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REVISTA VIRTUAL DE ARTE CONTEMPORÁNEO Y NUEVAS TENDENCIAS

ISSN 0719-4757
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Perfiles Culturales

 

Meditaciones libertarias

LA RELIGIÓN

Por Rodrigo Quesada[1]

    

Para los creadores intelectuales mejor articulados del anarquismo, como se vio en otro momento, la ecuación Capital-Dios y Estado, sigue siendo el entramado más emblemático para justificar y explicar la miseria cotidiana de la mayor parte de las personas en todo el mundo. Grandes contingentes de trabajadores, campesinos, mujeres, niños, ancianos, discapacitados, animales y plantas, son las víctimas diarias de los excesos despiadados del burgués, el cura y el burócrata, imbricados en una alianza despótica inigualable. Aunados por una falsa conciencia, que ha operado de forma mecánica, durante siglos, estos tres grupos de personas, continúan hoy acudiendo a los argumentos más inverosímiles para legitimar la voracidad, depredación y explotación de personas y recursos, por un sistema económico en permanente crisis de supervivencia, pero que cuenta con ellos para su defensa incondicional.

En ninguna parte está escrito que la religión, la espiritualidad y la moralidad sean los ángulos perfectos de un equilátero armonioso y ejemplar. Es más, la ejemplaridad indica lo contrario: toda religión aspira a una supuesta espiritualidad, a través de una igualmente supuesta moralidad; pero no toda moralidad o espiritualidad son necesariamente de estirpe religiosa. Para un anarquista más o menos informado este no es realmente un problema, porque parte de la base de que toda religión supone un entramado jerárquico opresivo, inquietantemente censurador y vigilante de la vida cotidiana de las personas. Ese orden religioso, esa religiosidad, pretende meter a los individuos en patrones de conducta que nada tienen que ver con la moral o la virtud, mucho menos con la libertad. “Toda religión se hace una ética para su uso, o, por mejor decirlo, toma del fondo común a todos los hombres las reglas de conducta que le conviene prescribir, de lo que resulta, que los intérpretes de todo culto se tengan por creadores de la moral…Vemos comúnmente confundirse las autoridades en la misma persona, sacerdote o juez”[2].

Como la libertad es el sustrato al cual remiten todas las acciones individuales, no está demás aclarar que los seres humanos deberían vivir en condiciones sociales, materiales y espirituales de tal naturaleza que nadie pudiera indicarles qué sentir, qué pensar, qué comer o qué trabajo realizar. No obstante, esta no es la realidad monda y lironda. Bajo el sistema capitalista, la realidad material y espiritual ha sido tan horrible, durante siglos, que se hizo necesario inventarse un tipo de religiosidad que, al menos,- mientras se transita por este mundo-, apacigüe las molestias, la rebeldía y las críticas de los que no tienen, contra aquellos que tienen de sobra. Más temprano que tarde, la ética cristiana captó perfectamente el espíritu del capitalismo, como bien lo indicara Max Weber[3], y se volvió, en el lapso de quinientos años, en la mejor industria de legitimación ideológica que jamás hubiera imaginado la burguesía en ascenso. Cuando fueron necesarias la sumisión, la obediencia y la pasividad más totales de parte de los trabajadores para con sus amos, los señores de la empresa, a fin de garantizarse la mayor de las ganancias posibles, la jerarquía eclesiástica cristiana hizo su aparición, para justificar el derecho de los capitalistas a su riqueza, y el de los trabajadores a su pobreza.

Es innecesario realizar un recuento de la “historia criminal del cristianismo”[4], para que las personas tomen conciencia de que no existe ninguna relación estricta entre cristiandad y espiritualidad, o moralidad. La religiosidad, así como la política y la sexualidad deberían ser asuntos estrictamente personales; pero tales niveles de libertad individual, por el solo hecho de ser formulados, son considerados subversivos y deben ser combatidos con todas las armas disponibles. En estos terrenos, son los anarquistas quienes tienen más claro el escenario, pues su feroz guerra contra las jerarquías va más allá de un simple juego de posiciones, y focaliza sus aspiraciones en los más legítimos y absolutos valores de los individuos. El anarquista no es necesariamente el depresivo solitario que deambula por la ciudad detonando bombas y asesinando empresarios y políticos importantes. En este caso, la caricatura de Conrad está más cerca de lo que pensaba de sí mismo y de su clase, que de lo que en realidad consiste la personalidad de un ciudadano con ideas libertarias[5].

