Para el historiador contemporáneo uno de
los temas más apasionantes, es precisamente el que sugiere
el título de este ensayo: las posibilidades y los límites
de la literatura como testimonio estético de la organización
social, política y cultural en que nos desenvolvemos.
No puede pasar desapercibida la oportunidad que
nos brinda en este momento, el cambio histórico que supuso
el colapso del socialismo real. Con esta perspectiva, uno se ve
tentado a los enfoques fáciles, maniqueos, donde sólo
son posibles los personajes buenos contra los malos, en una relación
en la que siempre triunfan los primeros, cuando la bondad no está
definida con propiedad y puede ser únicamente un tratamiento
de enfoque.
Por eso, tomar este tipo de asuntos para hacer
un poco de filosofía de la historia, puede tener esos dos
riesgos a los que hacíamos referencia arriba. En ningún
momento estamos exentos de ellos, pero podemos hacer el esfuerzo
de aplicar un poco la imaginación y servirnos de algunos
textos con el fin de leer, de manera diferente, la realidad que
nos rodea, y tal vez, con ello ayudar para que otros también
lo hagan de forma más efectiva, en un escenario que se ha
vuelto cada vez más complejo y repleto de fuerzas contradictorias
tan activas como difíciles de interpretar.
De tal forma que, los textos que aquí utilizaremos,
serán solamente instrumentos de análisis e interpretación
de una realidad muy concreta: la forma en que los capitalistas construyen
sus sueños. Y cuando hablamos de capitalismo nos referimos
a industrialización, tecnología, conflictos sociales
y burguesía. Estos cuatro conceptos serán también
de enorme utilidad, en el momento en que nos propongamos comprender
mejor a ciertos escritores, motivo de reflexión y gozo, porque
una más lúcida comprensión de la realidad produce
la satisfacción del conocimiento y de la efectividad de la
inteligencia.
FRANKENSTEIN O EL MODERNO PROMETEO: LAS MONSTRUOSIDADES
DE MARY SEHELLEY (1797-1851).
Las más de las veces la vida, la naturaleza,
la providencia, o como quiera llamarse, son de una sabiduría
insondable. Porque, solo fuerzas providenciales podrían explicarnos
que una niña de escasos diecinueve años pudiera haber
escrito una novela como FRANKENSTEIN O EL MODERNO PROMETEO ,si
es que queremos creer en, o acudir a explicaciones de carácter
esotérico, un enfoque que hubiera resultado bastante atractivo
para los románticos. Muy especialmente si recordamos la forma
en que la novela vino al mundo, una noche del verano de 1816, cuando
junto a Percy Bysshe Shelley (1792-1822), (George Gordon) Lord Byron
(1788-1824), el Dr. Polydori y Samuel Taylor Coleridge (1772-1834),
Mary Godwin Wollstonecraft (1797-1851), como parte de un juego,
para pasar aquella noche oportunamente tormentosa en un castillo
ubicado junto a un lago suizo, dio cuerpo a sus pesadillas en la
célebre novela que se publicaría el 1 de enero de
1818.
En esa novela hay una gran cantidad de posibilidades,
para entender mejor la sociedad en que nos ha correspondido vivir.
Esto sucede porque, como hemos dicho en otras ocasiones, son los
artistas los mejores intérpretes de las fuerzas ocultas que
mueven la sociedad y los caprichos de los individuos.
Con FRANKENSTEIN, Mary Shelley logró
articular sus aspiraciones, frustraciones y conflictos personales,
en una síntesis extraordinaria de alto nivel emocional e
intelectual. A las pocas semanas de su nacimiento, su madre murió
como consecuencia de serios problemas con el parto. Mary nunca superó
su supuesto sentimiento de matricida. Pero al mismo tiempo, la confrontación
con el sentido de su origen, debido a la particular relación
de sus padres, la sumió en una serie de conflictos y contradicciones
personales, que quedarían expresados en varias de sus novelas.
Su madre, por ejemplo, intentó suicidarse
dos veces debido a su amor frustrado por Gilbert Imlay, un aventurero
norteamericano con el cual tendría una hija (Fanny) y hacia
el cual desarrolló una obsesión similar a la que pinta
Goethe en LAS DESVENTURAS DEL JOVEN WERTHER, una novela que
iría a tener una gran influencia sobre Mary. Sobre todo en
lo que respecta al estilo epistolar, y las reflexiones sobre el
significado del suicidio como acto liberador. Finalmente, con varios
meses de embarazo adelantados su madre se uniría a quien
sería su padre, William Godwin (1756-1836).
Pero la historia intelectual y personal de sus
padres fue una influencia decisiva en el desarrollo posterior de
Mary. Porque, así como fue criticado y censurado su matrimonio,
pues la gente murmuraba que ella (su madre) era la "señora
Imlay", de la misma forma se criticaría la relación
que iría luego a tener Mary con el poeta Shelley. Esta confluencia
de fuerzas éticas y pasionales distintas y en violento contraste
con las normas socialmente aceptadas de la época, harían
que Mary y Shelley llegaran en un momento de sus vidas a estar tan
solos, que ni los pretendidos amigos e intelectuales, quienes jugaban
a ser muy liberales y de mente despejada, reconocían en ellos
una pareja normal.
Incluso Godwin, el padre de Mary la repudió
por ello . Percy Shelley era casado, con una hija pequeña,
y con su esposa embarazada de su segundo hijo, cuando decidió
abandonarlos para irse con Mary, quien sólo tenía
16 años. Harriet, la esposa de Shelley se suicidó,
y a las pocas semanas del suceso éste se casó con
Mary. Suicidio cometió también una media hermana de
Mary, enamorada y frustrada ante el matrimonio de ella con Shelley.
Entre tanta muerte y desgracia, cualquiera termina anonadado por
la fortaleza y dedicación con que Mary asumió la redacción
y conclusión de su novela, la que había comenzado
la noche de aquel verano siniestro y eléctrico, tanto como
no se conocía en años uno similar.
La Providencia hizo que Mary Shelley nos diera
una novela en la que están encerradas dos influencias estéticas
fundamentales, por un lado Ovidio (46-18 AC) con Las Metamorfosis
, y por otro John Milton (1608-1674) con El Paraíso
Perdido . Con la primera veta la joven escritora está
asomándose a la rica tradición greco-latina, donde
la frontera entre lo real y lo fantástico se borra con tanta
facilidad, que hasta Platón hablaba del proyecto de sociedad
que tenía en la cabeza como si fuera una realidad .
En lo atinente a Milton, es el Renacimiento inglés,
con toda su fuerza mágica y sus grandes descubrimientos estéticos
el que le está ofreciendo lo mejor a Mary Shelley. Porque,
¿cómo imaginarse al Renacimiento en Inglaterra sin William
Shakespeare (1564-1616), Thomas More, Thomas Hobbes (1588-1679),
o John Milton (1608-1674)?
Otros escritores mencionan también la presencia
de FAUSTO del escritor alemán Johann Wolfgang Von
Goethe (1749-1832), en la formulación inicial del personaje
del Dr. Frankenstein, una idea que completaría el abanico
de influencias que recibiera Mary Shelley para escribir su novela
. Todas esas eran obras que sus padres leían en voz alta
en casa, que compartían y hacían estudiar a los demás
miembros de la misma. Junto a ello, la constante visita de escritores
e intelectuales de la talla de Lord Byron volvieron a Mary muy vulnerable
hacia los hombres estudiosos y combativos. De tal forma que, cuando
el poeta Shelley visitó la casa, fue poco el tiempo que tardó
para llevarse a Mary consigo. Después de todo, a pesar de
sus dos hijos, tenía un matrimonio infeliz e insatisfactorio.
La pareja iría a estar unida por seis años, pero nunca
tuvieron un sitio estable donde quedarse. Tenían que estar
huyendo, pues la censura pública era insoportable. Los hijos
que tuvieron murieron pronto y ellos se quedaron sin amigos .
Pero ella está escribiendo en el siglo XIX,
un siglo en el que no sólo se transforman la naturaleza y
la sociedad, sino también la mentalidad y la lengua de los
hombres. Es en realidad la historiografía burguesa del siglo
XIX la que le pone nombre y apellidos a todos estas expresiones
y movimientos de la cultura, procedentes de otros tiempos y sociedades.
El enigma de la novela de Mary Shelley, es que en ella coinciden
casi sin conciencia de la artista, los cambios que se están
operando en la materia y la forma de expresarlos con el medio estético
escogido.
Los Pre-Rafaelistas por ejemplo, con posterioridad
(1848), establecerán esta relación de una manera totalmente
lúcida, como un verdadero programa estético, codificado
y en verdad elaborado para servir a un propósito ideológico
muy preciso: resolver la paradoja que ha dejado la exquisita herencia
renacentista (anterior a Rafael Sancio,1483-1520, de ahí
el nombre), y los esquemas estéticos, tiesos e inamovibles
de una cultura burguesa, que ya confundió belleza con utilitarismo.
No en vano, los Pre-Rafaelistas surgen y se organizan en Inglaterra,
la matriz del capitalismo .
