Desde Costa Rica, Rodrigo Quesada Monge 1
Conocí a Jürgen en el proceso de reconstrucción que siguió al triunfo de la revolución sandinista en la Nicaragua de 1979. Era uno de esos alemanes grandotes, que soñaban con la revolución mundial, a través de cuyos profundos y sorprendidos ojos azules las selvas tropicales de Centroamérica parecían el entramado justo para iniciar un proyecto utópico de grandes proporciones. Venía en calidad de voluntario, para colaborar con el rediseño del Ministerio de Educación nicaragüense, en la era post-somocista. Y se casó con una "nica" guapa y carnosa como todas, con grandes pechos y unas piernas extraordinarias. Era muy simpático escuchar a este alemán bienintencionado y generoso hablar en un español con fuerte acento nicaragüense.
Durante años no volví a saber de él, pero en cierta ocasión alguien me dijo que había vuelto a su país, con la hermosa "nica" a cuestas y tres hijos. También me indicaron que estaba trabajando en una universidad de Rostock, en la antigua República Democrática Alemana.
En 1989 tuve la suerte de recibir una invitación de la Universidad Libre de Berlín y pude, entonces, volver a entrar en contacto con Jürgen. Había cambiado mucho: ya no era el revolucionario iluso y apasionado que yo conociera años atrás. Además había enviado a toda su familia de vuelta a Nicaragua. Decía que la "nica" ya no era tan bella como antes y que, desgraciadamente, se le estaban cayendo los pechos, cosa que parecía desagradarle mucho. Ahora estaba unido a una antropóloga peruana, portadora de unas tetas descomunales. Pero el problema real que Jürgen tenía con ella es que la mujer era sumamente inteligente, y eso lo incomodaba demasiado, sobre todo cuando lo hacía pasar vergüenzas delante de los colegas de su universidad. ¡En su propio idioma!
Una fría mañana de noviembre de 1989, en el restaurante del Instituto Iberoamericano de Berlín, se me acercó y me dijo: "Mañana salgo para Estambul a casarme. Quiero que seas mi testigo. Paso a recogerte hoy a las diez de la noche". Con el pelo desacomodado y notablemente ofuscado, Jürgen salió del sitio dejándome con una fea sensación de que algo desagradable estaba por ocurrir. Durante semanas lo estuve viendo llegar a la universidad en una limusina blindada, pero nunca me atreví a preguntarle sobre el asunto. Era un vehículo privado de la Embajada de Tailandia. Dentro, en un par de ocasiones, alcancé a ver una mujer fina y delicada, casi transparente, que lo dejaba en la universidad y luego lo recogía al caer la tarde.
Según parece, aquella mujer era una estudiante tailandesa, hija de un funcionario de la embajada en Berlín, que se involucró con Jürgen, su profesor en la universidad, y quedó embarazada. Lo obligaron a casarse en veinticuatro horas; pero en Estambul, donde estaba el resto de la familia de la ofendida.
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Acueducto, Estambul |
Llegó por mi a las diez de la noche, como había dicho. Yo lo esperaba. Salimos en el vuelo de la una de la madrugada y arribamos a la vieja Constantinopla a las once de la mañana del día siguiente. Mi intención cierta era aprovechar el viaje para conjurar una de las obsesiones que, como historiador, había tenido toda mi vida: pagar una visita a la Catedral de Santa Sofía, una de las creaciones humanas más extraordinarias de que se tenga memoria, tanto así como para quedarme sin aliento apenas puse un pie en una de la entradas para turistas que tenían autorización especial.
Solo tenía doce días para aprovecharlos al máximo y así saciar mi acuciante necesidad de visitar el majestuoso templo (hoy convertido en un museo). Entre tanto asistí como testigo, ese era el acuerdo, al matrimonio de Jürgen, el cual resultó una experiencia abrumadora y enervante, pues la cantidad de gente a la que tuve que estrechar la mano, con una estúpida sonrisa en la cara, constituía simple y sencillamente un ejército de orientales de todas las denominaciones religiosas imaginables. Aún así, me retiré a mi hotel agradecido con la generosidad de Jürgen y de su nueva mujer.
Al día siguiente de la boda de mi amigo, el sétimo de nuestra estadía en Estambul, un botones me tocó a la puerta para indicarme que Jürgen se había marchado para Tailandia, y que tenía una deuda de varios cientos de dólares con el hotel. No supe que contestarle a un pobre sirviente turco, de un extraño rubio aceitunado, quien con serias dificultades, en su empalagoso inglés, trataba de informarme que tenía hasta a las cuatro de la tarde para abandonar la habitación.
Me puse en contacto telefónico con la institución alemana que había financiado mi visita a Berlín, les expliqué la situación y muy noblemente me ofrecieron cubrir el costo del tiquete de regreso a Alemania. Pero Jürgen se me había desaparecido otra vez. Decidí entonces que, antes de irme, puesto que tenía hasta las cuatro de la tarde, y eran las siete y media de la mañana, podía visitar por última vez a la hermosa Santa Sofía. Medio arreglado y desayunado me lancé para allá. No más llegaba a las puertas del templo reconocí de inmediato a la "nica" que Jürgen había abandonado hacía años porque se le estaban cayendo las tetas. Como yo, hacía una visita turística con dos de sus hijos, ya hombres maduros y solventes, diplomáticos según me informó, pero llevaba en las manos un periódico español en el que se informaba de la caída del vuelo que Jürgen y su nueva esposa habían tomado para regresar a Tailandia. Tristemente, a mi amigo se le había caído todo, hasta la vida.
1 Historiador costarricense (1952), colaborador permanente de esta revista.