Escáner Cultural

REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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MODERNIDAD, ESCENA DE AVANZADA Y ARTE POST ’90: BRUGNOLI-LEPPE-MARÍN,
TRES MOMENTOS DEL ARTE CRÍTICO EN CHILE

 

A mediados de los años 90 se hace visible en Chile una generación de artistas que trabajó influenciada tanto por tendencias internacionales –dadas por lo neo y lo post– como por la Escena de Avanzada,  movimiento de obras que se contextualizó con énfasis crítico-experimental en dictadura. El texto a continuación es una adaptación 2011 del Capítulo IV de la tesis “Tendencias en el arte chileno Post ’90: discursos de producción, inscripción y circulación de obra que conforman escena en época de Transición” (Santiago, 2009). Un intento por recrear una historia del arte crítico en Chile relacionando a tres exponentes respectivos de tres grandes momentos de transformación social, política y cultural, y que trabajaron principalmente desde el objeto: Francisco Brugnoli, Carlos Leppe y Livia Marín.

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Livia Marín. De la serie “Broken things”, 2010.

 

 

1. El marco

 

 

     Se podría decir que una línea de arte crítico y experimental se desarrolla entre los años 60 y 70 en Chile, siendo la inclusión del objeto (cotidiano) como elemento visual y conceptual en el ámbito del arte, y luego el desplazamiento de los lenguajes, gestos fundamentales de obras esencialmente reflexivas y comprometidas con el contexto político-social[1]. Ambientaciones, instalaciones, site-specific, collage, performance, acción de arte y video, son instancias que se desarrollaron por entonces, y que en plena dictadura se enriquecieron de concepto y pulsión estética desde la Escena de Avanzada.

 

     Durante los años 80 se desarrolla además la pintura crítica de artistas como Gonzalo Díaz, Carlos Altamirano y Arturo Duclos, enriqueciéndose la escena local con la emergencia de un neoexpresionismo que pareció (inocentemente) confrontacional a tanta teorización.

 

     Todos ellos son influencia del grupo que emerge en los ’90. En el contexto de la posdictadura, durante la instauración del régimen democrático y de una economía neoliberal que trastoca ya toda nuestra sociedad, irrumpe una generación especialmente prolífica que desdeñó de la polémica ochentera entre concepto y hedonismo, continuando con prácticas críticas y experimentales que sintonizaban con las tendencias internacionales con inusitado vigor, conformando una visualidad inédita hasta ese momento en la escena local.

 

     Herederos de la retórica de la Avanzada y conocedores de las infinitas posibilidades ya asumidas por el arte contemporáneo global, artistas como Patrick Hamilton, Mario Navarro, Claudio Correa, Livia Marín, Francisco Valdés, Mónica Bengoa, Patrick Steeger y Cristián Silva-Avaria, entre otros, han realizado en los años 90 un repertorio particular, determinado por el tono aséptico y aparentemente desvinculado de las urgencias sociales. Con estrategias definibles dentro de la resemantización del objeto en la obra, de operatorias postminimalistas y neoconceptuales, y de problemáticas contextualizadas por la sociedad de consumo, surge una suerte de academia que retroalimenta de las instancias dadas por un circuito en desarrollo y donde confluían galerías comerciales, salas institucionales, centros binacionales, museos, centros culturales, curatorías y fondos concursables. Institucionalizada desde la ficción de los márgenes, se dibuja una escena que deja abierta la pregunta sobre cuál debe ser la relación del arte con la política y la sociedad.

     Un intento por recrear una historia del arte crítico en Chile entablaremos al relacionar a tres artistas representantes de tres grandes momentos de transformación social, política y cultural, y que trabajaron principalmente desde el objeto y su peso social: Francisco Brugnoli del período pre-allendista, Carlos Leppe trabajando en el contexto de la dictadura, y Livia Marín como una artista destacada dentro de la escena que se conforma en época concertacionista.

 

     Brugnoli, Leppe y Marín encarnan aquí una línea imaginaria de desarrollo del arte objetual en Chile, marcada en un primer momento por la posibilidad de modernización y por la ideologización de los recursos, hasta fundamentar —en una segunda etapa— desplazamientos críticos y metáforas político-sociales, entrando finalmente en una época de objetualidad fetichizada por retóricas de la sociedad de consumo y una visualidad que parece experimentar si no un vaciamiento, por lo menos un distanciamiento inquietante de toda estrategia que implique una ética social.