Pero la providencia tenía asignadas dos
tareas muy concretas para Mary Wollstonecraft Shelley: 1) su trabajo
literario intenta ser una reformulación estética de
la historia escrita por hombres y para los hombres. En este caso,
la mujer hace historiografía. 2) Por otro lado, sus novelas
son un excelente ejemplo de literatura hecha al servicio del imperio
británico. En nuestros trabajos más recientes, hemos
estudiado también a Rudyard Kipling (1865-1936), como vocero
de los mismos intereses imperialistas . La diferencia es que Mary
Shelley lo hace con mucha precocidad.
Tal precocidad puede ser atribuida a que fuera
la hija de la brillante escritora feminista que fue su madre, y
del gran teórico anarquista que fue su padre, para quien
su hija sería sin duda una proyección de sus propias
ideas. Dentro de un ambiente profundamente libertario como este,
y con la enorme culpa que siempre sintió por la muerte de
su madre al nacer ella, Mary desarrolló un gusto particular
por las relaciones prohibidas y por los marginados de cualquier
sexo. Por ese lado podría entenderse mejor tal vez, su conflictivo
amorío con Shelley. Sin embargo, este es un asunto que le
pertenece o, a las pitonisas de la historia, o a los cazadores de
interpretaciones psicologistas de las creaciones humanas. Ya lo
hemos apuntado arriba, el conflictivo amor entre Percy y Mary fue
uno de los componentes que bien puede ser mencionado como detonante
de la redacción de una novela como FRANKENSTEIN; pero
de ahí a sostener que la explica en su totalidad, creemos
que es mucho decir. Junto a él, también hemos indicado
otros factores, tal es el caso de la particular educación
que recibió la mujer en casa de sus padres, donde se estudiaba
y se leía mucho .
Como puede verse entonces, las condiciones sociales,
culturales y emocionales, en que crece y se desarrolla la niña
son increíblemente ricas en contradicciones, y provocarían
en ella una sensibilidad propensa a la creación intelectual
de corte tremendista, con un grano de epopeya y ciertas aspiraciones
a la tragedia.
De esta guisa, la condición particular de
la mujer adquiría para ella entonces otras dimensiones, se
volvía más significativa y muchas de sus reflexiones,
inquietudes y aspiraciones irían a quedar indelebles en el
monstruo de Frankenstein.
Se trata de un monstruo diseñado a partir
de pedazos de seres humanos, que termina desarrollando sus propias
ideas y sentimientos; una creación abominable que contradice
todas las creencias predominantes hasta el momento, sobre los resultados
y efectividad de la ciencia. Pero además, es un engendro
que tiene una sensibilidad muy particular, con aspiraciones a la
comunicación propias de las mujeres. Cuando llora con la
música, o con la desgracia de los demás, es Mary Shelley
la que nos está expresando sus propias convicciones, las
cuales se encuentran atrapadas en un cuerpo monstruoso (o así
se lo percibe) totalmente inaceptable para el común de los
mortales .
Sólo un ciego en última instancia
termina por aceptarlo y reconocerlo como otro ser humano, que es
a lo que aspira, a pesar de su ignominiosa monstruosidad.
La historia de ese cuerpo (el femenino a fin de
cuentas), se ha perdido en la oprobiosa creencia de los varones
de que los cuerpos de las mujeres son sólo receptáculos
para la reproducción de la especie. Por eso la reconstrucción
de la historia de sus propios cuerpos es un elemento fundamental
en la recuperación del sitio que verdaderamente les pertenece
y ha pertenecido siempre a las mujeres .
El monstruo de Frankenstein, una expresión
aberrante de la percepción que tienen los hombres del cuerpo
de las mujeres, y sobre todo algunos intelectuales, para Mary Shelley
fue el mejor recurso en virtud de su historia personal, pues así
pudo expresar la enorme potencia de una sensibilidad encerrada en
un cuerpo que los otros con dificultades reconocen como diferente.
Esa es precisamente la gran lucha de este monstruoso ser, el cual,
cuando se da cuenta de las posibilidades del lenguaje se atreve
a pedir lo más lógico y consecuente: una pareja.
La maternidad, el poder de dar vida a otro ser
humano, queda de esta manera reflejada en la triste alegoría
del monstruo de Frankenstein. De una forma mágica en la novela
se entrelazan las angustias que le inspiraban a la escritora las
posibilidades y los riesgos de la maternidad, la tremenda potencia
del lenguaje, y por otro, finalmente, sus creencias más inconscientes
de que sólo en su país, Inglaterra, la nación
industrial más importante del momento, podía abrirse
paso el recurso del lenguaje transmitido a pueblos menos afortunados.
Esa creencia hará que un escritor como Kipling más
adelante, sostenga que esa es en realidad "la carga del hombre
blanco", llevar la civilización y la sensibilidad del
lenguaje a los pueblos que todavía no han descubierto sus
verdaderos poderes . En las novelas de Mary Shelley todavía
no hay ferrocarriles, pero la mentalidad imperial se asoma cuando
los parajes extranjeros donde tienen lugar ciertos momentos claves
de la novela FRANKENSTEIN, son siempre lugares siniestros,
fríos, ciertamente tristes y casi por completo despoblados.
El monstruo se halla muy bien en este tipo de lugares, donde la
relación con el medio todavía no hace del lenguaje
una herramienta fundamental de cambio, y donde los aspectos más
primitivos de la naturaleza se vuelven con sorpresa normales. La
tesis sobre el buen salvaje de Juan Jacobo Rousseau (1712-1778),
un autor al que Mary también leía con fruición,
parece emerger aquí con fuerza indiscutible, pues el lenguaje
sólo es tal cuando es capaz de expresar ideas y pensamientos
civilizados . El monstruo, que nunca tuvo nombre a todo lo largo
de la novela, para negarle un lugar imposible en la cadena humana,
casi logra darle forma a su "otredad" a través
del lenguaje. Pero, para que eso pudiera suceder, sólo la
educación y el lenguaje de los países civilizados
pueden ser considerados vehículos certeros hacia la sensibilidad
y la inteligencia. El monstruo, como todo "otro" desconocido,
marginado e ignorado, llega al borde de la civilización pero
no logra dar el salto cualitativo: ser reconocido como diferente.
La paradoja más curiosa aquí es que, en esa condición
marginal, Mary Shelley descubre la dificultad de las mujeres para
ser reconocidas como tales, en una sociedad civilizada y controlada
sobre todo por hombres. La educación las salva. Pero el "buen
salvaje" (el monstruo de Frankenstein) nunca fue valorado por
el imperio británico a partir de sus diferencias; más
bien hizo todo lo posible por eliminarlo de la faz de la tierra.
El "buen salvaje" habla, piensa y siente, pero no tiene
nombre, por lo tanto no existe. Como el monstruo de Frankenstein.
EL CONDE DRÁCULA: VAMPIROS, MUJERES E IMPERIOS.
He aquí otra de las novelas útiles
para entender cómo produce ideología el imperio, y
cómo se fijan las relaciones entre hombres y mujeres afectados
por la industrialización. Redescubrir al vampiro, fue un
acto de extraordinaria intuición artística e ideológica,
en manos de un escritor al que no podemos considerar excepcionalmente
dotado.
Pero el momento en que el acontecimiento estético
se produce, es también el de máxima expansión
industrial e imperialista de Gran Bretaña, luego seguido
por Francia, Estados Unidos y Alemania.
Cuando dejamos a Mary Shelley, en pleno período
romántico de la literatura inglesa, la revolución
industrial está apenas en sus espasmos iniciales, y los ferrocarriles
no son más que juegos de niños, en manos de algunos
inventores geniales que sueñan con hacerlos realidad. Para
los años ochenta y noventa, la misma revolución industrial
ya se encargó de cubrir todo el planeta con ferrocarriles.
Y los ingleses son los dueños de la economía mundial,
que se mueve a su antojo . En este momento, hablar de vampiros,
significaba para decir lo menos, poner los ojos en lo exótico
de otras tierras, así como en los fundamentos ideológicos
que legitimaban la antropofagia alegórica que se puede encontrar
en la novela gótica. Porque para estos años, la novela
gótica ya no es más que una rareza y no tiene el poder
de invocación que hubiera tenido cuando Mary Shelley escribía
FRANKENSTEIN.
El argumento fácil sería sostener
que el vampirismo es idéntico a imperialismo, y así
nos expondríamos a la acusación de que nuestra interpretación
de la novela es mecánica. Sin embargo, ese argumento no deja
de tener cierto grado de verdad, aunque posiblemente el énfasis
no sea el correcto. Porque el vampirismo es tan viejo como las prácticas
antropofágicas de un sector importante de la humanidad, hasta
el momento en que la burguesía lo convierte en un dispositivo
erótico muy potente para canalizar sus frustraciones. Por
lo general, es curioso, son las mujeres las que son las víctimas
propiciatorias del vampirismo masculino. Rara vez encontramos un
vampirismo sistemático y sustanciado por parte de las mujeres
hacia los hombres. Con mucha frecuencia las vampiras son lesbianas.