Para el buen burgués, pagado de sí mismo, rozagante y regordete, es patológica la actitud de ese individuo que quiere pensar por sí mismo. Buscará encerrarlo, reprimirlo, callarlo, censurarlo y, si puede, aniquilarlo, pues es un pésimo ejemplo para los trabajadores que tiene en la fábrica, en la tienda o en la oficina. En el siglo XXI, los viejos procedimientos para estrangular toda comunicación entre los trabajadores, desplegados espléndidamente por la burguesía del siglo XIX, se siguen aplicando con idénticos resultados, aunque los contenidos sean un tanto diferentes: ahí está Wikileaks para probarlo.

Existe una moral anarquista, a pesar de que toda ética estructurada le pueda resultar incómoda al más coherente de los libertarios[6]. Porque si ética suficiente es la ausencia de la misma, la apertura del abanico de posibilidades a todas las personas, para que elijan la que les convenga, no siempre está en consonancia con las necesidades de justicia, solidaridad y libertad que quiera formular el grupo. El rechazo de toda clase de jerarquía le complica al anarquista su comprensión inmediata de los procedimientos indicados, para que una moral individual encaje armoniosamente en una ética de grupo. De aquí que existan expresiones anarquistas de diseño solipsista, en las cuales el ego, con sus variantes más narcisistas, adquiere a veces niveles imponderables[7]. La monolítica jerarquía que predomina en las iglesias organizadas, vuelve reticente para el anarquista su participación en una moral cristiana de masas, porque ello supone para él, apostar su libertad individual y su poco articulada moral, en un juego de fuerzas del cual siempre saldrá sacrificada su individualidad. Si algo detestan las corrientes más consolidadas del anarquismo contemporáneo es precisamente ese tono sacrificial de la moral cristiana. Por encima de ello, a veces, algunos de sus destacados creadores, todavía pueden aceptar una convicción de fe cristiana, que no se sujete a ese convencional sentido del sacrificio, pero que haga posible la moral sobre la cual reposarán nuevas nociones enriquecidas de la paz, la no violencia, la fraternidad, la solidaridad y la igualdad entre las personas, y los grupos humanos[8].

No basta con declarar la muerte de Dios, como hicieran algunos grandes pensadores del siglo XX (Nietzsche y Heidegger, por ejemplo) [9], para que nuestro camino hacia la nueva sociedad sin jerarquías, sin Estado y en plena libertad, quede trazado de forma irreversible. El problema de la religión, para un anarquista consecuente, como aquí se le ha llamado, tiene que ver en esencia con su posición ante la razón, la moral justa y su concepción de la verdad. Así como no es suficiente escribir el obituario de Dios, tampoco lo será rasgarse las vestiduras proclamando una fe contra las balas. Los niveles de institucionalización del cristianismo católico tienen un desarrollo lo suficientemente complejo, como para entender hacia dónde se dirige el anarquista cuando declara su guerra abierta a toda expresión de las iglesias organizadas. El asunto tiene que ver con las jerarquías, y la historia registra que la Inquisición, por ejemplo, puede ser considerada como una de las manifestaciones más logradas, de hasta dónde puede llegar la brutalidad de tales jerarquías. En estos casos, la fe o la moral justa nada tienen que hacer contra una determinada concepción de la verdad: la proclamada e inducida por la fuerza, a sangre y fuego de los dueños de esa verdad.  

En ausencia de dioses, religiones y jerarquías, el criterio de verdad, la moral justa con la que opera el anarquista, habría que buscarlo en las ilusiones que es capaz de fraguarse a lo largo de la historia. Puesto que la historia no crea teoremas intelectuales, no es una ciencia; crea, empero, algo muy distinto: poderes de la práctica[10]. Aquí se trata de una concepción de la práctica que está en relación directa con nuestros sueños y aspiraciones. Es en la utopía entonces, donde muchas de las figuraciones que se hace el anarquista del futuro, adquieren sentido. La utopía pertenece de suyo, no al reino de la convivencia, sino al de la vida individual. Por utopía entendemos un conglomerado de aspiraciones y tendencias de la voluntad. Éstas son siempre heterogéneas y existen aisladamente, pero en cierto momento de la crisis se unen y organizan-bajo la forma de una embriaguez entusiasta-en una totalidad y en una forma de convivencia, esto es, en la tendencia a formar una topía de funcionamiento impecable, que ya no encierre más lo nocivo o las injusticias[11].