 

     Desde las distancias y relaciones de obra, así como en los nexos con el contexto local e internacional, Brugnoli, Leppe y Marín encarnan tres momentos del arte crítico en Chile, puestos aquí en tensión. A continuación, un análisis comparativo de discursos y obras en relación a la fetichización del cuerpo/objeto.

 

2. Primera generación

 

 

     Uno de los grandes objetivos de las vanguardias fue la relación de arte y vida, noción que llegaba a ampliar la experiencia de la obra desde la crítica del lenguaje y de la institucionalidad hacia la utopía del cambio social. Sin embargo, el juego retórico, la absorción de estas expresiones por la industria cultural y ya definitivamente la fractura que implicó la II Guerra Mundial, dejó silenciado el énfasis revolucionario de futuristas, dadaístas, constructivistas y surrealistas, entre otros movimientos. Hasta que —hacia fines de los años 50 y en 60— surgen en el mundo los intentos por retomar el espíritu vanguardista alcanzando algunas prácticas a erigir parte del sueño: el gesto emancipador del arte comprometido con su sociedad y activamente inserto en el espacio natural, urbano o cultural.

 

     Esta noción de arte y vida fue impulso enriquecedor de experiencias como el arte pop, el minimalismo, el arte povera, el arte conceptual, el land-art, la performance, el happening, y de toda la teoría que se erigió en torno a las nuevas vanguardias y al contexto que las alimentaba. Era un contexto en que el debate público se fue extremando y politizando, confluyendo en un clima convulso la Guerra Fría, así como una sucesión de conflictos bélicos y sociales, de cambios culturales, políticos, económicos, junto al desarrollo del capitalismo. Toda esta efervescencia desembocó en las manifestaciones de 1968, con una juventud alzada desde varios centros en el mundo. El activismo revolucionario militante tenía una certeza y era la transformación radical e irreversible de la sociedad. Tal como las vanguardias.

 

     ¿Debía el artista asumir un compromiso político? ¿Cuál era el rol que le competía al arte en un sistema de creciente consumo? ¿Cuáles eran las estrategias válidas para una crítica real y efectiva? Similares preguntas que se hacían artistas y teóricos en el mundo, eran asumidas por primera vez y sin desfases en el ámbito local. Acá, artistas como el Grupo Signo (José Balmes, Gracia Barrios, Alberto Pérez, Eduardo Martínez-Bonatti), Francisco Brugnoli, Virginia Errázuriz y Juan Pablo Langlois, entre otros, experimentaban una modernidad incipiente que reaccionaba con nuevas y lúcidas obras a la desidia cultural e institucional, de frente a la coyuntura y contra las convenciones. Acabar con el pasado y refundar el arte en el nuevo contexto social[2] fue la premisa del movimiento internacional de comienzos de siglo, y el espíritu que animó a este primer atisbo de vanguardia chilena. Con influencias que venían del informalismo, del arte pop y del povera italiano, la inclusión del objeto en el cuadro fue aquí la manera de una crítica primordial a la pintura y a la representación, lo que pasó inevitablemente por una revisión de la práctica y de la posición del artista en la sociedad: los elementos que entraban al cuadro y lo quebraban definitivamente en ambientaciones y las primeras instalaciones, eran los de uso cotidiano; desechos, noticias, mensajes publicitarios y objetos de consumo. Restos de la sociedad industrializada y polarizada.

 

Brugnoli

Francisco Brugnoli, “Siempre gana público”, 1965

 

     En este escenario, Francisco Brugnoli hacía un pop objetual que desde nuestro contexto retomaba o recordaba la obra de Rauschenberg. La estrategia del artista fue trabajar en ensamblajes con la reunión de elementos cotidianos claramente definidos. Al igual que el pintor y objetualista norteamericano, Brugnoli descontextualizó elementos industriales y urbanos ya usados, para suspender sus sentidos y reactivarlos en un nuevo montaje que de pictórico sólo tenía la composición y la intervención con el pigmento. Trasladando similares estrategias a ambientaciones que simulaban fachadas y mediaguas, lo que distinguió al chileno fue el trabajo con el desecho, unidad de articulación de un discurso visual que trabajaba conciente de la marginalidad social, interrogando los signos de la pobreza, de la cesantía y de la injusticia social, hablando sobre miseria y privación, con la fragilidad y precariedad de un arte efímero[3].