Generalmente la victimización de la mujer es más bien
la excusa para explicar que son presa fácil de sus debilidades
y que por ello, deben ser protegidas y nutridas como niñitas
indefensas, un criterio que una reina como Victoria promovía
pero en el que nunca creyó. Un criterio al fin, que los hombres
han sabido explotar cabalmente.
Por eso es que una distinción central se
impone: aquella que debe ser puntualizada entre vampirismo y vampiro.
La historia que escribió Abraham (Bram) Stocker (1847-1912),
es una historia de vampiros, no necesariamente de vampirismo. El
argumento es en verdad simple: un extraño conde, perdido
en las profundidades de los Cárpatos rumanos, quiere comprar
una casa en Londres, para establecerse y alimentarse con la sangre
de la población inglesa. De ahí en adelante toda la
historia gira en torno a la lucha por hallarlo y eliminarlo, pues
parece que los hábitos culinarios del misterioso conde, sólo
pueden traer sufrimientos y opresión al inocente pueblo de
Inglaterra. Entretejida con una historia de amor, donde no faltan
la intriga, la superstición, y las pequeñas envidias
cotidianas, la historia del conde Drácula, es sólo
la historia de un hombre profundamente enamorado del poder, que,
desde el más allá, trata de ejercerlo. Pero el vampirismo
no está tan claro, como pudiera hacernos pensar dicha historia.
El vampirismo no se reduce a la simple extracción de sangre
de la víctima. En este caso, hubiera sido muy sencillo hablar
del peligro amarillo (de los chinos) a quienes había que
combatir con el ejemplo y la fuerza de la civilización occidental,
es decir, del imperialismo . Pero resulta que la novela de Stocker
tiene más utilidad todavía.
El autor era irlandés. Y ello dice mucho
de todo este asunto, puesto que algunos se han dedicado a ver en
la novela de Stocker un vampiro que sólo busca su propia
satisfacción personal, un vampiro tan hambriento que no ceja
ni un segundo en su propósito por someter a tantas víctimas
como sea posible. Este tipo de crítico, o de lector si así
place llamarlo, se quedó atorado en una visión tan
personalista y frívola del vampiro de Stocker, que nos preguntamos
cómo puede pasar desapercibida la enorme utilidad ideológica
que tiene esta novela. De cualquier manera, nos podríamos
preguntar, ¿qué tiene de erótico andar sacándole
la sangre a la gente? O, hagamos la pregunta de otra forma: ¿qué
tiene de erótico el parasitismo? Para la condición
particular de la mujer, el engarce entre ambos ingredientes puede
conducirnos a entender mejor la virtual explotación de que
son objeto, cuando se argumenta que su capacidad de seducir se explica
por su belleza física sobre todo. En estos casos es cuando
el vampirismo se parece mucho al canibalismo como decíamos.
El parasitismo llegó a convertirse en una
expresión cultural tan legítima en el capitalismo,
como cualquier otra manifestación de vida cotidiana para
la burguesía bien acomodada, y pagada de sí misma.
El parasitismo que criticaba tan ásperamente un escritor
inglés como Charles Dickens, durante la primera parte del
siglo XIX, encuentra en Bram Stocker, en la segunda parte del mismo
siglo, a un defensor solapado y manipulador que logró ver
en la novela gótica una excusa muy valiosa para expresar
sus verdaderas inclinaciones estéticas y políticas
. Ahora bien, pero no se trata solamente de hacer responsable a
Stocker de habernos devuelto la importancia estética y erótica
del vampiro. Drácula es un caballero, es un enamorado incondicional.
Su amor trasciende incluso los límites que le impone la geografía,
y la mujer, ante tales situaciones, sólo alcanza a explicarse
dichas obsesiones utilizando el dispositivo que le posibilita el
erotismo. Y si queremos recordar las distintas visiones que del
vampiro nos ha dejado el cine, podemos concluir que resulta casi
hasta agradable y simpático. Sobre cuando después
de tantas vampiras lesbianas el cine también se atreve a
darnos un vampiro con claras inclinaciones homosexuales, como sucede
con el de Ann Rice en la versión cinematrográfica
de su Entrevista con un vampiro. Pero el verdadero problema no es
el vampiro, es el vampirismo.
La sociedad industrial entre los años que
van de 1880 a 1930, ha llegado a la conclusión de que el
colonialismo, y sus expresiones más sostenidas como el imperialismo,
es perfectamente legítimo si partimos de la base de que la
cortina de humo se llama civilización, y el fondo del asunto
es realmente la explotación y el parasitismo al que hacíamos
referencia arriba .
Por eso el vampiro no debe ser confundido con el
vampirismo. Porque el vampiro es una creación mítica
del siglo XV (y tal vez antes), y el vampirismo a su vez es una
creación del imperialismo de la segunda parte del siglo XIX.
El lector puede llegar a sentirse desilusionado, puesto que nuestra
interpretación le quita su embrujo y encanto a la figura
del vampiro, y pone el énfasis en su parasitismo. Este, aunque
el término no es nada agradable, se despliega a todo lo largo
de la novela de Stocker, tanto que uno termina al borde de la nostalgia,
cuando se percata de que condes como Drácula, pertenecen
a una época que ya se fue irremisiblemente. Pero, aparte
de la defensa sutil y consistente del buen gusto de los aristócratas,
la novela es también un intento reaccionario y anti-romántico
por defender el derecho de aquellos a la más improductiva
y siniestra pereza. Una pereza que reposa esencialmente en la explotación
del otro y hace del acto algo sublime y poderoso. Se trata de un
ocio aristocrático que los franceses habían desmantelado
hacía rato, y que ahora Stocker recuerda con una nostalgia
bañada en sangre y sustentada en una herejía que tiene
poco asidero en un ateísmo sistemático y bien orientado
.
El castillo del conde Drácula no es un refugio
para la creación intelectual y el disfrute de la belleza.
Es evidente, no era el castillo de un Michelle de Montaigne (1533-1592)
por ejemplo. Asimismo, la relación del conde con las mujeres
no es respetuosa, íntegra y bien articulada con sus aspiraciones.
Es una relación parasitaria, explotadora y destructiva. El
colmo de la desesperación de los ideales aristocráticos
de Stocker es pretender que una relación de este tipo pueda
remontar incluso las fronteras de la muerte. La obsesión
posesiva de Drácula por las mujeres es a todas luces neurótica
y carece de registro clínico en los estudios de Sigmund Freud
(1856-1939).
Si el erotismo es entrega al otro y el placer de
la entrega misma, en la novela de Stocker las mujeres no asumen
esa clase de erotismo, y más bien son concebidas como las
víctimas sencillas y fáciles de la irracionalidad
de todo lo que representa el vampiro. En su vulnerabilidad la mujer
debe ser conducida, orientada, protegida y poseída, con el
agravante de que ella se limitará a nutrir a su victimario,
incluso con su sangre, no a disfrutar de la posesión que
demanda cualquier contacto erótico maduro y plenamente consentido
por ambas partes. La semejanza que puede establecerse entonces entre
las mujeres y los habitantes (primitivos) de las villas de donde
procede la leyenda del vampiro es muy aleccionadora. Es el mismo
tipo de valoración que harían los españoles,
cuando la conquista los puso ante la tesitura de tener que decidir
si los indios americanos eran humanos o no . La mujer, el aldeano
y el indio terminan así pareciéndose mucho. El vampiro
es la metáfora de un imperio que considera que debe salvar
a los débiles contra los desmanes de los malvados. La debilidad
y la maldad reposan sobre lo irracional, la fuerza y la bondad sobre
lo racional. Pero la metáfora se quedó por detrás
de la acción, y ésta es más explícita
de lo que cualquiera podría imaginarse en la novela de Stocker.
En el momento en que el vampirismo suplanta al
vampiro, el cine hace su aparición y saca a la luz realmente
lo que la novela de Stocker apenas sugiere. La necrofilia profunda
que permea todos los actos de una aristocracia decadente y resentida,
es recogida por una burguesía positiva y vital, que encontró
en la muerte sólo una excusa para explicarse a sí
misma y a los demás, su todopoderosa dependencia de la producción
y el consumo de los bienes materiales. La supuesta relación
amorosa que un director como Francis Ford Coppola descubrió
entre Mina Harker y el Conde Drácula, en su película
más reciente (1992) sobre el tema de la novela de Stocker,
es la expresión más clara de lo bien que leyó
Coppola dicha novela. Algo que Ann Rice como decíamos atrás
hizo siguiendo atajos, con mejor suerte al menos en lo que respecta
al hecho de que su novela se basa en la visión amorosa de
los vampiros y no en la de sus víctimas.
Pero insistimos en que la lectura hecha por Coppola
es la correcta porque, dicha historia de amor estaba ahí,
sólo faltaba hacerla florecer. Mas es trágica la confusión
que Stocker produjo con su novela, pues como la supuesta historia
de amor ya mencionada, la gran mayoría de la personas sin
conocimientos en Occidente, han llegado a la conclusión de
que el vampiro de ficción creado por Stocker, es más
real que la fuente histórica de donde se dice que se inspiró
.
