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ISSN 0719-4757
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Autorretrato recordando

 

 

Lucidez en el abismo: Perspectivas en torno a Mi Madre de Georges Bataille

Capítulo II

 

Por Ana Karina Lucero
altazor_2004@yahoo.es

(El Capítulo I se puede leer aquí)
 

Subversión y perversión en la poética de Bataille

 

Mi insensibilidad, mi topor moral, habían progresado sorprendentemente. Como si mis nervios, encharcados en morfina, no sintieran nada. Había dejado incluso de pensar en la religión que, según creía, me trastornaba hondamente. El goce que daba a Hansi, el deseo de la voluptuosidad que la hacía mía, la felicidad de excitar la profunda desnudez de su cuerpo, de descubrirla y turbarme ante ella, habían sustituido el temblor, el sobresalto y la visión que me había causado la presencia divina, que antaño me hablaba, me llamaba y me atormentaba”

Georges Bataille, Mi madre

 

Será en 1905 a raíz de la difusión de “Tres ensayos sobre teoría sexual1”, que Freud expondrá la teoría del Edipo relacionada con la clínica. Es en este punto donde me detengo e instalo una digresión. Toda la descripción generada con anterioridad persigue delimitar someramente un campo; el punto es, cuánto de ello incidirá en mi lectura del texto de Bataille.

Escojo este texto sobre teoría sexual porque me parece una de las más pertinentes puertas de entrada y calce entre los planteamientos freudianos y la novela invocada; sin por ello soslayar otras conceptualizaciones derivadas del complejo de Edipo, que también serán yuxtapuestas a la lectura.

Prosiguiendo con nuestra asociación arbitraria, Freud fija en estos ensayos una explicación sobre el instinto sexual, atrayendo y por ende, sustituyendo textualmente el vocablo “instinto” por un juicio proveniente de la ciencia: la libido.

El autor pone en entredicho la aseveración-instalada institucionalmente- de que la libido no está presente durante la infancia, sino que más bien se va constituyendo en un proceso de maduración propio de la pubertad y que en relación a él se exterioriza en cuanto atracción sexual (cuyo fin es la cópula).

Al objetar dicho precepto, Freud despeja la inexactitud al circunscribir un esbozo que involucra a la persona desde la cual parte el instinto-designada como objeto sexual -y el acto hacía donde se dirige ese impulso (fin sexual).

Como fin sexual normal es considerada la conjunción de los genitales en el acto denominado como coito, conducente a solucionar la tensión sexual y asimismo su extinción temporal, (satisfacción comparable con la saciedad). Sin embargo, según Freud, el acto sexual más normal imbrica y atrae aquellos elementos concebidos como aberrantes perversos.

En esta última dimensión ingresa el texto de Bataille, en la medida que invoca la perversión como modo de lectura posible. Mi madrees un texto compuesto por una trama que es afirmada por el vínculo entre una mujer (Helena) y su hijo adolescente (Pierre). Sin embargo, este no es un simple relato de amor filial, sino que es más bien la mutación de un enlace afectivo que se corroe y subvierte a medida que avanzamos en la novela.

Esto se puede advertir en la dinámica de ambos personajes -relación a ratos contradictoria, en otros momentos simbiótica -; que expone la veneración desmedida de un hijo hacia una madre que persigue frenéticamente la desacralización, la degradación de su papel vuelto desprecio.

Helena se sumerge en la voluptuosidad, en un enfermizo placer que traspasa sistemática y denodadamente a su hijo, avivando su deseo de ingresar a una sexualidad prohibida, carente de limitaciones y plagada de distorsiones y subversiones.

Madre que emprende una labor de corrupción de un adolescente que fue concebido en un sector boscoso y salvaje: proyección de un regocijo abyecto.

 

Idea que puede ser observada en el siguiente fragmento:

 

¡Pierre! No eres su hijo, sino el fruto de la angustia que yo sentía en los bosques. Provienes del terror que sentía cuando iba desnuda por los bosques, desnuda como los animales y gozaba temblando. Pierre, gozaba durante horas, repantigada en la podredumbre de las hojas: naciste de ese goce. Jamás me rebajaré contigo, pero debías saber; Pierre, si quieres, odia a tu padre; pero de no ser yo ¿qué madre habría podido hablar de la inhumana rabia de la que provienes? Aún no era más que una niña, y ya estaba segura de ser tanto más libidinosa cuanto que el deseo ardía en mí sin límite concebible, monstruosamente. Creciste, y yo temblé por ti, sabes cuánto temblé2”.