 

     Mamelucos, recortes de revistas, chorreos de pintura, acumulaciones de objetos cotidianos, ambientaciones de interiores de mediaguas o de casuchas de obreros. Al trabajar con los indicios de lo cotidiano, de la calle, de las vías de comunicación, de los códigos de barrio, Brugnoli “dejó de lado la representación por la imagen para volcarse a la presentación de las cosas mismas, descontextualizadas de sus circuitos corrientes, forzándolas a ingresar a un nuevo contexto”[4]. El artista no trabaja con la estética del mensaje, sino con una estética materialista que se indispone al fetichismo de la representación y decodifica “la gramática cotidiana, la usuariedad fosilizada del sentido en el uso, el consumo, los tránsitos y la circulación masivos”[5]; es decir, una estética que decodifica “la ciudad como proliferación de formas de la sociedad”.

 

     La crítica de Brugnoli trabaja a nivel de los signos, interpela a una actividad reflexiva y apela a una sensibilidad de la vida cotidiana moderna. A partir de la instancia del consumo y de una mediación cruzada por las cargas reordenadoras del imaginario popular, nuestra experiencia social cotidiana es develada como residuo de la modernidad [6].

 

     A fines de los ‘60, vemos ya en Brugnoli un intento por conceptualizar el espacio de la obra, realizando “un tratamiento distinto de los materiales, una selección más rigurosa y un montaje mucho más analítico; tal vez para aproximarse más a los problemas plásticos e incidir así en la mayor eficacia estética del significado”[7]. Mientras que en los ‘80 y confrontado ya con la Escena de Avanzada, su obra tiene un grado de intelectualización mayor. Con códigos más velados, “el problema social queda subsumido en otro más englobante que es vehiculado mediante mensajes connotativos, lo que supone una cierta metaforización de los significantes. Estos últimos ya no hacen referencia directa a determinados significados, sino que obligan a una lectura detenida para decodificarlos”[8]. A una hermenéutica. Vemos así, en los primeros recorridos del artista, el surgimiento de la instalación en Chile.

 

3. Segunda generación

 

 

     Si la Escena de Avanzada es neovanguardia, ¿frente a qué vanguardia es neo?

 

     Con el espíritu de cualquier vanguardia, la Avanzada efectivamente intenta borrar con todo pasado y fundar lo nuevo en un proyecto contra-institucional y utópico. Sin embargo, el grupo nominado por Nelly Richard emergió en un momento de catástrofe y sin sentido que ya había acabado con todo proceso anterior, con toda institución, y con todo signo reconocible anterior[9]. Si en Chile ya había una cuestionada tradición de arte y apenas atisbos de vanguardia, las prácticas de avanzada que se erigen en dictadura recuperan las neovanguardias que se han levantado en el mundo y en Latinoamérica, construyendo un cuerpo de obra inusitado; determinada finalmente por la propia situación interna la necesidad de fundar estrategias de crítica y contexto, espacios propios de visibilidad y una retórica retroalimentada por la teoría. Retrayendo el fuera del cuadro, estas prácticas se sustentan en desplazamientos que asumen la pintura como problemática, además de la fotografía, el grabado, el collage, el trabajo con el cuerpo y con la trama urbana.

 

     La Escena de Avanzada se asume como neovanguardia en la medida en que no sólo estaba interesada en criticar los engranajes del sistema represor y los símbolos de la institución artística, sino que “buscaba sacarle filo a un proyecto cultural que entraba en disputa con varios otros frentes discursivos en el interior del campo dictatorial”[10].

 

     Como lo planteó Diamela Eltit en un artículo publicado en 1980 en la Revista Umbral: “El cuestionamiento de nuestros signos es, necesariamente, una lucha por el cambio”. La utopía de cualquier vanguardia.

 

     La operatividad crítica de estas obras surge al reprocesar efectos de significación locales y específicos, configurando una propia zona de legitimación social e histórica que se escinde incluso del arte internacional imperante en esos momentos, donde el conceptualismo intentaba ser superado con un resurgimiento de la figuración y el neoexpresionismo[11]. Frente a los discursos imperantes, a los movimientos de izquierda, a la sociología y a la dictadura, la Escena de Avanzada trabajó en el intersticio, con el resto, con los desechos de la representación, con sus fallas y accidentes.