El príncipe rumano Vlad Tepes (1431-1476)
fue un cruzado sumamente cruel contra los enemigos de la cristiandad.
Conocido en aquella época como el "empalador" (una
tortura muy propia de su tiempo), así bautizado por los mismos
turcos, los alemanes o los húngaros, sus enemigos también,
el príncipe de Walacchia, nunca tuvo nada que ver con las
prácticas del vampirismo, que algunos por error en Occidente,
a partir de la lectura de la novela de Stocker, han querido atribuirle
. Un documento alemán de 1488, conservado en el Museo de
Nuremberg, lo pinta como un individuo muy sádico, veleidoso
y traicionero. Pero jamás como un vampiro .
Parece que en marzo de 1890, cuando Stocker pasaba
unas vacaciones en Whitby, Inglaterra, mientras escribía
su célebre novela, solicitó un libro en la biblioteca
pública del lugar, el cual trataba sobre la historia de los
principados de Moldavia y Walacchia. Tomó algunas notas del
mismo, según se puede ver en los papeles del autor conservados
en el museo de Rosenbach de Filadelfia; pero sobre todo le llamó
la atención el término "dracul" en rumano,
derivado del latín "dragón". Se dio la casualidad
de que el Príncipe Vlad pertenecía a la Orden del
Dragón, un cuerpo especial de cruzados fundado por uno de
los emperadores bizantinos, con el afán de combatir de manera
más efectiva al invasor turco .
Ignoramos en qué momento preciso se produjo
esta confusión, pero la mayor parte de la gente en Occidente
piensa que el Príncipe Vlad es el vampiro conde Drácula
de la novela de Stocker. Y no existe ninguna relación real
entre ambos. Ni siquiera en lo que se refiere a los sitios donde
vivió, sus castillos, o sus batallas. Stocker se sirvió
de una tradición folklorica rumana (o centro-europea), como
es el vampirismo, y en Occidente algunos ideólogos rusofóbicos
hicieron circular la idea de que el vampiro y el príncipe
eran el mismo personaje .
Resulta que el Príncipe Vlad es amado y
recordado con reverencia en su país de origen, Rumania, precisamente
por todo lo contrario de aquello por lo que se le difama en Occidente.
Considerado un héroe nacional, en algún momento la
dictadura de Ceaucescu (1918-1989) quiso servirse de él para
sus propios fines (1974-1989). Y en la actualidad, las preocupaciones
económicas del gobierno rumano, han hecho que la promoción
turística del país, haya terminado por aceptar la
aberrante confusión introducida por Stocker con su novela.
Camisetas, llaveros, discos y otras chucherías se venden
hoy en Rumania, para recordar al Conde Drácula como el más
malvado de los vampiros que haya producido el folklor de las aldeas
al pie de los Cárpatos.
La manipulación no podía haber llegado
a límites más detestables. Incluso, cuando Stocker
hizo el descubrimiento del término "drácula",
ya le tenía nombre a su vampiro, Conde Wampyr. Entonces,
¿quién es responsable de esta distorsión de una figura
histórica como el Príncipe Vlad Tepes? Inevitablemente,
uno no puede dejar de pensar en otras figuras distorsionadas de
la misma forma como el Che Guevara, o el mismo Marx, cuando los
ingleses venden postales y souvenirs de todas clases en las puertas
del cementerio de Highgate, en Londres, donde se encuentra enterrado.
Al vampiro, finalmente, la burguesía le aplica su vampirismo
comercial y su devastadora frivolidad ideológica .
El vampiro es un mito popular tan viejo como la
cultura misma. Los primeros indicios de un personaje así
se pueden rastrear hasta el año 125 AC. cuando los griegos
nos hablan por primera vez de ellos. Para el año 1047 de
nuestra era escuchamos leyendas más coherentes y elaboradas,
pues el vampiro ha venido a la zona del Mediterráneo, a través
de la ruta de la seda desde el Lejano Oriente, donde se instala
y se desplaza luego hacia el centro de Europa, particularmente en
la región de los Cárpatos. Ahí, se mezcla con
tradiciones similares cultivadas por los gitanos, que han sido expulsados
del norte de la India, desde el siglo VIII. Los gitanos llegaron
a Transilvania, poco antes del ascenso de Vlad Tepes al principado
de Walacchia en 1456 .
En la literatura oímos por primera vez de
ellos, antes de las novelas de Stocker y Ann Rice, en 1743, cuando
un poeta anglosajón anónimo compuso un largo poema
sobre el discutido personaje. En la tradición popular el
vampiro es más una forma de aprehender lo incomprensible
de la muerte, antes que una práctica sanguinaria y cruel
de hombres malvados y corrompidos. En sus distintas manifestaciones,
a todo lo largo del planeta, desde los vampiros de los ashanti en
Africa, hasta los súcubos y brujas de la tradición
española y francesa en la Lousiana en los Estados Unidos,
el vampiro fue un muerto que nunca encontró la paz en su
condición. El mortal inmortal, tiene más que ver con
los temores y prejuicios, resentimientos y amargura de los sectores
populares, que con la elegancia superficial y vana con que la burguesía
ha querido pintarnos al vampiro .
Producto del odio inveterado contra la holgazanería
y la explotación de los señores feudales en el centro
de Europa, el vampiro es, si se quiere, una siniestra caricatura
de dicha situación. Pero la burguesía, en la segunda
parte del siglo XIX, lo convirtió en un personaje agradable,
erótico y romántico. Estaría por verse, si
esas tres características le son pertinentes, pero al menos
retratan las aspiraciones que tenía la burguesía con
su vampiro frívolo y rapaz. El vampirismo que le sirvió
al campesino centro-europeo para ironizar de su señor, con
el capitalismo desapareció definitivamente, y en su lugar
fue puesta la figura de un conde que ni siquiera tiene voz propia,
como sucede en la novela de Stocker .
¿Qué nos queda entonces del Conde Drácula?
Una alegoría machista y banal de lo que son las relaciones
entre los hombres y las mujeres por un lado, y por otro, una apología
imperialista de mal gusto, sobre los afanes del imperio británico
en sus colonias, por educar y civilizar sin el más mínimo
respeto por la tradición legítima y vernácula
de la cultura popular en países como la India o Sudáfrica.
Al mismo tiempo es una irrespetuosa caricatura de su archienemigo
el imperio ruso, así como de todo lo que oliera a la cultura
eslava.
Nuestro vampiro posiblemente perdió su embrujo
de hombre seductor e irresistible, pero al menos hemos llamado la
atención sobre la polivalencia de una lectura que nos pone
en su lugar, la enorme capacidad de la burguesía para llenar
de nuevos contenidos a temas viejos y controversiales. Está
claro que, por lo que nosotros vayamos a decir aquí, el lector
evasivo y sentimental, no va a perder su afición por los
vampiros volátiles y dulzones, pero al menos habremos expresado
con igual claridad, nuestra insatisfacción con el tratamiento
que se le ha dado a un personaje, que no tiene nada de romántico,
de erótico o de malvado. Porque, incluso el vampiro de Stocker,
es hasta un mal vampiro, pues ni siquiera es capaz de pensar con
claridad cómo hacerle frente a sus enemigos, con tantos poderes
como el Señor de las Tinieblas le pudo haber dado. El erotismo
del conde de Drácula es entonces igualmente proporcional
a nuestra carencia de él, en una cultura que hizo del amor
la más banal de las emociones humanas.
Con el estudio que hicieramos del trabajo de Mary
Shelley y el de Bram Stocker a uno le queda la sensación
de que, al fin y al cabo, quien demostró más talento
intuitivo para sacarle el mayor provecho posible a la historia fue
la escritora; en tanto que el escritor nunca pudo remontar el éxito
que le deparó Drácula, una maldición propia
de quien escribe para los aplausos.
Durante el siglo XIX las mujeres escritoras probaron
su enorme capacidad para leer entre líneas las cosas que
la historia insinúa pero no explicita. El trabajo de Mary
Shelley posterior a Frankenstein, revela una sensibilidad historiográfica
muy por encima del promedio de los escritores varones de la época.
En El último hombre por ejemplo su prognósis histórica
es decididamente anglófila y pro-imperialista, pero estas
fueron cosas a las que Stocker nunca soñó llegar.
A pesar de todo ese talento, las mujeres siguen siendo invisibles,
como se verá en el apartado que viene.
H.G.WELLS: LA INVISIBILIDAD DEL HOMBRE Y LA MUJER
MODERNOS.
Ahora nos corresponde continuar con el análisis
de la "invisibilidad" del hombre y la mujer modernos,
tan bien planteada por el escritor inglés Herbert George
Wells (1866-1946), en su libro EL HOMBRE INVISIBLE (1897).