 

Esta explicación detallada por parte de Helena a Pierre, de un episodio-aparentemente traumático-donde se aborda la presencia de este ser “extraño e invasor” que violentó a una menor de edad fundida en un entorno salvaje, no es más que la constatación de un sujeto (el niño) de origen espurio, carente de referencialidad.

El padre de Pierre se configura inicialmente como violador de una niña que experimenta-de manera paradojal- un éxtasis gozoso, y que refiere a través del relato pormenorizado, un trauma trocado en fruición. A ese deleite destructivo arrastra Helena a Pierre, quien experimenta un descenso que oscila entre el cultivo de una moral religiosa férrea, hasta su relativización absoluta: desasosiego inducido por una invitación seductora.

También debe ser analizada en esta ocasión la imagen y figura paterna, que en este texto está cifrada y sobredeterminada por la negatividad; en contraposición a una madre que se concibe preliminarmente como una manifestación cercana a lo divino (madre santa y penitente), que termina siendo reducida en el tránsito narrativo a una mujer fatal (irresistible, letal y trasgresora).

Pierre emite juicios de valor contrarios a la figura paterna, debido a que experimentaba compasión por su madre (mujer abnegada que expresaba su martirologio a través de salidas constantes).
 

El padre constituía lo execrable, lo aborrecible, todo aquello que debía ser contravenido:

Lo odiaba tan plenamente que le llevaba la contraria por cualquier cosa. En aquella época, me hice tan devoto que llegué a imaginar que un día me metería en un seminario. Mi padre era entonces un ardiente anticlerical. No renuncié al hábito sino cuando murió, con el fin de vivir con mi madre, por quien sentía una arrebatada adoración. En mi estupidez, creía que mi madre era como pensaba que eran todas las mujeres, que era lo que sólo la vanidad de macho impedía que fuera, o sea, muy entregada a la religión ¿No iba yo los domingos a misa con ella? Mi madre me quería: entre ella y yo había, creo, cierta identidad de pensamiento y sentimientos que sólo la presencia del intruso, mi padre, entorpecía. Yo sufría, es cierto, por las continuas ausencias de mi madre, pero ¿cómo podía oponerme a que ella intentara por todos los medios de escapar del ser aborrecido?3”.

El padre es el que obtura la fusión con la madre-reeditando con esto el imaginario edípico-; él se alza como el miembro de la familia que impone los márgenes y las distancias entre un hijo anhelante y una madre visualizada desde la sacralidad.

Asimismo, Pierre no sólo debe sortear una serie de conflictos internos en relación a sus figuras parentales, también debe abordar sus arrebatadoras inclinaciones autoeróticas (manipuladas por su madre hacia otras figuras femeninas que coincidentemente se convierten en amantes-fetiches de ésta), mujeres transformadas en catalizadores de un desvío incestuoso:

“…Yo no reía con esa risa: sí, sin duda era una risa loca, pero apagada, taciturna, socarrona, la risa de un infeliz. Ese lugar de su cuerpo que Réa me proponía, con ese cómico mal olor que nos devuelve sin cesar a la vergüenza, me comunicaba una felicidad más valiosa que todas las demás, la vergonzante felicidad más valiosa que todas las demás, la vergonzante felicidad que nadie desea. Pero Réa, la desvergonzada, estaba encantada de ofrecerlo, al igual que yo sentía una avidez feroz por probarlo.

La bendecía por el risible regalo que me daría cuando, en lugar de la frente pura de mi madre, ella me ofreciera lo que era pura demencia ofrecer a mis besos. Había llegado al colmo del delirio y febrilmente murmuré:

-Quiero de ti el innombrable placer que me ofreces, nombrándolo4”.

Bataille descubre a través de la risa, no sólo la afirmación y revelación de la muerte, sino que también es una risa que disuelve los ordenamientos, las jerarquías. El autor se acerca a los extremos y los reúne con la misma facilidad con que lo hace un perverso (configurando un sistema de equivalencias que homologa el horror con Dios, la locura con la felicidad y la voluptuosidad con la muerte).