El socialismo utópico tiene un fuerte ascendiente religioso, y muchos de los profetas del mismo, no pudieron ocultar su alto grado de religiosidad cuando tuvieron que enfrentarse con la teoría económica, la sociología o la técnica, para redondear sus escarceos con la realidad industrial en la que estaban empezando a vivir. Las utopías no tienen sentido, sino es bien ancladas en la realidad, porque de esta forma el utopista, el poeta, el visionario, se encuentra con el problema de que lo tomen por un charlatán o un anacoreta. Originalmente, el pensamiento utópico no nace para sustituir a la doctrina institucionalizada de las religiones organizadas, sino, más bien, para darle paso a los atajos que se inventa aquel que no se atreve a ser ateo por completo. De tal forma que es perfectamente natural encontrar a ciertos filósofos románticos, durante el siglo XIX, sostener que no es Dios quien crea al hombre, sino al revés, es el hombre el que crea a Dios, dando cabida así a una variante utópica, de corte idealista, para la cual quedan intactos los datos de la realidad, pero se le diseña una nueva ruta a la utopía con la cual se hace posible un mundo mejor sin Dios, sin Estado y sin jerarquías[12].

Cuando un racionalista, o un agnóstico plenamente convencido, sostiene que la moralidad no tiene nada que ver con la religión, o que la espiritualidad no es un asunto de jerarquías eclesiásticas, quienes, más bien, a lo largo de siglos de capitalismo feroz han desarrollado un feo regusto por contar sus centavos, lo está diciendo como un llamado de atención para poner el énfasis en la forma de vivir. El pacifista, o aquel que se opone a la guerra en cualquiera de sus variantes, el ecologista, o la persona que está a favor de una relación fluida y racional con la naturaleza, así como el sindicalista, el (o la) feminista, o cualquiera otro que está a favor de proteger y reproducir los derechos de la minorías, se deja guiar por una conducta en la que prevalecen la espiritualidad y la moralidad, sin que éstas hayan sido mediatizadas por ninguna expresión de la religión jerarquizada u organizada con criterio empresarial[13]. Todos ellos, en algún momento de sus luchas, han sido afectados, linchados, encarcelados, segregados y hasta aniquilados, por la tríada despótica mencionada atrás. Ellos han asumido su lucha como una forma de vida, como una moral en la que la religión-factoría no tiene cabida necesariamente. Ahora bien, cualquiera de ellos, también, podría ser un creyente de viejo cuño, de confesionario y penitencia. En este caso, la contradicción existencial tiene poco que ver con los resultados de su moralidad o de su orden espiritual, y más con los temores personales de ese individuo en particular, quien, sin saberlo tal vez, está más cerca de lo que se imagina de una concepción operacional de la libertad. Con estos ejemplos se prueban las acciones del grupo, hasta dónde es capaz de llegar para restituir la coherencia individual entre espiritualidad y moralidad.

Porque el sustento que le da sentido a la religión es el miedo. Es asombroso cómo centuria tras centuria, se ha ido configurando una maquinaria de terror y represión, capaz de llegar a los sentimientos profundos y decisivos de los seres humanos en su cotidianidad más inmediata. Pero también es asombroso cómo el sentido común se abre paso. En el catolicismo la castidad es un mito, y después de años se ha resquebrajado de la manera más indecente imaginable, al punto de poner en riesgo la existencia misma de esa variante del cristianismo. El miedo es el instrumento más eficaz para combatir el cambio, la evolución y el progreso; y quienes lo ejercen lo saben perfectamente. En esta intencionalidad está la raíz del sentido empresarial del cristianismo, que nada tiene que ver con las enseñanzas históricas del verdadero Jesús. Con hipocresía algunos se asombran del tremendo negocio en que ha degenerado el mensaje cristiano, y buscando recuperar la moral de Abraham, quieren estafar a la gente haciéndole creer que es superior el Viejo Testamento, cuando, en el fondo, el asunto es meramente literario, pues ambos (el Viejo y el Nuevo) son extraordinarios compendios del tremendo impacto que los mitos tienen en la vida de los hombres, en los distintos estadios de su desarrollo histórico.