En un simposio internacional, sobre EL HOMBRE Y
LA CIUDAD, el urbanista español Manuel Piqueras concluía
su ponencia de la siguiente manera:
"Cuando a finales del siglo pasado el novelista
británico H. G. Wells escribió su fantasía
El hombre invisible, estaba sin duda muy lejos de imaginar que su
extravagante creación habría de verse cumplida y aun
superada por la realidad. Analizar la forma de vida en las grandes
ciudades es constatar que, sin necesidad de fórmulas mágicas
o químicas que alteren la coloración del cuerpo humano,
el hombre actual, el hombre urbano es ya el hombre invisible. Porque
si la invisibilidad consiste en no ser visto, en ser ignorado, no
ser sentido o en pasar inadvertido, qué mejor definición
le cuadra al hombre que habita nuestras ciudades. Vive indiferente,
ajeno e insolidario. Encerrado entre sus cuatro paredes teme conocer
al vecino y se resiste a que los otros invadan lo que pomposamente
llamamos vida privada y no es sino privación de vida. La
ciudad se ha convertido en lugar de desencuentro, en paisaje de
cemento y cristal por donde sombras anónimas arrastran tediosas
existencias. Ya no es ciencia-ficción hablar de una humanidad
invisible. La profecía de Wells es hoy realidad cotidiana"
.
Esta larga cita tiene un propósito claro:
introducir a nuestro lector al problema que le traemos en esta ocasión.
¿En dónde reside la causa fundamental de nuestra "invisibilidad"?
¿Por qué es tan difícil comunicarse con el otro? ¿Qué
o quiénes pueden estar interesados en impedir que establezcamos
una comunicación más rica y sostenida? ¿Qué
se puede hacer para combatir tanta incomunicación, tanta
"insolidaridad" como la llama Piqueras?
En un libro nuestro recién publicado sobre
la globalización, decíamos que la incomunicación
es el propósito más específico que tienen los
ideólogos de la burguesía para el próximo milenio
. El "síndrome del hombre invisible" podríamos
llamarlo, es la gélida soledad del hombre de la calle en
las grandes ciudades, la del individuo que forma parte de una comunidad
sin tener ningún grado de articulación con ella. Más
aún cuando se trata de un científico al que el aislamiento
hace concluir por error que está totalmente solo, que lo
único que tiene validez es su ciencia y que ésta es
su puerte más sólido con la realidad y la historia.
El argumento del libro de Wells es muy simple,
pero forma parte de la labor intelectual del autor en las dos dimensiones
en las que realizó sus mejores movimientos: la ciencia ficción
y la pedagogía. Lo que queremos decir es que ninguna de las
novelas o de los ensayos escritos por Wells es aséptico respecto
a sus principios ideológicos, expresados con mayor o menor
claridad en gran parte de sus trabajos.
En el caso de EL HOMBRE INVISIBLE, Griffin es el
científico, no muy cuerdo por cierto, que logra descubrir
una fórmula química mediante la cual es posible hacerse
totalmente invisible. A partir de ahí, Wells monta toda una
trama sobre las persecuciones contra Griffin, la moralidad de la
ciencia, y la incompetencia de los gobiernos para tratar asuntos
de la mayor importancia, como es el caso de la fórmula química
en cuestión. Sus tibias ideas socialistas, muy cercanas a
las de los fabianos esposos Web, Shaw y otros, hicieron que para
Wells la literatura fuera un vehículo de expresión
de ideas, pensamientos y sentimientos bien claros, y no solamente
el instrumento de la belleza y la perfección literarias.
Para Wells, una literatura que tuviera como única preocupación
la forma, era una literatura sin propósito.
Con frecuencia entonces, se va a encontrar el lector
apasionado de Wells que su literatura siempre tiene una búsqueda
didáctica, educativa. La ciencia ficción fue el medio
que él encontró para expresar las angustias y preocupaciones
que la revolución industrial inglesa, en su etapa más
furibunda, le estaba produciendo. Otras de sus novelas, como LA
MÁQUINA DEL TIMEPO (1895), LA ISLA DEL DR. MOREAU (1896),
o LA GUERRA DE LOS MUNDOS (1898), quisieron dejar bien claro que,
a no ser porque los hombres tomaran conciencia de los tremendos
riesgos que podía traer consigo la ciencia, las posibilidades
de una destrucción total del planeta cada vez eran más
factibles. Y en eso, como Jules Verne (1828-1905), con quien no
le gustaba que lo compararan, Wells fue increíblemente premonitorio.
Pues en su larga vida, pudo presenciar la guerra de 1898, la guerra
contra los Boers (1901), la guerra ruso-japonesa (1905), la Primera
Guerra Mundial (1914-1918), y por último la Segunda Guerra
Mundial (1939-1945), la más devastadora de todas cuantas
tenga memoria la humanidad. En las dos últimas sobre todo,
muchas de sus afirmaciones visionarias, adquirieron un sentido siniestramente
certero.
Wells viene al mundo en plena época victoriana
(1837-1901). Es Inglaterra por esos días, la nación
más poderosa del planeta, y durante la segunda parte del
siglo XIX logrará construir uno de los imperios más
vastos de la historia. Se trata de un imperio que ha sido levantado
con tres elementos capitales:
1. El trabajo de millones de seres humanos, en
Europa y el Imperio.
2. Una tecnología avanzada y efectiva, pero
mortífera.
3. La ideología del individualismo, como
profundamente opuesta a las colectividades.
Wells escribió ciencia ficción es
cierto, pero ninguno de los ingredientes arriba mencionados fue
ignorado por el autor. Sus sueños utópicos de una
sociedad donde la ciencia estuviera realmente puesta al servicio
del desarrollo y del crecimiento de todos los hombres y mujeres
por igual, donde se diera plena libertad al individuo en alianza
con una razonable disciplina social, fueron puestos por escrito
en cientos de historias, artículos, ensayos y conferencias
que buscaban imprecar la conciencia lúcida de los gobernantes,
intelectuales, artistas y hombres comunes, para que "las cosas
por venir" como él decía, tuvieran sentido .
En tanto que escritor de ciencia ficción,
su inteligencia está debidamente entrenada en el tratamiento
y manejo de información compleja y sofisticada. Wells es
un intelectual muy serio que investiga a cabalidad sus temas, y
no deja nada al azar.
Es curioso, pero con frecuencia nos vamos a encontrar
con la situación de que las películas inspiradas por
este tipo de literatura, tendieron a ser más exigentes y
motivadoras que las novelas mismas. Con EL HOMBRE INVISIBLE sucede
algo similar, sobre todo cuando uno se percata de que la novela
tiene un argumento que se vuelve muy insípido a veces. La
carga de humor en ciertos tramos del texto, hace que éste
pierda fuerza, y bordee los límites de la frivolidad. Las
películas por el contrario, pudieron remontar la frigidez
con que el tema fue tratado en algunos momentos por Wells, y alcanzaron
a establecer un puente de comunicación un poco más
generoso con el espectador.
Porque el gran problema que tenemos entre manos
es ese cabalmente: ¿cómo lograr cierto nivel de comunicación
entre el científico y la sociedad que le tocó en suerte?
Por otro lado, y no menos relevante, ¿qué clase de comunicación
es posible entre los habitantes de las grandes ciudades, llenos
de sus propios problemas y preocupaciones? Estas preguntas, de alguna
manera, completan las que nos hacíamos al iniciar esta sección
del capítulo, en el sentido de que, aquellas iban más
dirigidas al hombre y la mujer comunes, en tanto que, estas últimas
especifican el tipo de comunicación que sería deseable
con los intelectuales de las sociedades avanzadas.
Hasta el capítulo 15 de su novela, Wells
nos deja con el sabor desagradable de que Griffin es simplemente
un científico loco, amargado y sinuoso, pero brillante. A
partir de entonces, y con la llegada del Dr. Kemp, se empieza a
detectar el contrapeso que el novelista introduce en su trabajo,
para estudiar las posibilidades de una ciencia bien dirigida y al
servicio de los intereses sociales más reconocidos. El problema
es que Wells nos abandona con un personaje aislado, marginado, chillón
y antojadizo que difícilmente cumple con su papel de científico
serio y responsable, en busca de la aceptación general de
su trabajo .
Como tragicomedia, EL HOMBRE INVISIBLE cumple bien
su cometido de parodiar el aislamiento en que cae el científico
moderno. Pero Wells no se imaginó que la misma novela iba
a tener otras aristas, que los críticos y los exégetas
encontrarían en su trabajo, para hacer una lectura más
crítica de la sociedad contemporánea. Puesto que,
si damos por un hecho la pretendida tranquilidad burguesa del reinado
de Victoria (en el poder de 1837 a 1901), nos encontraremos con
que muchos escritores de la época no hallaron una explicación
razonable al profundo aislamiento en que caía vertiginosamente
el imperio británico. Dicha tranquilidad no era coherente
con lo que estaba sucediendo, por ejemplo, en el imperio. Más
bien parece tolerable hablar de una cierta quietud de palacio (antes
que de tranquilidad) en el período que va de 1837 a 1876.