 

     A este contexto corresponde la obra de Carlos Leppe que nos interesa. Asumiendo el propio cuerpo como material de arte, como objeto manipulable y significante que cruzaba identidad individual y colectiva, el artista protagonizó entre mediados de los años 70 y 80 algunos de los gestos “de avanzada” más reveladores del período. Si en el aporte de Francisco Brugnoli y sus contemporáneos vemos el objeto cotidiano como un elemento resemantizado política y socialmente en el contexto de la sociedad industrial y de la precariedad local, ahora el cuerpo del artista encarna la urgencia de un signo por metaforizar y transgredir en una situación histórica límite, como es la dictadura. Como un material dentro de instalaciones o como soporte en actos performático-teatrales que fueron registrados a través de fotografías y de videos (que vuelven a su vez a convertirse en montajes), Leppe se asume como matriz, materialidad y signo, jugando con el desnudo, con el travestismo, con la intervención del propio cuerpo, con el padecimiento, con la propia biografía y la subversión de las normas.

 

     “La mirada —que desde un comienzo— construye Leppe sobre el desnudo frustra toda complacencia narcisista en un cuerpo imaginario (deniega toda sublimatoria corporal) para someter un cuerpo realista y documental a instancias ya sociabilizadas de victimación de la identidad: la severidad de un montaje cuya objetualidad es coercitiva de la imagen (cuadriculaciones, aprisionamientos, ataduras) delata el cuerpo como zona de coacción social, de internamiento represivo de una identidad socialmente doblegada”[12].

 

     Vemos así a Leppe en una obra inaugural de la performance en Chile: “Happening de las gallinas” (1974, Galería Central), donde se limitó a sentarse sobre una silla en una tarima, vistiendo ropa corriente, mientras el público recorría la instalación poblada de gallinas de yeso frente a un ropero que portaba objetos personales y huevos. Se trata de un trabajo más conceptualizado y menos impetuoso que las propuestas posteriores, como “El Perchero” (1975) o “Sala de espera” (1980), donde ya se evidencian en pleno juego la ambigüedad sexual, su biografía y operaciones de simulacro sobre el propio cuerpo sometido a agresiones, metáforas freudianas y diversos niveles de significaciones. En la última serie, el acto performático es sólo parte de un proceso, funcionando luego como registro y material de nuevas obras.

 

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Carlos Leppe, “El Perchero”, 1975

 

     Con el cambio de contexto de comienzos de los años 90, ¿qué queda de la pulsión visual y conceptual de obras como la de Leppe? Al ir cambiando la situación histórica, se podría decir que la obra corporal del artista se expandió e internacionalizó al nivel de figurar como fetiche de transgresión, pero al mismo se fortaleció el trabajo con el objeto y la pintura, combinando con especial fuerza en el espacio pictórico (bidimensional) chorreos de materiales, colores y objetos cotidianos, de la propia historia y la memoria, que guardan las mismas proporciones pulsionales, autobiográficas y metafóricas del trabajo anterior con el propio cuerpo.

 

     ¿Cómo los gestos de la Escena de Avanzada han determinado a la última generación?

 

4. Tercera generación.

 

 

     “Desde 1997 he venido investigando los objetos cotidianos dentro y fuera de su contexto habitual. Me he concentrado en objetos del ámbito doméstico, masivos, construidos y consumidos en serie, de baja calidad y por ende de estatus, de un nivel formal —a veces ambiguo— muy simple y simétrico; son objetos que entran al mercado en calidad de copias. La traslación de éstos al espacio del arte pasa por una manipulación material que, además de intentar afectar el sentido de los objetos, pasa también por una selección que toma y, en cierto sentido, rescata de la omisión o de un olvido constante a determinados fragmentos”[13]: en sus propias palabras, de esto trata la obra de Livia Marín, artista de la generación de los ‘90 que —formada en escultura— ha trabajado el objeto o fragmentos de objetos cotidianos como matrices de volúmenes o piezas escultóricas, trastocando forma y color, limpiando y manipulando estéticamente hasta el nivel del extrañamiento, para articular los elementos ya casi abstractos, más o menos uniformes y serializados, en vitrinas de limpieza quirúrgica.

 

     Marín resulta ser una clara exponente del arte chileno del cambio de siglo, asumiendo la herencia de los desplazamientos y la retórica de la Avanzada en trabajos que ya sólo recuperan indicios de la trama local. Las problemáticas asumidas tanto por ella como por el grupo contemporáneo, pasan más bien por preocupaciones de rango internacional: la parodia a la sociedad de consumo, la fetichización del objeto, la tensión entre manualidad y tecnología (industrial en su caso), entre otros temas. Son estrategias que retoman también el legado de las vanguardias y neovanguardias, la tradición de la belleza, de la mimesis y de la poiesis, así como de lo sublime y de lo siniestro[14].