La risa, como componente de subversión, de carnaval, decanta en una mueca mortuoria (risa divina, más inaprensible que las lágrimas, expone su trascendencia como una forma de espera irremediable de la muerte).

Los personajes de la novela se encuentran empapados por el anhelo de una búsqueda placentera sin fin. A la risa, se le agrega el encuentro del deseo que despierta en la carne la negación cristiana de la misma. Siendo esa negación el punto de partida para encaminarse hacia Dios (trastocando de este modo el mandato de la tradición cristiana que establece la negación de la carne y la privación de los placeres como forma de llegar a Dios, afirmación que se convierte en una trágica promesa de realidad inexistente).

De esta manera, el deseo y la risa se convierten en el motor del pensamiento de Bataille; constante que aparecería expresada de diferentes maneras en todas sus obras, y que en el caso del texto analizado en esta ocasión, se ejemplifica en la relación entre Pierre y su madre, quienes se entregan desmesuradamente al placer -alejándose por consiguiente, del Bien (Dios) situado narrativamente como parte constitutiva de la dimensión moral de Pierre, estableciendo un contrapunto con el exhibicionismo y el delirio vital identificables en la madre-.

El correlato de esta última aseveración se puede comprobar en lo dispuesto en el siguiente párrafo:

Sí: lo que adoro es Dios. Y, sin embargo, yo no creo en Dios. ¿Estaré loco? Sé únicamente que, si me riera durante el tormento, por falaz que la idea pueda parecer, respondería a la pregunta que me hacía mirando a mi madre y que mi madre se hacía mirándome ¿De qué reírse en este mundo sino de Dios? Mis ideas son sin duda del otro mundo (o del fin del mundo: pienso a veces que sólo la muerte puede poner fin a la repugnante orgía, sobre todo a la más repugnante, que es el conjunto de todas las vidas; lo cierto es que, de hecho, gota a gota, nuestro vasto universo no deja de realizar mi deseo5”.

A pesar de esto, Bataille deja claro-hacia el final del texto- que la entrega desmesurada a los placeres nos es del todo agradable, ya que la constante espera de la muerte, mantiene la incertidumbre y el pesar de saberse inciertos y frágiles ante lo inevitable. La muerte es el punto final, el gasto total. La muerte destruye la vana ilusión del hombre de sentirse orgullosamente imperecedero.

 

Mi madre: algunas directrices en torno a la castración

 

El concepto de castración6 en psicoanálisis se engarza al texto de Bataille en la medida que instala en el accionar de los personajes una oscilación simbólica compleja, vivida inconscientemente por un adolescente atrapado en el limbo de la carencia de determinación identitaria -sexual-.

Pierre, uno de los personajes principales de esta novela, es un adolescente que aún no ha definido con claridad su rol alegórico en la tríada padre-madre-hijo. Sus pulsiones libidinales se orientan hacia su madre de manera desmedida, instalándose en él una perturbación en su desarrollo psicosexual determinado por la presencia de una patogénica elección incestuosa de objeto.

Fijación de objeto y/o fetiche que se anida en el inconsciente y que determina la posterior focalización de un deseo que oscila y se detiene (se reedita y reconstruye). El texto no da cuenta de la relación entre un infante y su madre-tópico psicoanalítico reconocible-, sino que sitúa a un narrador-personaje-adolescente como portavoz de deseos perversos y reñidos con la moral que se inclinan hacia un progenitor alterno, ya no desde el “en ciernes”, sino desde el establecimiento de una “certeza”.

Por otra parte, lo interesante de este texto es que nos permite asociar ciertos fundamentos anclados en el complejo de castración. Si bien dicha noción está directamente aparejada con la conformación de una identidad sexual (sujeta inconscientemente a etapas que abordan la angustia y la ausencia del pene, como asimismo, las amenazas verbales parentales que determinan el curso de las posteriores conductas de niños y niñas); el autor nos sumerge en una trama que va entrelazando dicho método como eco teórico.

El complejo de castración, descrito por primera vez en 1908, establece una descripción pormenorizada de etapas por las cuales el niño y la niña atravesarían en función de una demarcación de su sexualidad infantil. Proceso que se caracteriza inicialmente por la elaboración de una ficción construida por el niño, relacionada con la condición y atributo universal que tendría el pene (omitiendo en este caso, las eventuales diferencias anatómicas entre órganos sexuales masculinos y femeninos).