Y decimos de palacio porque en el imperio las cosas son completamente
diferentes: no olvidemos a Irlanda . Después de ese momento,
en sustancia el escenario se modifica. Victoria es coronada como
Emperatriz de la India, y el imperio británico entra en su
etapa más beligerante y pertinaz (un tema que ya hemos tratado
en otro momento). Es la hora de la típica guerra colonialista,
de los enfrentamientos contra las otras potencias que se vislumbran
en el horizonte; pero también, de una expansión capitalista
tan rica y profunda como difícilmente pueda registrarse otra
en el siglo XIX .
Pero en el campo, EL HOMBRE INVISIBLE se ve perseguido
y hostigado por las personas, que no le dejan ni un resquicio para
estar consigo mismo y sus experimentos. En la ciudad, se ve atosigado
por las cosas, y sus necesidades personales tan urgentes como insatisfechas
siempre. La muerte del padre de Griffin es realmente, para decir
lo menos, inoportuna y triste. (Se suicida cuando su hijo le roba
un dinero que no era suyo para continuar con sus experimentos).
Sin embargo, es la actitud de Griffin la que resulta repugnante,
y crea en el lector una serie de prejuicios y animadversión
hacia EL HOMBRE INVISIBLE, totalmente incoherentes con la aspiración
general de la obra: atraer cierta simpatía hacia el trabajo
de los hombres de ciencia.
Griffin se muestra desagradecido, mal humorado,
canallesco a veces, a tal grado que el lector casi experimenta un
alivio reconfortante con su muerte. Este tipo de aislamiento es
el del marginado, del criminal o del anti-social. No tanto el del
hombre o de la mujer cuyos problemas internos sin solucionar, los
convierten en ciudadanos solitarios, quisquillosos con su privacidad,
los que irían a producir los procesos masivos de urbanización
de la revolución industrial, y el todopoderoso individualismo
del capitalismo salvaje de fines de siglo .
Si algunos lectores y críticos han querido
ver en EL HOMBRE INVISIBLE el mejor ejemplo de lo que es el individualismo
productivo, podremos expresar nuestra incomodidad al respecto porque,
la imposibilidad de comunicación con un personaje como Griffin,
hacen que el Dr. Kemp acabe por denunciarlo no porque le interesen
los resultados de sus investigaciones, sino porque un fenómeno
social de este calibre no puede andar suelto por ahí sin
que los hombres de Dios lo enderecen y lo metan en cintura. La mojigatería
de Kemp es asombrosa y totalmente improcedente con su condición
de científico. Mas la muerte de Griffin es un tributo a la
soledad y a la locura, antes que a la angustia dinámica que
escritores como Kafka y Kierkegaard nos enseñaron a ver .
De tal forma que, nos parece más bien ver
en EL HOMBRE INVISIBLE una parodia de la sociedad capitalista victoriana,
con sus ritos y modales acartonados, al mismo tiempo que certeramente
represiva y disciplinada, en lugar de una alegoría de la
soledad angustiosa y apremiante del científico al servicio
de las mejores causas de su época. Incluso, las mujeres tienen
un papel muy secundario en esta novela. Wells pareciera decirnos
que la ciencia se hizo para los hombres solamente. Esto a pesar
de sus simpatías con las sufragistas británicas y
con los ideales cartistas del momento. Con dificultades encontramos
en el trabajo de Wells caracteres femeninos bien definidos. A pesar
de que siempre se sintió muy bien, acompañado por
una bella mujer .
Si hay un país en Europa donde el feminismo
se desarrolla con una lentitud desesperante, ese es Inglaterra.
Porque en Francia, desde 1830, las mujeres han sabido organizarse
y durante las revoluciones de 1848 a 1871, participaron activamente
al lado de sus hombres, aún cuando en muchas ocasiones éstos
no veían dicho apoyo con mucha deferencia. Prácticamente
desde 1789, y tal vez antes, desde la época de las lúcidas
polémicas de Madame Lambert o Madame D'Epinay con los Enciclopedistas,
las mujeres francesas supieron abrirse un espacio que los hombres
en otras partes del continente les negaban.
Por eso sorprende que para la época en que
Wells está escribiendo sus novelas, las mujeres resulten
totalmente invisibles. Decíamos que los perfiles femeninos
están borrados de su novela El Hombre Invisible, y ello es
perfectamente natural para un escritor que ve en las mujeres sólo
un objeto de belleza y adoración estética.
Como para muchos dirigentes socialistas y pensadores
radicales del momento, es decir de la era victoriana, tal es el
caso del mismo Marx, su feminismo es tangencial y oportunista frecuentemente.
Las compañeras de muchos de ellos eran objeto de la indiferencia
y la subestimación que decían denunciar y encontrar
en el trato que se les daba a las mujeres de las clases adineradas.
Durante años el hijo ilegítimo que Marx tuvo con su
sirvienta, y al cual nunca reconoció, estuvo escondido y
fue atribuido alguna vez a Engels. Sobre todo durante los años
de la Segunda Internacional de los Trabajadores (1889-1914), el
mejor escenario que jamás tuvieron los marxistas para promover
sus ideas, y por lo que dicha paternidad se mantuvo escondida, para
no desprestigiar a la sacrosanta figura de Marx.
Todos los criterios que Wells utiliza para atacar
el controversial problema de la invisibilidad del hombre contemporáneo,
pueden ser atribuidos sin duda alguna a la situación de la
mujer. El no querer ver llegó a convertirse para los hombres
de la burguesía imperialista victoriana, en un asunto de
vida o muerte. Ver a sus mujeres, para ellos como para los hombres
de la clase trabajadora, significaba aceptarlas como compañeras
de ruta, y entre otras cosas, implicaba también reconocer
el parasitismo emocional de que eran objeto.
Por eso sostenemos que las mujeres enseñaron
a los hombres a ver, porque su condición histórica
les permitió, como ya indicamos páginas atrás,
que la única forma de encontrarle algún sentido al
presente es desde el ayer. La invisibilidad de la mujer en las novelas
de Wells no es un asunto que le pertenezca sólo a él,
es un tema que se torna problema a partir del momento en que la
mayor parte de las escritoras de la segunda parte del siglo XIX,
hasta la Primera Guerra Mundial, tienen como ambición fundamental
devolverle a los signos de su femeneidad el cuerpo, la tangibilidad
que nunca tuvieron.
Finalmente, si a Wells, como autor de obras de
ciencia ficción le debemos todo nuestro respeto, ese es un
parámetro que no merece ninguna discusión. No obstante,
con frecuencia nos encontramos en su trabajo un catastrofismo que
la sociedad burguesa del momento veía con malos ojos, pues
la vitalidad y el vigor eran sus mejores condiciones para mantener
sujeto un imperio que ya hacía aguas por todo lado. Un anti-imperialismo
tibio y mojigato como el de Wells no iba a cambiar la política
del imperio británico hacia sus colonias, pero al menos sembró
la duda del grado de validez y de verdad que podrían tener
las nociones de progreso e individualismo, en una sociedad que aislaba
y mataba de pobreza y sufrimiento a sus críticos, entre ellos,
los más lúcidos, todos los hombres invisibles que
hacían ciencia, cualquier ciencia, y que por ello se tornaban
cada vez más invisibles. Sólo por ello, bien vale
la pena recordar a H. G. Wells.
Pero también podemos recordarlo por aquello
que nos formulaba en el capítulo 24 de EL HOMBRE INVISIBLE,
cuando nos decía que en realidad todo se reducía a
las intenciones de su personaje de establecer un Reino del Terror
.
Aunque podríamos encontrar en esta tesis
ciertas remembranzas de la Revolución Francesa, y los supuestos
temores de Wells sobre los gobiernos dictatoriales, el lector crítico
se encontrará al final inevitablemente con que, lo invisible
en realidad es el poder y la enorme soledad que trae consigo.
El científico solitario, envanecido por
su invento, se queda al final de la jornada por completo aislado,
y con ello detona una locura incontrolable: la locura del poder,
un aspecto que abordaremos a continuación, con otro escritor
que tiene mucho que decirnos al respecto.
1984: LA PROFECÍA DEL PASADO.
El poder de que nos hablará GEORGE ORWELL
(1903-1950) en los años cuarenta de este siglo, ya no es
el poder al que aspiraba Griffin, el científico de EL HOMBRE
INVISIBLE, como acabamos de ver. En esa poderosa y escalofriante
alegoría del poder que es su novela 1984 (escrita
en 1949), el autor nos formula un argumento que ha estado con nosotros
hasta la actualidad. El fértil ingenio de Orwell para la
sátira se pondrá a nuestra disposición en una
pieza literaria, que por decir lo menos, sigue tan vital y evocadora
como nunca . Veamos por qué.
Si alguien quisiera entender qué fue lo
que pasó en la Unión Soviética en octubre de
1991, le bastará leer con cuidado 1984. En esta novela
están descritos todos los componentes que caracterizan con
profundidad a cualquier régimen totalitario . Si originalmente
fue pensada para desplegar una crítica mordaz del régimen
estalinista, los recursos estéticos e ideológicos
de la novela llevaron a Orwell más allá de lo que
él mismo esperaba. Y bien puede sostenerse que 1984
es una parábola inmisericorde del poder .