 

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Livia Marín, “The sense of repetition / El sentido de la repetición”, 2005                                           
Detalle

 

     Los referentes tienen un peso social que es también tema; sin embargo, al interior de los materiales y estrategias de trabajo se juegan profundos y a veces complicados análisis formales y de sentido. Hay una conciencia radical del lenguaje de arte y de la puesta en escena, que termina limpiando aquellos referentes de su carga social, convirtiéndolos en pulcros objetos de arte o en objetos de consumo estetizados o fetichizados desde el extrañamiento.

 

     En Livia Marín se descubre el esquizofrénico encuentro post-historia del arte pop y el minimalismo, que es común a varios artistas (Patrick Hamilton, Isidora Correa, Camilo Yáñez) relacionados en un tiempo de capitalismo avanzado: respuestas afines en la dialéctica de la modernidad y la cultura de masas, según Hal Foster. Ambas tendencias de los años 60 —una desde las nociones de kitsch y baja cultura, mientras que la otra desde el fetiche industrial— utilizaron el ready-made “no sólo temática sino formal y aún estructuralmente, como una manera á la Judd de poner una cosa detrás de otra, de evitar el racionalismo de la composición tradicional... (Estas tendencias apuntan) al trabajo en serie, a la producción y al consumo en serie, al orden socioeconómico de una cosa detrás de otra”[15].

 

     Contextualizada en tendencias posteriores, Livia Marín encarnaría la “escultura de bienes de consumo”, donde el ready made se vuelve una abstracción, “que tiende a sustituir el arte por el diseño y el kistch”[16]; una de las corrientes desarrolladas en los años 80 en el mundo frente a la “pintura de simulaciones”[17], que ocupa la tradición de la pintura abstracta como almacén de ready made del que apropiarse. Ambas tendencias dialogan también al interior de la Generación Post ’90.

 

     Entre el arte y la mercancía, lo que hacen ciertas obras actuales es superar la contradicción a través del fetichismo como tema, de la “escultura mediatizada”, tarea que asumen las nuevas corrientes conceptuales, que —en la desmaterialización del objeto artístico— tienden, no obstante, a participar de un fetichismo moderno de “ideas” y “esencias”[18].

 

     Ya muy lejos de la utopía del cambio social, Marín es parte de una generación escéptica que se ha replegado en una academización de estrategias probadas, y que por lo demás se lleva muy bien con los nuevos programas curatoriales, con el circuito expositivo y de mercado.

 

     Cuando son igual de pertinentes las preguntas de hace casi cuatro décadas: ¿Debe el artista asumir un compromiso político? ¿Cuál es el rol que le compete al arte en el sistema de consumo? ¿Cuáles son las estrategias válidas para una crítica real y efectiva? Valgan las palabras de Donald Judd: “Sospecho que un motivo de la popularidad del arte americano (de los años 50) es que los museos y coleccionistas no lo entendieron lo suficiente como para darse cuenta de que iba en contra de la sociedad…  El arte puede cambiar las cosas un poco, pero no demasiado”.

 

     La utopía de la vanguardia como discurso institucionalizado convertido a la vez en objeto de consumo ¿En contra de qué va el arte hoy en el contexto de un país donde los autores proliferan, las oportunidades alcanzan para unos pocos y el interés parece estar más bien puesto en la inscripción y la circulación internacional?

 

 

5. La proyección

 

 

     Se podría decir que la avanzada chilena ha vivido dos períodos sucesivos: la emergencia en plena dictadura de un movimiento de obras con una retórica y una energía comunes, y el surgimiento de los herederos de esta escena, artistas que en la universidad tuvieron por maestros a varios protagonistas de esta neovanguardia, ahora institucionalizada, convertida en Premio Nacional, en material de culto o de consulta académica.

 

     La nueva escena exacerba ciertas definiciones anteriores a veces al nivel del vicio: el exceso de teoría, el ensimismamiento, la retórica de los desplazamientos, la preocupación por el contexto, el tono irónico y político, las estrategias conceptuales y la convicción de que la obra contemporánea debe asumirse por esencia como “pensamiento visual”. Todas enseñanzas de maestros como Francisco Brugnoli, Eduardo Vilches, Gonzalo Díaz, Eugenio Dittborn, Pablo Rivera y Pablo Langlois, entre otros, en escuelas de arte de la Universidad de Chile, la Católica de Santiago y Arcis, principalmente.

