Santiago de Chile.
Revista Virtual. 

Año 6
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 65
Septiembre 2004

HENRI CARTIER-BRESSON
CON EL CORAZÓN EN LA MIRADA


Texto: Carlos Yusti

"En cualquier actividad, debe haber siempre una relación entre los ojos y el corazón. Con el ojo cerrado uno mira hacia adentro y con el ojo abierto mira hacia afuera. "
Henri Cartier - Bresson

Fotógrafos hay muchos, pero Henri Cartier-Bresson fue un malabarista de lo estético, un poeta exacto de la imagen. Muchos otros fotógrafos han aprendido de él, no obstante ninguno ha logrado laminar el mundo en fragmentadas piezas de indiscutible belleza, en la que se conjugan impecable y limpia técnica fotográfica.

Capturó en sus fotografías la vida con sus dramas y sus tragicomedias sin escamotear nada. Otras veces captó el horror que el hombre acicala muy bien. Estuvo en el momento preciso para accionar su cámara. Escribirlo así puede sonar sencillo, sin embargo no basta con estar en el momento indicado, sino saber ver con el corazón y saber donde está la magia y la estética de este mundo absurdo, bochornoso y surrealista.

Cartier-Bresson también era un excelente narrador y sus fotos contaban simplemente ese alegato que es el vivir, ese escueto cuento que muchas veces es la vida. Supo desentrañar lo aparente y profundizó, como ningún otro fotógrafo, hasta el alma de los objetos y de las personas que se cruzaron por su lente. Había mucha poesía en sus imágenes, mucho ardor y mucha pasión serena.

Realizó el retrato de algunos escritores, pintores y poetas. Y más que retratarlos les dejó a la intemperie el espíritu, dejó al descubierto sus secretas desarmonias y sus ocultos terrores diurnos; en pocas palabras llegó al hueso de lo humano sin ninguna triquiñuela de esteta. Es famoso su retrato del pintor Henri Matisse. El pintor está sentado. Su vejez tiene cierto señorío luminoso. Además el fotógrafo hace palpable su genio y la foto está plena de una paz espiritual muy especial. Las palomas agregan una simbología poética a toda la foto. El retrato de Ezra Pound posee ciertas similitudes con la foto de Matisse. El poeta también está sentado, pero la vejez del poeta tiene otras connotaciones menos halagüeñas. Parece cansado y no pasaría de ser un poeta agobiado por la vejez a no ser que el fotógrafo capta un lado luminoso del poeta, de una luz blanca que parece borrarlo todo. El otro lado del poeta está semidevorado por las sombras. Ese lado sombrío del poeta, ese lado acuchillado por la tiniebla se presta a muchas lecturas posibles. Sobra cualquier comentario. La fotografía hecha a William Faulkner es idilica por su tono campestre. La luz es tibia y natural. El escritor está de pie y parece un gigante en todo sentido.

Luego de su gran periplo como pintor al parecer Cartier-Bresson llegó a su Ítaca. Colgó su cámara y tomó sus pinceles, su primer amor de juventud. Pintar cuadros se convirtió en su pasión última.

Mirar sus fotos es un encuentro con este mundo y sus maravillas mundanas. Detenerse en sus fotos es entender la música del alma humana, de jovenes rusos compartiendo un momento, de unos enamorados que se besan, de un sencillo carromato en la calle o de una niña que sobresale, blandiendo unas flores, de una simétrica fila de militares que sin duda no están para flores o de niños formados con rigidez.

Cartier-Bresson tenía el corazón situado en sus pupilas y quizá por ese motivo supo develar en su fotos los rasgos más esplendidos (o siniestros) del ser humano. No fue un fotógrafo más, sino un paseante solitario que supo darle sentido a todo aquello que mereció su atención. Captó la belleza con un sentido inesperado, inusual y sin recurrir a la retórica sentimentaloide. La plasmó con técnica, sensibilidad y enorme eficacia. Con sus fotos supo decirnos que la belleza está ante nosotros y es necesario emplear el corazón a fondo, que imprescindible que sea nuestros ojos para que podamos llenar de luz este mundo a veces umbroso y que parece esquivo a esa música inconfundible de la belleza. Delante de las fotos de Henri Cartier-Bresson sólo debemos bailar al ritmo de esa incomparable melodía que en definitiva es la belleza.

 



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