Tan compacta y llena de recursos como pocas, esta
novela es una caja de herramientas para entender los entretelones
que se encuentran en la cámara de torturas que es el totalitarismo.
En ninguna otra parte ha sido tan bien tratado este problema, ni
con la misma lucidez y profundidad de análisis. Lo que pasa
es que, si nos fijamos bien en nuestras sociedades del presente,
la siniestra pintura de Orwell cada vez es más cierta, no
en el socialismo real (que ya no existe), sino en la supuesta democracia
occidental .
La distorsión con propósitos ideológicos
de la información, la manipulación de la historia,
el tratamiento maniqueo del pasado, y los delirios de encantador
de serpientes de los políticos occidentales, han llegado
a tales niveles, que uno bien podría preguntarse si Orwell
reescribiría su obra, en caso de estar vivo. La dimensión
y la potencia de la respuesta estaría en relación
directa con nuestra sensibilidad y conocimiento de la realidad actual.
Esta se modifica con tanta rapidez ante nuestros ojos, que los hombres
y mujeres de esta parte del siglo, difícilmente se percatan
cuándo están siendo objetos de mensajes totalitarios,
y los han asumido con tanta naturalidad, que es escalofriante la
capacidad que tenemos hoy para la indiferencia .
La civilización de 1984 es la civilización
del beneplácito. ¿Y han pasado muchos años entre 1984
y 1998? Han sido años tan llenos de calidad y contenido que
nos tomará rato ponderar en su justa medida toda su herencia.
Pero la capacidad premonitoria de Orwell es asombrosa, porque las
grandes crisis de los años que siguen a 1989, parecieran
estar ya intuidas en su novela .
En un país imaginario, donde está
debidamente programado por un líder omnipresente y omnipotente,
al que conoceremos como el Gran Hermano, Winston Smith, el héroe
de la historia, comete el enorme crimen de pensar por sí
mismo. La situación se le agrava todavía más
a nuestro héroe, cuando se le ocurre enamorarse. Todo régimen
totalitario es contrario a la sensualidad, lo hemos dicho en otras
partes. En el diario que empezó a llevar en 1984, anotó
todas las transformaciones y los cambios que estaban ocurriendo
en su espíritu cuando decidió que su vida, rutinaria
y vacía, debería tener algún propósito.
Es precisamente la búsqueda de ese propósito el que
le costará la vida a Winston Smith. Situación todavía
más notable si recordamos que el Superestado que lo contextualiza
todo, hará que Winston a la larga acabe por tragarse sus
sentimientos y pensamientos individuales .
La novela de Orwell pone el acento en dos materias
de profunda importancia para las sociedades contemporáneas.
Por un lado nos despliega su generoso razonamiento sobre los niveles
de operatividad del poder, y por otro, pone en cuestión la
silueta civilizatoria de que tanto se precian las sociedades organizadas.
Orwell no es el maniático obsesionado con
las locuras del poder, que quisieron ver en él escritores
como el peruano Mario Vargas Llosa o el francés Jean-Francois
Revel . Tampoco es Orwell el escritor que utilizara su pluma para
hacer una apología fácil de la supuesta democracia
occidental. En él encontramos básicamente a un pensador
que quiso desarrollar una crítica devastadora de nuestras
percepciones y preconcepciones de la realidad. Su acercamiento a
ésta no es nada cauteloso ni frívolo. Es brutal y
meticulosamente descriptivo. No es extraño que sus ensayos
también presenten la misma característica .
Pero donde verdaderamente reside la potencia de
la literatura de Orwell es en su ácida evaluación
del poder y de la autoridad. No podemos sostener con certeza que
el escritor inglés fuera un pensador anarquista, pero muchas
de sus ideas y de la forma en que están articuladas se asemejan
mucho al ideario ácrata. Que para bien o para mal hizo suyas
muchas de las aseveraciones de Orwell. Un nacionalismo de fuerte
tufillo monárquico, hace pensar a veces que Orwell, por otro
lado, bien pudiera ser considerado como un feroz enemigo del socialismo
y un simpatizante entusiasta y responsable del liberalismo de ultra
derecha. Ante tantas y tan diversas dificultades para cualificarlo,
Orwell emerge como el escritor vital y poderoso que siempre quiso
ser .
La forma en que el lenguaje cambia, los giros del
idioma, las distorsiones lingüísticas y otras manipulaciones
claramente mal intencionadas, revelan con absoluta transparencia
los verdaderos designios del totalitarismo con el que se las trae
Orwell. Una de esas grandes preocupaciones es claramente el problema
de la forma en que tratamos el pasado. Toda dictadura, dice Orwell,
tiene una obsesión compulsiva por controlar el tiempo histórico,
por retorcer hasta lo irreconocible el manejo que hacen los hombres
de su historicidad, de su cotidianidad más fluida e inclusiva.
Porque la historia que se escribe todos los días es la más
comprensiva con que tengan que entenderse los seres humanos en sociedad,
y en su soledad menos articulada .
Los eventos de la vida diaria que Orwell narra
en su novela, son tan abrumadores en lo que respecta a su futilidad,
que la conclusión que termina por obtenerse es que, no hay
nada más aburrido y monocorde que la vida cotidiana en cualquier
régimen totalitario. Los tiranos son monótonos y rutinarios,
su meticulosidad con los pequeños datos de su oficio de controlarle
la vida a las personas, los hace increíblemente previsibles.
Y la ironía reside en eso: en el terror que inspira saber
que uno pueda encontrarse la muerte a la vuelta de la esquina. Más
aterrador es todavía saber que se trata de una certeza, en
la medida en que depende de otros hombres la calidad de nuestra
vida o de nuestra muerte .
Con Orwell uno aprende que los hechos tienen una
verdad intrínseca y que la sabiduría de la labor intelectual,
artística y política consiste en saber extraerla.
La sombría cotidianidad en un régimen totalitario
está inspirada en impedir que los hombres puedan "inventar"
los hechos. Es decir, consiste en bloquearles toda posibilidad de
imaginación. Está visto que las dictaduras y la imaginación
creadora no han compatibilizado nunca. Los Nazis y los Estalinistas
tuvieron un gran talento para la muerte, no para la vida. El sentido
de la temporalidad que hay que ver en ésta no está
diseñado para que lo intuyan los tiranos. Ellos, por lo general,
están muy preocupados construyendo el mañana sobre
los cadáveres del ayer. Siempre tienen una muy pobre percepción
del presente. La espontaneidad los desconcierta de una manera ridícula.
Al mismo tiempo, la infame represión de
la sensualidad adquiere en este tipo de dictadores los más
escandalosos detalles. En la novela de Orwell, a Winston se le ocurre
enamorarse, y aunque el amor no lo salva de su infierno, le permite
al menos enterarse de que existe la posibilidad de un mundo mejor
.
Ese sueño, sistematizado y vehiculizado
en pro de los aspectos menos vistosos del amor, la amistad y la
tolerancia, adquiere en 1984 unos niveles pocas veces logrados
por obras similares de este género. Esta novela logró
retratar con perfección el abanico de tensiones, paranoias,
y manías que las dictaduras alcanzan a provocar en la población.
Incluso los rituales más cotidianos de las personas, como
la visita diaria a la letrina, están debidamente regimentados,
y esto, Orwell supo retratarlo con una gran dosis de sensibilidad.
En particular, cuando se ha vivido en un país donde la democracia
burguesa hace alarde de fluidez y continencia ideológica
y política.
Cuando se lee por primera vez 1984, cualquiera
piensa automáticamente que se trata del dictador ruso José
Stalin (1897-1953). Otros lectores imaginarían que se trata
de una mordaz simulación de lo que podría sucederle
a Inglaterra, en caso de ser gobernada siempre por el Partido Laborista.
Sin embargo, importando muy poco los blancos hacia los cuales estuviera
dirigida la reflexión de Orwell, el asunto es que 1984
tendrá vigencia por mucho tiempo, en tanto perviva con
nosotros la amenaza siniestra del totalitarismo.
En otro momento, intentamos expresar abiertamente
nuestros temores sobre lo cerca que se encuentran la globalización
y el totalitarismo . Pero, cada vez nos convencemos más de
que la forma en que Orwell expresó los suyos, ha tenido un
impacto demoledor en nosotros. Eso, porque, en diversas ocasiones,
el escritor inglés fue acusado de fascista, y de practicar
un objetivismo que se parecía mucho al de los Nazis.
Si también Orwell con regularidad defendió
las ideas de Kipling, cuando éste, solapadamente, se refería
al derecho de las supuestas "civilizaciones superiores" de regir
y diseñar la vida de las "civilizaciones inferiores", es
incuestionable que el mal digerido conservatismo de nuestro autor
atiende más a razones de orden antropológico que político
.
Orwell siempre creyó que los hombres ("el
bicho humano") se comportaban en sociedad como en una granja (ANIMAL
FARM), y que sus hábitos y costumbres estaban entretejidos
con las más elementales leyes de la supervivencia. El darwinismo
social de Orwell está ahí con claridad, para ser observado
por todos. Orwell es en realidad ese tipo raro de escritores que
expresan con la más absoluta transparencia, sus creencias
y prejuicios más profundos. Su literatura es frenéticamente
ideológica, fue pensada y está dirigida de forma diáfana
hacia una postura ideológica: la defensa más feroz
del individuo y de la individualidad .