Y si el cristianismo no es más que una cuestión literaria, de moral interpretativa sobre las distintas leyendas y mitos de que está compuesta la Biblia, por ejemplo, no resulta extraño que algunos cristianos insistan en la decodificación, en el desmantelamiento hermenéutico de un mensaje ético, que una vez pasado por las corrientes analíticas medievales, nos llega al mundo burgués por completo contagiado de utilitarismo, pues dicho mensaje se ha empobrecido tan radicalmente que hoy en la práctica muy poca gente lo toma en serio. En estos casos adquiere relevancia la vuelta al mensaje de Abraham, pero deja intacta la cuestión de las escrituras, que sigue siendo un asunto de eminencia interpretativa y analítica. Tolstoi era contundente a ese respecto, pues nunca insistió lo suficiente en que aquellos seres humanos de probada espiritualidad, portadores de una moralidad incondicional, jamás deberían trabajar con ninguno de los dispositivos definitorios del accionar del Estado[14]. La anarquía nunca fue la total ausencia de institucionalidad[15]. Pero la misma solo tiene contenido y dirección si está al servicio de los seres humanos de carne y hueso, cuyos padecimientos serán atendidos y resueltos en el aquí y el ahora. La promesa del cristianismo, con este criterio, se vuelve una pura vaciedad, pues la utopía ofrecida se realizará, supuestamente, en la remotidad y no en un futuro hecho de acciones y decisiones desde el  presente. Es por eso que se ha dicho que Tolstoi no era realmente cristiano, sino solamente un hombre dueño de una gran espiritualidad[16].     

 La desmoralización diaria del trabajador y la trabajadora, en la fábrica, en el taller, en la maquila, en la oficina; la del estudiante y el joven que no encuentran nada estimulante en las aulas; la de las mujeres que se ven sometidas por un engranaje de rutinas y ceremonias matrimoniales en las que ya el sexo o el afecto no juegan ningún papel, está muy relacionada, con los sustitutos que se puedan inventar los dueños del poder, de la autoridad, de los mecanismos de opresión con los que se vuelve la gente al redil, cada vez que se les ocurre sentir y pensar por sí misma. La razón de la situación desgraciada de los obreros es la esclavitud. La razón de la esclavitud son las leyes. Y las leyes se fundamentan en la organización de la violencia. Por este motivo, la mejora de la miserable situación del pueblo es posible sólo mediante la abolición de la violencia organizada. Pero la violencia organizada es el Estado. Y, ¿acaso podemos vivir sin Estado?: sin éste sobrevendrá el caos, la anarquía, se derrumbarán todos los logros de la civilización y la gente volverá a su estado salvaje originario[17]. Esto dice Tolstoi, con una amarga ironía que apenas recoge la verdadera intención de su pensamiento: la violencia contra la vida cotidiana de las personas es el producto de instituciones organizadas con ese afán, es decir, no permitirle a la gente ni un ápice de independencia emocional, mental, económica, de movimiento, sexual o política. La religión organizada también participa cabalmente en la consecución de ese objetivo; pero hoy, sin ser sustituida por ella, ha logrado ampliar su radio de influencia sirviéndose de la prensa; de tal manera que ahora los medios de comunicación, los periódicos, la radio, la televisión, Internet, y muchos otros, se han convertido en los vehículos infalibles de manipulación, con los cuales se sigue vendiendo una supuesta moralidad que apenas se ha modificado en los últimos dos milenios de historia.

Por otro lado, ¿pueden un hombre o una mujer, más o menos educados, ser portadores de una espiritualidad, una moralidad, una racionalidad y una religiosidad suficientemente elaborados para que les permitan funcionar en el mundo contemporáneo sin contradicciones ni desacuerdos demasiado estridentes consigo mismos? A continuación se intenta realizar un tratamiento lúdico del asunto.

 

 

En el mundo altamente tecnificado de hoy no es tan problemática la ausencia de Dios, lo es la pérdida de fe, en tanto que convencimiento pleno de las posibilidades de lo invisible. Los seres humanos han perdido la capacidad de sorprenderse, del embrujo y la magia. Por ello resultó relativamente manejable, ingresar a la posmodernidad después del entierro de una imagen determinada de Dios. La reactivación de los sentidos y de la conciencia, a través de la ciencia, así como de la plena sensualidad, desbancó esa imagen y debilitó considerablemente la fe, en tanto que poder conciente para dominar al mundo, tanto exterior como interior. De esta forma, todo el poder confesional de las religiones contemporáneas más complejas, se resquebraja y no le deja salida al hombre o a la mujer capaces de pensar y sentir por sí mismos. 

La amarga ironía de todo este asunto, es que entre más sofisticados se vuelven los procedimientos científicos y los poderes de convencimiento de las religiones jerarquizadas, cada vez más lejana se vuelve la espiritualidad. Ésta, ahora manipulada, distorsionada y vulgarizada, se ha convertido en una mercancía de curso corriente, que bien puede ser asunto de los gimnasios, como de rituales o expresiones milenaristas, en las que nada tiene que ver el vehículo religioso efectivo, para lograr una moral o una racionalidad debidamente articuladas.

