ENTRE EL SILENCIO Y LAS SIRENAS |
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En una etapa de mi vida me refugié en el silencio. Estaba convencido que mi terreno no era la escritura. Todavía hoy no estoy convencido del todo. Pero en esa etapa juvenil de mi existencia estaba frustrado. El horizonte de la literatura para mí no era una línea, sino una gran mancha informe. Comprobé, en el abismo de mis dieciséis años, que escribiendo no obtendría jamás oficio ni beneficio. Además aquella frase de Quevedo me agujereaba de manera risueña el animo: “El que escribe para comer, ni come ni escribe”.
Por esos días ya había publicado varios artículos y uno que otro cuento en algún periódico. También participaba con otros come flores en un grupo literario y ya habíamos editado el primer número de nuestra revista. Un buen día, ante el acoso familiar y ante la burla descarnada de parientes o amigos, decidí guardar mi máquina portátil. Dejar de lado la vagancia y la bohemia literaria. Hice mutis. Busqué un trabajo infame y durante tres años me entregue al silencio de las sirenas, por aquello que escribió Kafka: “Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas. En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quién sólo pensaba en ceras y cadenas les hizo olvidar toda canción. Ulises(para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido que ellas cantaban y que sólo él se hallaba a salvo”.
Sin escribir una palabra me creía a salvo. Hoy recuerdo con amargura esos días y pienso que fueron los más terribles que he soportado. No obstante este ostracismo voluntario al que me sometí me proporcionó algunas lecciones interesantes. George Steiner escribió: “El santo, el iniciado, no sólo se aleja de las tentaciones de la acción mundana; se aleja también el habla. Su retiro a la cueva de la montaña o a la celda monástica es el ademán externo de su silencio”.
Para los escribas del Egipto milenario las palabras poseían un poder mágico. Los escribas eran una casta temida y el uso de la palabra, como instrumento sobre la vida y la muerte, les permitió tener privilegios. Los filósofos griegos quizá fueron los primeros que tuvieron perfecta noción del peso de las palabras en la construcción de las ideas. Para ellos el poder de las palabras ya no tenía sentido mágico-religioso, sino un sentido intelectual de primer orden. Para ellos las palabras ordenadas en un discurso daban coherencia al mundo, lo dotaban de cierto orden intelectual que permitía darle viabilidad al mundo de las ideas. El legado de los griegos llegó a las playas de la Edad Media. No es casual que sea en esta etapa donde se den los pasos decisivos para la creación de los monasterios, las bibliotecas y las universidades. El cristianismo como nueva filosofía espiritual, y como proyecto de vida, necesitaba convertirse en una propuesta con una estructura intelectiva de peso y vigor. Para ello requería pasar todos los temores, los anhelos y los deseos humanos por el tamiz del lenguaje. De manera certera Steiner afirma que la literatura, la teología, la filosofía, el derecho son sólo empresas del intelecto que buscaban encerrar, dentro de los limites del discurso formal, la experiencia humana, su pasado y sus perspectivas futuras.
La historia bíblica de la Torre de Babel no es, como escribe Emilio Lledó, el lenguaje ni los temas de la confusión, sino la del esfuerzo inútil; el símbolo de la soberbia convertida en una empresa irracional. Los hombres que construyen la torre lo hacen sobre la base de entenderse unos a otros y de unificar los criterios y propósitos de la construcción, pero de pronto no logran comprenderse entre sí y el caos se desata. Los hombres han perdido aquello que los convertía en uno. Ya no hay un lenguaje que los unifique. Desilusionados abandonan la construcción y se alejan rumiando palabras que se pierden en el viento. El cuento de Borges “La biblioteca de Babel” es también la metáfora de una empresa inútil: una gran biblioteca contentiva de todos los libros. La biblioteca diseñada por Borges, con sus innumerables pasillos y anaqueles, no es otra cosa que el Universo; ese Universo desparramado y abierto como un gran libro. Toda la creación humana no es más que un tomo de ese libro vasto e infinito. Cualquier tarea del hombre pasa por el lenguaje y se convierte en un símbolo más de ese inmenso/intenso alfabeto donde está escrito su pasado, su presente y su devenir.
Poseído por las palabras el hombre se pierde, o se encuentra, irremediablemente. Además sabe que el silencio es siempre una elección. Hoy el escritor(y todo aquel que manipule las palabras como instrumentos de comunicación) sabe que la palabra ha perdido su mágica capacidad transformadora. No obstante la literatura es siempre la coyuntura para darle renovada vitalidad a las palabras. Creo, como Ionesco, que para aquellas experiencias dolorosas, profundas, que hacen fisuras y rendijas en el alma, no hay palabras. A veces tratamos de escuchar nuestro propio clamor, de escuchar ese poema desgarrado del universo latiendo en nuestras heridas, pero en muchos casos todo esfuerzo es infructuoso. Ya Octavio Paz lo había escrito: “El único ser que oye (o creer oír) el poema del universo, no se oye en ese poema—salvo como silencio”.
Se ha escrito que una civilización donde la palabra lo es todo es malsana. Hablamos y escribimos demasiado. Demasiadas trivialidades, disfrazadas de erudición, nos bombardean a diario. La ligereza de los discursos académicos y políticos todo lo infecta. Las frases hechas y los tópicos nos cercan. De ese terreno oscuro, donde la palabra se torna una falsa certeza, tratamos de escapar sacándole luz a las palabras de siempre. De la vivacidad y nervio de las palabras depende nuestra existencia. Lo escrito por Emilio Lledó es exacto: “Vivir es poder hablar, poder utilizar la palabra como apertura hacia horizontes nuevos, poder desgarrar el velo de la estupidez colectiva con el que distintos grupos sociales tiñen el lenguaje”.
Hoy trato de no ser como Ulises e intento escuchar el silencio que fluye escondido, como la miel, en cualquier torrente de palabras. Salvarse en el silencio es una elección, pero no ya la mía. Encadenado al mástil del silencio escucho atentamente y trato de expresarme e intento escribir, con todas las limitaciones del caso, al filo de ese milagro que en definitiva es el habla.