroeuropeo. Con ellos murió el anti-militarismo revolucionario de la primera parte del siglo veinte, y estableció las bases y postulados de una forma de lucha que separaría tajantemente a los comunistas de los socialdemócratas, a los bolcheviques de los anarquistas. Daría origen al mismo tiempo, a una de las expresiones del totalitarismo más devastadoras de la historia, el nazi-fascismo, como expresión superior de los excesos a los que puede llegar el sistema capitalista, la cultura burguesa en su fase más raquítica, cuando el imperialismo solo le ha dejado el recurso de las armas, la opresión y la brutalidad.

 

XI

Podríamos concluir este ensayo con otra cita del gran escritor uruguayo José Enrique Rodó, que recoge con sabiduría y sensibilidad lo que se avecinaba después de la Primera Guerra Mundial. Él decía: “La guerra traerá la renovación del ideal literario, pero no para expresarse a sí misma, por lo menos en son de gloria y de soberbia. La traerá porque la profunda conmoción con que tenderá a modificar las formas sociales, las instituciones políticas, las leyes de la sociedad internacional, es forzoso que repercuta en la vida del espíritu, provocando con nuevos estados de conciencia, nuevos caracteres de expresión. La traerá porque nada de tal manera extraordinario, gigantesco y terrible, puede pasar en vano para la imaginación y la sensibilidad de los hombres: pero lo verdaderamente fecundo en la sugestión de tanta grandeza, lo capaz de morder en el centro de los corazones, donde espera el genio dormido, no estará en el resplandor de las victorias ni en el ondear de las banderas, ni en la aureola de los héroes, sino más bien en la pavorosa herencia de culpa, de devastación y de miseria: en la austera majestad del dolor humano, levantándose por encima de las ficciones de la gloria y proponiendo, con doble imperio, el pensamiento angustiado, los enigmas de nuestro destino, en los que toda poesía tiene su raíz”7.

 

Primera Parte de este ensayo: http://revista.escaner.cl/node/7353

 


i

Rodrigo Quesada Monge (1952). Profesor Catedrático Jubilado de la UNA-Heredia, Costa Rica.

 

Álvaro Lozano (2011). Breve historia de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) (Madrid: Ediciones Nowtilus). Capítulo 9.

2

Barbara Tuchman (2012). The Guns of August (The Library of America).
 

3

José Enrique Rodó (1967). Escritos sobre la guerra de 1914. En Obras Completas (Madrid: Aguilar). P.1232.
Otro de los latinoamericanos que escribió crónicas valiosísimas sobre esta parte de la historia europea fue Enrique Gómez Carrillo, el ilustre guatemalteco que varios estudiosos consideran uno de los principales responsables de la difusión del modernismo en Europa y América.

 

4

Una buena introducción a la biografía de Roger Casement es la novela de Mario Vargas Llosa (2011) titulada El sueño del celta (Madrid: Alfaguara).
 

5

Richard J. Evans (2014). Altered Pasts: Counterfactuals in History (The Menahem Stern Jerusalem Lectures (Brandeis University Press).
 

6

La Primera Internacional de los Trabajadores había sido fundada por Marx, Engels y Bakunin en 1864. Ver de Novack, Frankel y Feldman (1977). Las tres primeras internacionales. Su historia y sus lecciones (Bogotá: Ediciones Pluma. Traducción de Luz Jaramillo).
 

7

Rodó (1967). Op. Cit. P. 1240.

 


 

Imagen de la gestación de batalla de Coronel (Chile) de dominio público, fuente: Wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Batalla_de_Coronel#mediaviewer/Archivo:Ostasiengeschwader_Graf_Spee_in_Chile.jpg

 

 

Escáner Cultural nº: 
170

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