No sorprende entonces que, en virtud del deterioro del hieratismo materialista de las periclitadas sociedades socialistas y del capitalismo esclavista de nuestro tiempo, algunas propuestas culturales y políticas de los anarquistas hayan recuperado el proscenio. El pos anarquismo[18], como lo llaman algunos teóricos anglosajones, no esconde su afán de reinvertir esfuerzos en la reactivación de una ética política y espiritual que está muy relacionada con la racionalidad del sentido común, y de la vida cotidiana de las personas, ajustada a, o condicionada por valores, principios y resultados en los que el Estado no tiene cabida, y las iglesias organizadas tradicionales no pasan a ser más que la gran estafa del siglo XX.

Si las dos dimensiones etimológicas[19] de la palabra religión se han quedado empantanadas en el atolladero de los rituales y de los gestos, les corresponde a las personas, a los individuos, recuperar ese espacio otrora usufructuado por jerarquías siempre expuestas a las tentaciones ofrecidas por el mundo burgués. Reagruparse o religarse en torno a los orígenes antropológicos de una ética que no se sustente solamente en los principios racionalistas de la Ilustración, no tiene por qué ser un privilegio de las religiones jerarquizadas. El anarquismo propone un reagrupamiento, una recuperación de tales orígenes, instrumentada por un fortalecimiento de la libertad, que no deje espacios libres al autoritarismo de las jerarquías estatales y eclesiásticas, y les devuelva a las personas su derecho a una cotidianidad sin regulaciones de ninguna especie. En este sentido, no está de más señalar que sigue vigente el viejo argumento de la clásica crítica hermenéutica de la religión, cuando apunta: Todo ello hace que el individuo conozca su inmensa diferencia y su dependencia absoluta, a lo que se añade un ansia de reconciliación y la certidumbre de que tal reconciliación es posible. Ahora bien, todos estos factores-conocimiento de la diferencia (con relación a los animales) y de la dependencia, ansia y certeza de la reconciliación-constituyen juntos la esencia de la religión. Lo que el hombre religioso ignora es que tales factores se basan a la vez en la oposición y en la unidad de la condición del ser humano como miembro de la especie y como individuo. Por eso busca fuera de sí mismo, en forma de reconciliación con Dios, lo que sólo puede encontrar dentro de sí, en forma de unidad entre individuo y especie[20].

Por ello es fundamental para el historiador, y para el pensador anarquista en particular, saber distinguir entre la historia del cristianismo, por ejemplo, es decir, el proceso genético evolutivo de su institucionalidad[21], y las formas adquiridas por la fe, la reconciliación, la fraternidad y la individualidad de los seres humanos, embarcados en proyectos colectivos de salvación que buscan impactar su realidad más inmediata. Tal es el caso de la teología de la liberación en América Latina, durante los años posteriores al triunfo de la revolución cubana, cuyo encuadre condicionó su enfrentamiento contra la jerarquía eclesiástica, pero dejó para después, para un futuro inmarcesible, los logros de un proceso que fue merodeado finalmente por la utopía de la inmediatez, de los movimientos revolucionarios, y por el cálculo económico del universo capitalista, para el cual solo cuentan los resultados.

Si el poder de Dios, por otra parte, está dentro de cada persona[22], si las condiciones materiales y culturales impiden el despliegue total y productivo de esa interioridad, es necesario, entonces, imaginar vehículos alternativos para extraer toda su riqueza. Alternativos porque deberán ser diseñados al margen, o por encima, de las estructuras materiales e ideológicas convencionales. Es la educación, precisamente, la que ha venido a constituir esa posibilidad, la cual bien puede terminar anquilosada, o puede convertirse en el instrumento más poderoso del cambio, en el mecanismo ideal para extraer las riquezas morales y espirituales de las personas que gesten la transformación revolucionaria tan esperada.