Un segundo estadio -y que resulta del todo operativo y pertinente de asociar con el texto de Bataille- tiene que ver con el período de amenaza verbal proferida por los padres, que apuntan a prohibir al niño sus prácticas autoeróticas y a obligarlo a dimitir en todo aquello que tenga relación con sus fantasmas incestuosos.

Amenazas que alertan al niño en relación a la pérdida de su miembro –si persiste en sus tocamientos-; sin embargo, lo implícito en este juego de las advertencias tiene que ver con la posibilidad de persuadir al niño para que abandone toda esperanza de ocupar el lugar del padre, sustitución imposible de consumar y que cobra fuerza en tanto tensión y contrariedad.

Elementos que se alteran en el relato-tesis de Bataille. En él la figura paterna no exterioriza la prohibición-que decantará más tarde en el origen del superyó-; no hay reparos, porque dicha configuración disciplinaria desaparece rápidamente como actor relevante, y por otro lado, la madre no orienta sus comentarios hacia la restricción, hacia la afirmación de la ley, sino que induce al hijo a su quiebre.

Como se observa en los siguientes fragmentos:

Estaba en el despacho de mi padre; reinaba un odioso desorden. El recuerdo de su insignificancia, de su estupidez, de sus pretensiones me sofocaba. No tenía entonces el sentimiento de lo que sin duda había sido: un bufón, lleno de encantos inesperados y de manías enfermizas, pero siempre delicioso, siempre listo para dar lo que tenía.

(…)Descubrí entonces algo singular. Detrás de los libros, dentro de los armarios acristalados que mi padre había cerrado, pero cuyas llaves mi madre me había entregado, encontré montones de fotografías. La mayoría estaban cubiertas de polvo. Me sonrojé, me rechinaban los dientes y tuve que sentarme, pero aún seguían en mis manos algunas de aquellas repugnantes imágenes.

(…)Perdí la cabeza e hice saltar por los aires las pilas con gestos de impotencia, pero tenía que recogerlas…Mi padre, mi madre y aquella ciénaga de obscenidad…Desesperado, decidí llevar al límite aquel horror. Ya me agarraba como un mono: me encerré en medio de aquel polvo y me quité los pantalones. El júbilo y el terror anudaron en mí el lazo que me estrangulaba. Me sofocaba y jadeaba de voluptuosidad. Cuanto más me aterraban aquellas imágenes, más gozaba al verlas. Tras las alarmas, las fiebres, los sofocos de aquellos últimos días ¿cómo rebelarme contra mi propia ignominia. La anhelaba y la bendecía.

(…)La madre, me dije, tiene la obligación de hacer aquello que a los niños les causa esos terribles sobresaltos.

(…)Al anochecer, mi madre llamó a la puerta. Enloquecido grité que esperara un momento. Poniendo orden en mi ropa, recogí las fotografías lo mejor y lo más rápido que pude, las disimulé y luego abrí a mi madre, quien encendió la luz.

Me había dormido- le dije.

Mi aspecto era lamentable. Mucho más tarde, mi madre reconoció que había sentido miedo, que tuvo la sensación de haber ido demasiado lejos7”.

De ahí que podemos desprender que las advertencias atemorizantes que provocarían la angustia –en la teoría freudiana- son trasladadas desde ese escenario, hacia otro ordenamiento, otra lectura jerárquica (compuesta por un padre ausente, un adolescente neurótico y una madre perversa que desplaza a su hijo desde la vergüenza autoerótica a la sustentación de una lógica de afirmación de lo repugnante).

La orden materna no se entronca en la sanción -real o imaginaria- tendiente a impedir el placer obtenido en la excitabilidad del pene; sino más bien en la utilización de dispositivos y códigos que anulen esta restricción, y acerquen al niño/hijo a la dimensión obscena e incestuosa.

Pierre no asimila la ley de interdicción que supone renunciar a la madre como pareja sexual, no es ilustrado de ese modo, más bien es un representante de un tránsito evolutivo y contraproducente propiciado por la madre, quien lo incrusta en un laberinto exploratorio de búsqueda y pugna con su identidad, delirio que finaliza con una crisis múltiple donde la fase de amor edípico culmina con la pérdida de la madre y no con el establecimiento de un límite.

