Santiago de Chile.
Revista Virtual.
Año 7

Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 73
Junio 2005



A 60 AÑOS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL


Desde Costa Rica, Rodrigo Quesada Monge 1

El siniestro recuerdo de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) nos sobrecoge a todos aquellos que, aunque no la hayamos experimentado en carne y hueso, tenemos fe y creemos en un futuro mejor para la humanidad. Es a los ingenuos, precisamente, a los que nos llena de terror la repetición de un fenómeno similar, cuando en realidad no queremos percatarnos de que guerras, con casi idénticos propósitos, se viven hoy regularmente en diversas partes del planeta.

La Segunda Guerra Mundial puso en evidencia nuestra enorme capacidad para destruirnos, esta es una verdad de Perogrullo, pero nunca se insistirá suficiente sobre la herencia atroz y tenebrosa que nos ha dejado. La industrialización de la muerte a que nos acostumbraron los nazis, lección tan bien aprendida por las tropas de los Estados Unidos y de la OTAN, así como por la vieja URSS y sus secuaces del Pacto de Varsovia, nos enseña que las recomendaciones dadas por Sun-Tzu hace miles de años, en el sentido de que la guerra es un arte, son solo en realidad ilusiones del pasado. La guerra dejó de ser un arte hace mucho tiempo y se nos ha convertido en plena nariz en la mejor de las industrias de que disponen las pretensiones expansionistas del sistema capitalista y su civilización, sustentada esencialmente en la noción de la muerte y sus distintas expresiones.

Desde la Segunda Guerra Mundial, a través de Auschwitz, el hombre se volvió superfluo. Los contornos de deshumanización a que hemos llegado son tales que, hoy, la guerra y la muerte del vecino, se nos han convertido en un pasatiempo que observamos, regocijados, con una gran caja de palomitas de maíz desde el màs mullido sillón de nuestra sala. Pero es esa inmutabilidad silenciosa, rémora intolerable de la indiferencia colectiva la que màs nos aterra, cuando salvamos nuestras guerras contabilizando los muertos del enemigo no tanto en el campo de batalla, como a partir del hambre, de la contaminación ambiental y de la destrucción de la identidad posterior que podemos propinarle.

Las guerras "ambientales" como las llama el eminente filósofo alemán Sloterdijk, herencia sutil de la Primera Guerra Mundial diría él, tan bien aprovechada en la Segunda, son aquellas en las que destruimos físicamente al individuo; le destruimos sus fuentes de agua, de oxigeno, de alimentación y reproducción; pero también le destruimos su identidad cultural y hasta su memoria colectiva como se ha hecho con Irak. En este tipo de guerras es importante que las colectividades sometidas pierdan todos los componentes que las sostienen físicamente, pero también es de extrema relevancia arrebatarles todos los ingredientes que integran y dinamizan su identidad, su memoria, la totalidad de su perfil social y psicológico. Esto lo aprendimos de la Segunda Guerra Mundial.

Esta guerra no sólo dejó en los campos de batalla màs de sesenta millones de muertos, sino que la cifra se puede llevar màs allá para indicar que las mutilaciones, las frustraciones colectivas, el desempleo y la explotación alcanzaron niveles sin parangón en la historia de Occidente. La destrucción física del medio ambiente, de los escenarios arquitectónicos, de los lazos familiares e, incluso, de los componentes étnicos de varias naciones europeas, reducidas a su mínima expresión, paso a paso, desde la Primera Guerra, sólo nos deja ver apenas un modesto aspecto de la devastadora capacidad de aniquilación que desarrollamos los seres humanos desde las guerras napoleónicas.

Tras la Segunda Guerra Mundial se rediseñó la totalidad del mapa físico europeo y el mapa cultural e ideológico mundial. Se plantearon nuevas alternativas políticas, sociales, económicas y espirituales. El sistema capitalista salió muy fortalecido en su proyecto civilizador; y el socialismo logró aglutinar tras de sí a una importante cantidad de nuevas naciones y países surgidos de las luchas por la liberación nacional, particularmente en África, Asia y América Latina. Pero el capitalismo apuntaló su proyecto con la idea de que la violencia, o la amenaza de la misma (la supuesta guerra fría), eran la única forma de disuadir o de enfrentar a la violencia socialista, apuntalada ésta, a su vez, en una propuesta ideológica que hacía aguas casi desde su mismo origen. No olvidemos que la Perestroika tiene sus raíces en las revelaciones del XX Congreso del PCUS en 1953, sobre los crímenes de Stalin.

Esa herencia tuvo que completarse con las guerras de Corea (1950-1953), la Revolución Cubana y la crisis de los mísiles de 1962, con la guerra de Viet-Nam (1964-1975) y, finalmente, con el colapso de la URSS en 1991. De tal manera que pensar, candorosamente, en una pretendida superación de las lecciones y legados de la Segunda Guerra Mundial, es negar la inmediatez y significado que dicho conflicto tuvo en nuestras conciencias, ideas y sentimientos.

La Segunda Guerra Mundial sigue con nosotros, el campo de concentración también (sobre todo sus conjuros cotidianos y existenciales, como bien nos lo hiciera ver Primo Levy); pero en esencia sigue ahí, imprecándonos de forma insolente, el miedo a la soledad que la guerra trae consigo. Porque el miedo, el pánico, el terror a la matanza, a la desaparición completa de culturas, pueblos y personas, nos sume en el vértigo que la infinita soledad de la guerra provoca en nuestra civilización. La reconstitución de la identidad, desde esa soledad poblada de muertos y escombros, es una de las tareas màs estremecedoras a que puedan avocarse los pueblos del presente. Uno de ellos es el pueblo alemán, que ha tenido que enfrentar su historia pasada y futura, recreando su identidad a partir de fragmentos, según lo registra de manera magistral el escritor W.G. Sebald en su maravillosa novela Austerlitz.

Los hombres y mujeres de las sociedades de hoy deben recordar, deben llevar en sus corazones y cabezas, que las utopías totalitarias de todo signo todavía sueñan con convertir al mundo en una inmensa prisión, donde el hastío, la desesperanza y la armonía ficticias que producen el miedo y la incertidumbre del campo de concentración sean todavía posibles, sean la meta superior a la que debe aspirar la Humanidad. Algunos de los ingredientes màs resonantes de la globalizaciòn traen consigo ese detestable hedor característico de la homogeneidad del campo de concentración, donde la identidad no cuenta para nada y solo reina la habilidad que se tenga para la supervivencia. Habría que estarles recordando a los hombres y mujeres jóvenes de nuestros días, la ironía sediciosa de los nazis cuando, escuchando a Beethoven, enviaban a la gente a los hornos de cremación. Esta metáfora de la soledad, de la màs tenebrosa indiferencia y de las insondables profundidades del poder, solo nos recuerda que la globalizaciòn de la guerra no es un asunto de todos, lo es meramente de los grandes poderes económicos y militares que hoy controlan y manipulan el mundo. Que no nos hagan responsables de querer convertir al planeta en un inmenso campo de concentración. Solo somos responsables de querer impedirlo las veinticuatro horas del día.


fotos: http://personal.telefonica.terra.es/web/sori/es1024768/Galeria.htm

 

1 Historiador costarricense (1952), colaborador permanente de esta revista.

 


 



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