A la mayor parte de la gente religiosa, le cuesta imaginar una espiritualidad extramuros, donde el posible contacto entre ellos y su Dios, por decir lo menos, sea más bien personal e íntimo, un encuentro en el cual se pueda construir una moral, una ética, que catalice el acercamiento a los demás sin chantajes, manipulaciones o imposiciones. Pero es más fácil recibir prescripciones conductuales sobre el comportamiento correcto en la cotidianidad, la cual, se espera, no se modifique con recomendaciones y obligaciones imposibles de satisfacer. La fe sacrificial del cristianismo deja por fuera los pequeños placeres de la vida diaria, y reduce el proyecto existencial de cada ser humano a un futuro intangible, en el que no tiene asidero la espontaneidad, porque está sujeta a los vaivenes de la culpabilidad, el remordimiento y, finalmente, a un perdón edulcorado con recetarios penitenciales. Esto hace posible el fanatismo, la pasión desaforada, la irracionalidad más instintiva imaginable. Al punto de que, en el siglo XXI, el catolicismo, todavía está resolviendo problemas que debió haber resuelto en el siglo XIX. De aquí que, un grueso importante de los dictadores que han poblado el siglo XX, haya recibido el beneplácito de la jerarquía eclesiástica de orientación vaticana. De nuevo, la teología de la liberación, y los estertores modernizadores del Concilio Vaticano II, siguen siendo la excepción histórica que salva a un grupo de religiosos, muy lejos de las prácticas centralistas y despóticas del catolicismo convencional.

Con esta perspectiva, entonces, el anarquista, más inclinado hacia el combate por defender su libertad total, y por evitar que le impongan grilletes aquellos menos competentes moralmente, si se siente atraído por una ética cristiana, como Tolstoi de nuevo, optará, en definitiva por el mensaje y el ejemplo de Jesús, antes que por el discurso y la parafernalia de la mayor parte de las iglesias organizadas. Pero hay otros ejemplos, igualmente valiosos de espiritualidad incontenible, como es el caso de los estoicos en la antigüedad greco romana, Confucio y Lao-Tse en China, y Gandhi en la modernidad. Ninguna de estas experiencias espirituales, terminó reposando en el gesto, la espectacularidad o el malabarismo retórico. De hecho, tal vez con la excepción de Gandhi, ninguno de ellos dejó una obra escrita de gran importancia, al igual que Jesús. Porque la acción estuvo siempre por encima de las volutas de la palabra. Ésta, fue utilizada como un medio, no como un fin, en cuyo caso el mensajero se vuelve irrelevante, y le abre espacio al mensaje, verdadero alambique de hechos y resultados.

  Quienquiera, en nuestros días, que haya tenido el tiempo, la dedicación y el amor para leerse las novecientas cuarenta páginas de Memorias de un revolucionario del príncipe Pedro Kropotkin (1842-1921), uno de los grandes teóricos del anarquismo en el siglo XX, podrá darse cuenta de la tremenda carga de espiritualidad y ética que destilan sus páginas. Lo mismo se puede apuntar de los escritos espirituales de León Tolstoi y de la autobiografía de Emma Goldman[23], libros pensados para comunicar la potencia de las convicciones morales, y de los hechos. Cuando, hacia 1861, Kropotkin fue testigo de la abolición de la servidumbre en su país, Rusia[24], el impacto económico, social y político del proceso transformó no sólo la vida de su familia (que llegó a contar con mil doscientos siervos), sino también la de una vieja y profundamente conservadora aristocracia, que acudió a todos los malabarismos para postergar la liberación. En el diseño de estos recursos de postergación la iglesia rusa jugó un papel central. Kropotkin, sin embargo, fortalecido por una buena dosis de estoicismo y racionalidad, supo comprender plenamente los vientos de cambio y alejarse de su familia, para llegar a convertirse en uno de los geógrafos más notables de la época. La ciencia, proveyó a hombres del fuste de Kropotkin, y Elisée Reclús (1830-1905) el otro gran geógrafo anarquista del momento, de la plataforma requerida para levantar un sentido de la responsabilidad moral, social y política, que resulta muy difícil de hallar en nuestra época.

La ciencia, no obstante, tampoco puede alegar de sí misma que es el sustituto incuestionable de la religión en la vida de un anarquista, pues éste, no espera llegar a convertirse en un robot insensible y despiadado, para el cual sus hermanos no son más que ejemplares dignos de análisis y de estudio. Esa obsesión fanática por la tecnología también es un riesgo igualmente intoxicante, tanto o más peligroso que las posibles convicciones religiosas que pueda tener un anarquista medianamente educado. En el presente, cuando el ego se ha convertido en el recurso más manoseado de las tecnologías modernas, la ciencia ha dejado a las religiones organizadas prácticamente sin seguidores, pues ha logrado ofrecer la dosis de fantasía, magia y misterio que aquellas tuvieron alguna vez[25]. La soledad es el precio que debe pagar aquel que vive obsesionado con la tecnología, un ingrediente que las religiones organizadas no han sabido aprovechar,  con su sobre carga de culpabilidad, remordimiento y resignación. Los hombres y las mujeres de nuestros días, son personas increíblemente solitarias, que ya no cuentan con el consuelo de la religión, y quienes tampoco pueden disponer de los absolutos que ofrecía la ciencia en el pasado. Están tan llenos de sí mismos que eso basta para reemplazar a cualquier pequeño dios.