El relato en este sentido subvierte las categorías anteriormente expuestas (el complejo de Edipo y la castración), a través de un tejido metarreflexivo que se encarga de desarrollar una poética erótica que se cierra en el estallido de un método internalizado culturalmente.

Por otra parte, la instauración de una conciencia moral depende de la superación del complejo de Edipo: contemporáneamente de los hechos de la evolución del niño hacia una condición no neurótica.

A diferencia de los sujetos calificados como perversos, los neuróticos no pueden permitirse actuar sus fantasías; por el contrario, en el caso de los primeros, estas fantasías son llevadas a la práctica sin ninguna conciencia culposa. Tal como se observa en el siguiente pasaje:

Podría habértelo ahorrado, haberte mentido, pero te habría tomado por un necio. Soy una mala mujer, una depravada y bebo, pero tú no eres un cobarde. Piensa en el valor que he tenido que reunir para hablarte. Si esta noche he bebido hasta el fin, ha sido para ayudarme a mí misma, y quizá también para ayudarte a ti. Ahora, ayúdame tú, llévame a mi cuarto, a mi cama.

Aquella noche conduje a su cama a una anciana abrumada. Yo mismo me encontraba aturdido, vacilante en un mundo helador8”.

La castración en Freud no aparece jamás en un sentido concreto; sino que siempre se expresa como una amenaza de castración-en el hombre- y una vivencia de castración (obviamente, sin un recuerdo concreto o real) en la mujer9; en otras palabras, como mecanismos ante todo psíquicos, y que, con el transcurso de los años, se hacen parte del inconsciente.

Por otra parte, tanto la amenaza como la vivencia de castración- o sea, el complejo de castración en su totalidad-, tienen una función normalizadora de la vida psíquica, por cuanto están en la base de la formación del superyó, que es el que prohíbe las conductas tabú, y con ello, generalizándolas, todas las conductas que la cultura considere antisociales. El superyó, en Freud, digamos de paso, es la instancia psíquica que a partir de la segunda tópica, rige la conducta moral.

Podemos advertir algunos de los rasgos anteriormente enunciados en el siguiente párrafo:

Yo dudaba, vivía angustiado, y, en la angustia, cedía sin fin al deseo de ser ante mí mismo objeto de mi horror: diente cariado en un hermoso rostro. Pensaba incesantemente en la confesión que habría tenido que hacer de mis cobardías, pero yo estaba no sólo aterrado de admitir una aberración inadmisible, sino que la idea de confesarme me parecía cada vez más una traición a mi madre, una ruptura de ese lazo indestructible que nuestra común ignominia había formado entre ella y yo.

Mi auténtica cobardía, pensaba, sería admitir ante mi confesor, quien conocía a mi madre y había reconocido la perfidia exclusiva de mi padre, que yo amaba el pecado de mi madre y que me enorgullecía de él como un salvaje10”.

Resulta relevante precisar, que en este caso el superyó está emparentado con la palabra y la confesión de una proyección sentimental hacia la madre.

Esta instancia soberana de personalidad-nos referimos al superyó-; es posterior al período de desaparición del complejo de Edipo (cifrado aproximadamente a la edad de cinco años, dando paso al periodo de latencia que se extiende hasta la pubertad).

El superyó constituye una huella psíquica duradera -relacionada con la ley- que resuelve el principal conflicto de la escena edípica: el incesto. Si bien la ley prohíbe el goce, no consigue impedir que se genere un impulso por parte del niño.

Es así como según Freud, lo que el niño realiza es un acto de asimilación con la ley, el niño se apropia de ella sin renunciar al deseo que busca su satisfacción incestuosa aunque esté prohibida, encarnando en este sentido, la contradicción del desdoblamiento. Igualmente, la parte del yo que toma el lugar de la ley interdictora corresponde a aquello que se denomina “superyó”.

La retirada o salida del complejo de Edipo por parte del niño, está cifrada en tres factores. El primero de ellos tiene que ver con la renuncia al goce prohibido, en segundo lugar, el mantenimiento de su deseo hacia esa misma fruición considerada inaccesible y por último, el salvaguardar su pene de la amenaza de castración.

Para Freud, la existencia del superyó es un síntoma de la fuerza del deseo. El superyó no representa la desaparición del deseo sino su renuncia (el niño adopta esa prescripción, y con ello, el incesto no tiene lugar). En el caso del texto de Bataille, presenciamos el efecto inverso.