 

     La nueva escena continúa el proceso de internacionalización del arte de los ‘80 o más bien aprovecha las posibilidades de internacionalización de un sistema en globalización donde claves son el mayor acceso a las tecnologías de la información y la necesidad de contacto de distintos localismos. Programas de residencia, invitaciones a ferias y bienales, proyectos de grandes curadores y la posibilidad de un mercado, son metas que marcan la trayectoria de varios artistas que emergieron durante los años 90 y que florecen en los 2000.

 

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Isidora Correa. “ABC / Línea Discontinua” (detalle), 2011

 

     Sin embargo, las preocupaciones de la última generación no exhiben el mismo interés de la Escena de Avanzada; el contexto claramente es otro y definido desde los “post”, advirtiéndose que el grupo Post ‘90 asume la preocupación por el contexto, un poco por la urgencia de una situación histórica y especialmente porque es parte de la retórica aprendida. Los textos teóricos señalan más claramente los nexos con los distintos niveles de lectura y de contextos. La experiencia de la obra en el espacio expositivo es un acontecimiento autónomo, pero también parte de un proyecto en tránsito donde la visualidad dialoga con la teoría, y donde la puesta en escena es una etapa más y la obra, todo un proceso y un discurso.

 

     Artistas como Livia Marín, Mario Navarro, Patrick Hamilton, Isidora Correa y Patrick Steeger, entre otros, continúan la tradición del objeto en Chile, con antecedentes en el aporte de Francisco Brugnoli y el Grupo Signo hasta Carlos Leppe y Pablo Rivera: el objeto como residuo de la experiencia social, antes de una sociedad industrializada, hoy de consumo, traspasado siempre por los fantasmas de su propia historia. Pero el gesto trasgresor del objeto se ha vuelto predecible, innecesario tal vez. Los objetos comunes pasan por procesos de descontextualización, deconstrucción y resemantización, limpiándose de la carga social, volviéndose velados, extraños y altamente significantes de los procesos de obra, mimetizándose, por último, con la sociedad de consumo a la que intentan criticar.

 

 

Carolina Lara B.

Periodista

Licenciada en Estética

Magíster en Teoría e Historia del Arte

carola.larab@gmail.com 

 



[1] “Un concepto general bajo el que podría suscribirse este proceso quizá sea el de arte crítico..., delimitado por el compromiso político y la lucidez ideológica, alentado por la búsqueda de expresión y eficacia social”, Pablo Oyarzún sobre el arte de los años 60, Arte, visualidad e historia.

[2]Vanguardia designa la voluntad consciente y concreta de superar el arte como totalidad histórica institucional por medio de su fulminante absorción en la vida, en la praxis vital cotidiana”, Pablo Oyarzún, Op. Cit.

[3] Milan Ivelic y Gaspar Galaz, Chile Arte Actual. Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1992.

[4] M.Ivelic y G.Galaz, Op.Cit.

[5] Willy Thayer, Vanguardia, dictadura y globalización. En: Pensar en/la Postdictadura. Nelly Richard y Alberto Moreiras Editores. Cuarto Propio. Santiago, 2001.

[6] Pablo Oyarzún, Arte, visualidad e historia. Editorial La Blanca Montaña.  Universidad de Chile. Santiago, 2000.

[7] M. Ivelic y G.Galaz, Op. Cit.

[8] M. Ivelic y G.Galaz, Op. Cit.

[9] Nelly Richard, Márgenes e institución. Ediciones Metales Pesados. Santiago, 2008.

[10] Nelly Richard, Lo político y lo critico en  el arte. En: Revista Crítica Cultural No. 28. Santiago, 2003.

[11] Fermín Fevre, “Modernidad y postmodernidad en el arte”. Editorial Fundación Arte Ana Torrre. Buenos Aires, 1993.

[12] N. Richard, Una mirada sobre el arte en Chile. Santiago, 1981.

[13] Catálogo exposición “Tercera generación”. Galería Bech. Santiago, 2000.

[14] W. Thayer, Del aceite al collage. En: catálogo exposición “Cambio de Aceite”. Ocho Libros Editores. Santiago, 2003.

[15] Hal Foster, “El retorno de lo real”. Ediciones Akal. Madrid, 2001.

[16] Ibid.

[17] Ibid.

[18] H. Foster, El futuro de una ilusión o el artista contemporáneo como cultor de carga. En: ”Los Manifiestos del arte posmoderno. Textos de exposiciones 1980-1995”. Akal. Madrid, 2000.

Escáner Cultural nº: 
143

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