¿Es el ateísmo, entonces, la salida más obvia para todo aquel que se proclame anarquista? Ya se ha visto, a lo largo de este ensayo que, históricamente, la mayoría de las iglesias organizadas, siempre estuvo del lado de los poderosos, que su aspiración más elaborada era llegar a controlar la totalidad de las emociones y de las ideas de las personas, en cuyo caso, la máxima autoridad posible, Dios, gobernará sobre los seres humanos, los recursos y la naturaleza, a través del vehículo infalible de la predica de papas, curas, pastores, profetas, y todo un ejército de habladores que se han proclamado a sí mismos sus intermediarios. Esta gran estafa ideológica, que ha desgraciado la vida de millones de personas en todo el mundo, a lo largo de milenios, nada tiene que ver con la grandeza espiritual de figuras emblemáticas como Jesús, Buda, o Confucio[26]. Porque si es ateísmo militante el sentido reconocimiento, por parte de los anarquistas, de esos grandes seres humanos, como promotores ciertos de una espiritualidad consistente, con la cual es posible una fraternidad productiva, entonces el anarquista es ateo.

Está más que claro que, a todo lo largo y ancho de los libros que componen la Biblia, los hombres y las mujeres, son siempre pecadores, gusanos o esclavos que se arrastran buscando el difícil perdón de una autoridad que surge de lo más profundo de cierta tradición legendaria, la cual nunca tuvo nada que ver con la vida real, y más bien con la ficción y la mitología. Sin embargo, con frecuencia, el anarquista se inclina más hacia un antiteísmo radical que hacia un cientificismo ateo, como hemos visto, y apela por una recuperación total de la confianza en el ser humano, algo de lo que han carecido, sistemáticamente, religiones como el cristianismo, para la cual el hombre es en esencia malo, pecaminoso y sucio. Dios tiene todos los derechos, la Humanidad ninguno[27].

Finalmente, como el anarquismo es un humanismo radical, jamás se opuso a que miles de personas religiosas participaran y compartieran sus luchas en momentos revolucionarios decisivos, como la revolución mexicana, la revolución bolchevique, las jornadas por los derechos civiles en los Estados Unidos, durante los años sesenta, la guerra civil española y la revolución cubana, solo para citar unos ejemplos. Porque si la esencia del anarquismo es la recuperación de la dignidad humana, en todas sus dimensiones, la tolerancia, la elasticidad y la congruencia en los mismos hechos y acciones de la vida cotidiana, hacen del anarquista una persona contenta, productiva y solidaria, no la bestia negra que quiso presentar el despotismo monárquico y eclesiástico, durante los años noventa del siglo diecinueve.



[1] Historiador costarricense (1952). Catedrático jubilado de la Universidad Nacional de Costa Rica. Columnista huésped de esta revista.

[2]Eliseo Reclus. El hombre y la tierra. Vol 1. P. 307. Citado por María Teresa Vicente Mosquete. Eliseo Reclus. La Geografía de un anarquista (Barcelona: Los libros de la frontera. 1983. Colección Realidad Geográfica) P. 22.

[3] Max Weber. La ética protestante y el espíritu del capitalismo (Barcelona: Península 1975). Confesión y estructura social. 

[4]Karlheinz Deschner. Historia criminal del Cristianismo (Barcelona: Ediciones Martínez Roca. 1990) 10 volúmenes.  

[5] Joseph Conrad. El anarquista y otros relatos. (Barcelona: Bruguera. 1981. Traducción de Pilar López y A. Hibbert) Pp.7-42.

[6] Flor O’ Squarr. Entresijos del anarquismo (Barcelona: Editorial Melusina. 2008. Traducción de Julieta Leonetti) Capítulo VIII.

[7] Max Stirner. The Ego and his Own. The Case of the Individual Against Authority (Mineola, New York: Dover Publications Inc. 2005. La edición original en alemán fue publicada en 1845. La primera traducción al inglés es de Steven T. Byington) Capítulo IV. 