El incesto pasa a establecerse preliminarmente como tensión e intención, para luego dar paso a una convergencia de situaciones-ligadas a esta situación inicial-; que persiguen introducir al personaje principal a un universo trastocado por su madre y por otros actores incitadores de sus deseos e imágenes retorcidas, atribulándolo y fragmentándolo hasta conducirlo a un paroxismo sexo-divino.

Podemos cotejar esta enunciación atrayendo a nuestra lectura el siguiente párrafo:

Podía responder así a la incitación de mi destino que me estimulaba a sumergirme hasta el final, más y más al fondo, a ir hacia donde mi madre me arrastraba y compartir mi copa con ella, a beberla, tan pronto como ella quisiera, hasta el poso…Su jovialidad me deslumbraba, pero ¿acaso no debía reconocer que, al aliviarme, no hacía más que anunciarme lo que mejor podía responder a mi deseo de correr al encuentro del peligro, de aquello que tanto vértigo me causaba? ¿Acaso no sabía que mi madre me llevaría al fin a donde iba ella misma? Era sin duda lo más infame11”.

El superyó representa la renuncia al goce prohibido, la exaltación del deseo por la constatación de un placer imposible y la defensa de la integridad del “yo”, de la singularidad, no sólo contra la amenaza de castración, sino también contra el peligro que entraña la satisfacción incestuosa.

Funciones expuestas por Freud -condicionadas por su indisolubilidad y antagonismo-; y que se alzan como reguladoras de los movimientos del yo respecto al goce. Disposiciones rebatidas por Bataille, quien se sirve de esta tradición para solventar su proyecto refractario.

Finalmente, debemos considerar que para Freud la castración es un límite del análisis, en el sentido que sobre ella no se puede pasar, no puede ser soslayada en tanto explicación y categoría12.


Ana Karina Lucero

El Capítulo III y último aparecerá en el este medio en el Nº 161 del mes de agosto de 2013.

 


 

1 Freud, Sigmund: Tres ensayos sobre teoría sexual. Madrid. Ed. Alianza (1999).

2 Bataille, Georges: Mi madre. Barcelona. Ed. Tusquets (2007); pág.77.

3 Op.cit; pág.23.

4 Op.cit; pág.72.

5 Op.cit; pág.80

6 En psicoanálisis el concepto de castración no responde a la acepción corriente de mutilación de los órganos masculinos, sino que designa una experiencia psíquica compleja, vivida inconscientemente por el niño a los cinco años aproximadamente y que es decisiva para la asunción de su futura identidad sexual. Lo esencial de esta experiencia radica en el hecho de que el niño reconoce por primera vez- al precio de la angustia- la diferencia anatómica de los sexos. Hasta ese momento vivía en la ilusión de la omnipotencia; de ahí en más, con la experiencia de la castración podrá aceptar que el universo está compuesto por hombres y mujeres y que el cuerpo tiene límites, es decir, aceptar que su pene de niño jamás le permitirá concretar los deseos sexuales dirigidos hacia su madre.

7 Op.cit; pp.38-41.

8 Op.cit; pp.31-32.

9 En lo que respecta al lado femenino de estos dos complejos, en el texto llamado precisamente “El sepultamiento del complejo de Edipo”, de 1924 Freud expone las cosas de esta forma:

“También el sexo femenino desarrolla un complejo de Edipo, un superyó y un período de latencia, ¿Puede atribuírsele también una organización fálica y un complejo de castración? La respuesta es afirmativa, pero las cosas no pueden suceder de igual manera que en el varón. La exigencia feminista de igualdad entre los sexos no tiene aquí mucha vigencia; la diversidad morfológica tiene que exteriorizarse en diversidades del desarrollo psíquico. (…)”.

El clítoris de la niñita se comporta al comienzo en todo como un pene, pero ella, por la comparación con un compañerito de juegos, percibe que es “demasiado corto”, y siente este hecho como un perjuicio y una razón de inferioridad.

Durante un tiempo se consuela con la expectativa que después, cuando crezca, ella tendrá un apéndice tan grande como el de un muchacho. Es en este punto donde se bifurca el complejo de la masculinidad de la mujer. Pero la niña no comprende su falta actual como un carácter sexual, sino que lo explica mediante el supuesto de que una vez poseyó un miembro igualmente grande, y después lo perdió por castración.