1984 es en ese caso, un ejemplo supino de
lo que es hacer literatura al servicio de una idea o de un culto
ideológico específicos. Pero, aunque podamos criticarlo
por su individualismo de rapiña, su demolición de
la legitimidad posible del totalitarismo es sencillamente soberbia.
Una novela cargada de premoniciones como ésta,
en la que los datos de la vida cotidiana son tratados con tan profundo
espíritu crítico, pudo resultar a la larga en el mejor
retrato jamás hecho de la guerra fría, la que, dicho
sea de paso, no se ha estudiado con la responsabilidad que amerita.
Y tal carencia es debida en gran parte a que, las potencias interesadas
en el engendro, inmediatamente después de la Segunda Guerra
Mundial (1939-1945), ocultaron sistemáticamente sus designios
totalitarios más acendrados.
La gente decente no debería olvidar que
el muro de Berlín (1961-1989) es la nefasta construcción
del totalitarismo soviético y del burgués occidental.
Seguir sosteniendo, a esta altura del desarrollo informativo, que
dicha muralla de opresión y vergüenza es la creación
única de los comunistas soviéticos, es reproducir
con terquedad los viejos lemas de la, supuestamente ahora fenecida,
guerra fría .
Los desplantes totalitarios de Churchill y de Truman,
junto a los de Stalin completan un cuadro que ya Orwell había
pintado en 1984. Lo que pasa es que, con el fracaso del socialismo
soviético, fue más fácil atribuirle todos los
desmanes de la guerra fría a un modelo de sociedad que nunca
eclosionó. Pero, 1984 bien puede leerse como la sentida
parodia del totalitarismo soviético, así como del
burgués occidental. La cotidianidad en ambos escenarios es
en realidad la misma.
Así parece indicarlo la tristemente célebre
historia del muro de Berlín. Este vino al mundo como la rotunda
humillación de un pueblo atrapado entre los desmanes de dos
formas de opresión de igual efectividad. El muro de Berlín
retrata con lujo de significados, hasta dónde podía
llegar el despojo de su dignidad al que sería sometido el
pueblo alemán, después de ochenta años de intentos
por darse a sí mismo una identidad. Una identidad que primero
le robaría Bismarck, los Nazis después, y por último
los totalitarismos que pariría la guerra fría .
La ironía que se encuentra insinuada en
la novela de Orwell 1984 es que, por más que parezca
esforzarse un pueblo por encontrar su propio camino hacia la individualidad
y la entereza, como nos lo han enseñado los alemanes, los
dictadores terminan por merodearles la lucidez y la sabiduría.
No hay peores parásitos, se nos dice en 1984, que
los tiranos, con respecto a los pueblos que pretenden iluminar.
Bien puede verse que, los alemanes y los rusos, tienen mucho que
ofrecernos en ese sentido.
En 1984 la única posibilidad de esperanza
reposa sobre la amistad y el amor. La relación entre Winston
y Julia se nutre de los miedos y frustraciones de ambos y, somo
siempre, es ella la que idea escapadas, escondrijos, lenguajes y
gestos propios de personas sometidas al terror de expresar abiertamente
sus emociones.
Ella tuvo la iniciativa en todo momento, para arriesgarse,
para hundirse y para morir. Como sucede con novelas de este tipo,
donde las grandes abstracciones parecieran engullirse a los personajes,
que a veces se nos tornan en tesis más que en seres humanos,
las emociones son la sombra de las ideas.
La mujer-madre de inspiración rousseauniana
no está presente en esta novela, como tampoco aparece en
otras del calibre del ULYSSES, de James Joyce, pero el perfil
cartesiano de una femeneidad racionalista y racional abre paso,
deja lugar, a una emotividad en la vida cotidiana que el poder estructurado
como cámara de tortura hace rato borró del mapa social.
Por el amor de Julia, Winston pudo ser humano, sentir, pensar, caerse,
levantarse y atreverse a la rebeldía, porque ella supo abrirle
los intersticios de la masa aparentemente monolítica del
poder. Las mujeres han probado a lo largo de la historia, que esa
labor de zapa requiere paciencia y una gran dedicación, ambas
expresiones incondicionales del amor.
CONCLUSIONES .
Entonces, ¿qué podemos concluir después
de un largo capítulo en el que pareciera que muchas cosas
se nos han quedado por fuera? Digamos en primer lugar que, nos sentimos
muy complacidos porque los cuatro autores que hemos estudiado nos
han permitido tener más claras las siguientes cuestiones:
1. En aquella parte donde trabajamos la literatura
de Mary Shelley, bien pudimos darnos cuenta que no hay literatura
inocente. Alguien podría pensar que tal vez sí la
hay, sobre la base de que una novela como FRANKENSTEIN no evoca
ninguna intencionalidad ideológica. Sin embargo, hemos podido
ver con toda claridad que la candorosa novelística de Mary
Shelley también puede ser leída con los ojos abiertos,
y encontrar en ella algo más que una crítica al desarrollo
científico de la época.
2. En ningún momento uno puede darse por
desentendido respecto a las verdaderas dimensiones y abismos que
nos revela la literatura, como lo hiciera con toda lucidez Bram
Stocker. El trabajo que este autor realizó con Drácula,
nos abrió caminos y nos dio pistas para poder dilucidar la
condición moral a que nos invita cierto grupo de gente, cuando
las ilusiones, los sueños y las aspiraciones se han agotado.
Si Stocker hubiera sabido que su vampiro era la mejor alegoría
de la moral burguesa, tal vez lo hubiera pensado un poco mejor,
pero dichosamente fueron más fuertes sus simpatías
con una aristocracia en decadencia, que nunca le negó su
apoyo y su calurosa acogida.
3. Casi siempre que nos acercamos a este tipo de
escritores, uno lo ha hecho con toda la pasión y la alegría
de lo nuevo, de lo desconocido. No obstante, su visión de
la vida, de la muerte y de las mejores emociones humanas, tales
como el amor, la solidaridad, la amistad, la tolerancia y la capacidad
de soñar, en sus manos, parecieran quedarse atoradas en el
lado oscuro de la vida. Lo curioso de todo esto es que no se decoloran.
4. En ningún momento para un escritor como
H. G. Wells por ejemplo, la vida podría haberse reducido
únicamente a los fracasos y frustraciones de sus personajes.
Siempre creyó que la literatura tenía un objetivo,
por eso fue fácil acusarlo de "didactismo" literario. Sin
embargo, con él uno sabe a qué atenerse. Es claro,
es lúcido y directo. Si su quehacer es obvio, el resultado
ha sido que las lecciones que nos da han permanecido con nosotros
por mucho tiempo. Con H. G. Wells la literatura de alto contenido
ideológico alcanza un punto de desarrollo importante. Aunque
esté adobada con las salsas de la ciencia ficción
y de la fantasía.
5. Ahora bien, si en todas estas novelas que aquí
hemos leído y estudiado con tanto amor, uno termina por concluir
que el escritor no es inocente de los males de la civilización,
la salida nos pertenece a todos. El artista puede habernos fallado
en no habernos permitido "ver". Su ayuda puede haber sido muy pobre.
A pesar de todo ello, todos somos responsables de la calidad de
la respuesta que encontremos. El péndulo de la existencia
no se detiene ante nuestra incertidumbre.
6. Algunas salidas son brutales, arrolladoras,
como le sucedió a Winston Smith, el personaje de 1984
de George Orwell. Y si por ello concluimos que sólo el
poder, el totalitarismo o la inconciencia pueden salvarnos, entonces,
también habremos encontrado una respuesta. El Nazismo y el
Estalinismo, no lo olvidemos, también tenían su racionalidad.
7. En todas las obras que aquí hemos estudiado
las mujeres son el punto de quiebra, uno que nos hace ver que sin
su sentido crítico y su amor por la vida la civilización
hubiera desaparecido hace rato.
8. En algunas novelas los personajes femeninos
son sólo excusas para desplegar una tesis. En otras, son
la tesis misma. Resulta muy difícil y muy complejo darse
cuenta cuándo estamos frente a enfoques para los cuales el
tratamiento de lo femenino es puramente estético, y cuándo
es psicológico, social o histórico. Estos son los
momentos cuando nos damos cuenta que el descubrimiento de Foucault,
sobre la interconexión fortuita entre saber y poder, puede
explicarnos el verdadero contorno ontológico de la femeneidad
en la literatura y la civilización contemporáneas.
9. Finalmente, los ferrocarriles de la revolución industrial,
los monstruos que la fantasía crea ante lo desconocido, y
la nueva moral burguesa, encontraron en el capitalismo al mejor
postor de los contenidos históricos de sus realizaciones.
Porque ninguna otra clase social a lo largo de la historia humana,
ha tenido tanta conciencia de lo que quiere para mañana,
como lo ha hecho la burguesía.