[8] A este respecto son valiosos algunos de los trabajos de León Tolstoi y Mahatma Gandhi.

[9] Tomás Ibáñez. Actualidad del anarquismo (Buenos Aires: Argentina. 2007) Pp. 71-79.

[10] Gustav Landauer. La revolución (Buenos Aires, Argentina: Libros de la Araucaria. Colección La Protesta. 2005. Traducción de Pedro Scaron) P. 21.

[11] Ibídem. P. 26.

[12] Isaiah Berlin. Las raíces del romanticismo (Madrid: Taurus. 2000. Traducción de Silvina Marí) Capítulo VI.

[13]  Tenemos que mantenernos de pie y mirar al mundo a la cara: sus cosas buenas, sus cosas malas, sus bellezas y sus fealdades; ver el mundo tal cual es y no tener miedo de él. Conquistarlo mediante la inteligencia y no sólo sometiéndonos al terror que emana de él. Toda nuestra concepción de Dios es una concepción derivada del antiguo despotismo oriental. Es una concepción indigna de hombres libres. Cuando en la iglesia se oye a la gente humillarse y proclamarse miserablemente pecadora, etcétera, parece algo despreciable e indigno de seres humanos que se respeten. Debemos mantenernos en pie y mirar al mundo a la cara. Tenemos que hacer de nuestro mundo el mejor posible, y si no es tan bueno como deseamos, después de todo será mejor que el que esos otros han hecho en todos estos siglos. Bertrand Russell. ¿Por qué no soy cristiano? Y otros ensayos (Barcelona: Edhasa. Libros de Sísifo. 2004. Traducción de Josefina Martínez Alinari) P. 41.  

[14] León Tolstoi. La esclavitud de nuestro tiempo (Barcelona: Littera Books Inc. 2000. Traducción de Fernando Catalán) Pp. 217 y ss.

[15] “La anarquía no significa la ausencia total de instituciones, sino únicamente la de aquellas que obligan a los hombres a someterse bajo el signo de la violencia. De otra forma no sería posible ni se debería haber instaurado una sociedad de seres dotados de razón”. Ibídem. P. 221.

[16] Alexandre J. M. E. Christoyannopoulos. Leo Tolstoy on the State: a detailed picture of Tolstoy’s denunciation of state violence and deception. Anarchist Studies (London, Volume 16, 2008, Number 1) Pp. 20-47.

[17] León Tolstoi. Op. Cit. P. 98.

[18] Saul Newman. Editorial: Postanarchism. Anarchist Studies (London, Volume 16, Number 2, 2008) Pp. 101-106.

[19]Vladimir Grigorieff registra dos orígenes etimológicos diferentes: 1) de relegere, recoger o agrupar; y 2) de religare, unir. El gran libro de las religiones del mundo (Barcelona: Robinbook, SL. 1995) Pp. 13-14.

[20] Richard Schaeffer. Creatividad religiosa y secularización en Europa desde la Ilustración. En Mircea Eliade (Editor). Historia de las creencias y de las ideas religiosas. Desde la época de los descubrimientos hasta nuestros días (Barcelona: Herder. 1996) P. 542.

[21] Un buen ejemplo de este tipo de enfoques es el estudio de Paul Johnson. Historia del Cristianismo (Barcelona: Vergara Editores. 1999).

[22] Uno de los pensadores anarquistas que mejor ha trabajado este asunto es León Tolstoi (1828-1910).

[23] Emma Goldman. Viviendo mi vida (Madrid: Fundación Anselmo Lorenzo. Colección Biografías y Memorias. 1996. Traducción de Antonia Ruiz Cabezas) 2 volúmenes.

[24] Una de las causas de la revolución inglesa de 1640-1688, y de la francesa en 1789-1871, fue precisamente la liberación de los siervos. Pues bien, Rusia, a finales del siglo XIX, no había realizado dicha liberación, lo que la ubicaba en el último vagón de la modernización socio-económica que tenía lugar en Europa por esos años. 

[25] Sarah Bakewell. How to live or A Life of Montaigne (New York: The Other Press. 2010) Introducción.

[26] Heinz Duthel. The Concise Duthel Encyclopedia of Anarchism. Anarchism From A to Z (USA. Lexington. Lulu Press. 2010) Vol. 1. Sección A. 2. 20.

[27] Christian Ferrer. Presentación del libro de Mijail Bakunin. Dios y el Estado (Buenos Aires, Argentina: Utopía libertaria. 2010) P. 11.

Escáner Cultural nº: 
141

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