No aparece extender esta inferencia de sí misma a otras mujeres adultas, sino que atribuye a estas, exactamente en el sentido de la fase fálica un genital grande y completo, vale decir, masculino. Así se produce esta diferencia esencial: la niñita acepta la castración como un hecho consumado, mientras que el varoncito tiene miedo a la posibilidad de su consumación.

Entonces, la solución del conflicto para la mujer estaría dada por la sustitución simbólica del pene por un hijo:

“El complejo de Edipo de la niñita es mucho más unívoco que el del pequeño portador del pene; según mi experiencia, es raro que vaya más allá de la sustitución de la madre y de la actitud femenina hacia el padre. La renuncia al pene no se soportaría sin un intento de resarcimiento. La muchacha se desliza- a lo largo de una ecuación simbólica diríamos- del pene al hijo; su complejo de Edipo culmina en el deseo, alimentado por mucho tiempo, de recibir como regalo un hijo del padre, parirle un hijo. Se tiene la impresión de que el complejo de Edipo es abandonado después poco a poco porque este deseo no se cumple nunca. Ambos deseos, el de poseer un pene y el de recibir un hijo, permanecen en lo inconsciente, donde se conservan con fuerte investidura y contribuyen a preparar el ser femenino para su posterior papel sexual.

De las diferencias de trayectoria en los niños y las niñas en el complejo de Edipo se extraen muchas consecuencias. La más impresionante es que, mientras que en el varón el complejo de castración termina con el de Edipo, en la mujer abre la vía a él. Esto es, cuando el niño descubre que existe la castración y que su objeto amado (la madre) no puede ser alcanzado porque allí está el padre para impedírselo por medio de la amenaza de castración, debe renunciar a aquel e iniciar lo que se conoce como fase de latencia; ahora bien, la niña comienza también por amar a la madre y también continúa con la constatación- más o menos dificultosa-, como vimos- de la castración, por lo menos en su propio cuerpo, y es a partir de aquí que las cosas difieren: ella buscará distintas teorías y subrogados para suplir el órgano faltante y tendrá que llegar, más temprano o más tarde, a transformar su envidia del pene (su deseo fálico) en el deseo de incorporarlo – así sea transitoriamente- mediante el coito, y a reemplazarlo por medio de la “ecuación por uno paterno” y de este modo constituye recién su complejo de Edipo. Explicación extraída-a modo de comentario- del texto de Michel Thibaut y Gonzalo Hidalgo: Trayecto del psicoanálisis de Freud a Lacan.Santiago. Ed. Diego Portales (2004); pp.112-113. No nos hacemos cargo de dicha configuración simbólica en este trabajo.

10 Op.cit; pág.51.

11 Op. cit; pág. 74.

12 Lacan, por su parte, ve desde un punto de vista más positivo el complejo de castración, al que define como una operación simbólica que determina una estructura subjetiva. Subraya que hay aquí una aporía determinada por el siguiente cuestionamiento ¿por qué el ser humano debe ser primero castrado para poder llegar a la madurez genital?

En el seminario sobre “Las formaciones del inconsciente” (1958), Lacan formaliza tres tiempos para poder entender el complejo de Edipo. Es necesario hacer hincapié en que se trata de tiempos lógicos, no cronológicos, es decir, que cada uno de los acontecimientos presupone al anterior y da paso al siguiente de un modo “necesario y suficiente”, como se dice en lógica, y no se trata de estadios fijados a una cualquier forma de periodización. Pero además no se trata, en ningún caso, de tiempos concretos, vinculados a hechos precisos, es decir, no hay una semiología que dé cuenta de cada uno de los pasos que luego se describen; el carácter de las etapas descritas es mítico en el sentido clásico de este término, es decir, se trata de momentos lógicos necesarios que son metaforizados en un cierto orden de acontecimientos de tipo simbólico, un orden de sucesos que no pueden ser rastreados en la realidad, sino cuya ocurrencia es inducida, tanto por la lógica interna del proceso, como por sus resultados. Explicación extraída del texto de Michel Thibaut y Gonzalo Hidalgo: Trayecto al psicoanálisis de Freud a Lacan. Santiago. Ed. Diego Portales (2004); pp.117-118.

 

Escáner Cultural nº: 
160

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