Santiago de Chile.
Revista Virtual.

Año 5
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 56
Noviembre de 2003

 


Columna a cargo de Marcela Rosen


Mariela Isabel Ríos Ruiz-Tagle

Quiero decirte cuanto te extraño.

Supe que no has cambiado, aunque no te visito hace tiempo. Sé que me esperas.

Porque te amo desde niña y siempre te lo dije en mis poemas, en cada sentimiento que mis palabras intentan expresar.

En esta etapa de mi vida, cuando los recuerdos surgen de improviso en mi mente, desde un lugar misterioso afloran sin pedir permiso, por mi boca, mis oídos y entonces, mágicamente te escribo, así de manera breve, como a mí me gusta.

Sabes seducirme con tu encanto. Siempre luces distinto, a veces te veo alegre , a veces triste. Soy como todos, quizás expresarás con esa voz arcaica que viene del fondo de la tierra, a veces silente, de pronto rápida como el viento.

Ese soplo de tantas vidas que llevas adentro.

Siempre tu alma me ha sorprendido. Es sinuosa como un acordeón que despliega sus notas, elevando sus alas en cada atardecer, para amanecer sorpresivamente de nuevo. Y cuando amaneces te ves tan bello, no te imaginas cuanto.

Yo amo tus brazos. Ellos abarcan las cuatro estaciones, cubren mi cuerpo, lavan mis pies y los besan con tanto amor que desfallezco.

Tus ojos parecen montañas y debo ascender por tenues y pequeños senderos que se bifurcan hasta arribar a tu esencia y sumergirme en sus profundas mareas. Tus piernas son una leve eternidad que me suspende en el vacío, cual volantín extraviado.

En ocasiones no entienden nuestro amor, entonces frente al mar, nos encontramos en silencio comenzando nuestro ritual, relegando a las sombras la incredulidad perversa del universo.
Yo elevo mis manos hacia el cielo y configuro tu sombra, luego suspiro y aparece tu cuerpo, el viento marino me arranca el alma y la une a la tuya.

Ya falta poco para verte, estoy aquí tendida, apenas respiro, pero falta poco.

A lo lejos, en una esquina de la memoria, diviso el último ascensor.

Hoy la luna nos observa, desde el vértice azul de la mirada .

Mis ojos se cierran, pronto me hundiré en el sueño, en ese sueño que me eleva por tus cerros, que se transforma en escaleras infinitas y me lleva hacia ti, mi amado, mi amor, Valparaíso.


Mariela Isabel Ríos Ruiz-Tagle
Santiago, Abril del 2003

marielaisabelriosrt@yahoo.com

Juan Maal


TANTA BULLA POR MEDIA BOTELLA DE RON

La despertó como era habitual el poco cariñoso codazo en el costillar. Nunca entendió cómo lo hacía, era como un sexto sentido; presentía la llegada de los clientes antes de que se anunciaran con el timbre, “levántate Lucrecia”, era lo único que decía, se daba la vuelta y continuaba durmiendo tranquilamente.


Ella nunca protestó, para qué, era una batalla que había perdido sin disparar un solo tiro, atender los clientes nocturnos era una lotería que se había ganado sin comprar el boleto.


Para sobre llevar esos tediosos turnos nocturnos, había colocado una cómoda poltrona y un abanico de pie en un rincón del pequeño cubículo situado detrás del mostrador que oficiaba como oficina, compartían el reducido espacio un viejo pero recio escritorio de caoba con su taburete y un archivador de varias gavetas; una antigua y pesada caja fuerte, de la época en que los comerciantes no creían en Bancos, ocupaba otro de los rincones de la atestada habitación.


Al comienzo no fue así, las trasnochadas eran equitativamente repartida, pero a causa de una enfermedad coronaria que lo dejó maltrecho y tembloroso, se hizo cargo de ellas por completo. La realidad era que él ya no estaba para esos trotes; lo había exonerado de esa y de muchas otras obligaciones.


Tenían un prospero negocio, además de la venta de abarrotes, funcionaba como cantina y preparaban comidas corrientes; como cocinera fue como se conocieron; se casaron, dejó de pagarle y le delegó mas responsabilidades, bonito negocio había hecho, pero nadie la había obligado, el cachaco era buena gente y ella se sentía correspondida de otras formas, además lo tomó como la única oportunidad de no pasar metida en una cocina el resto de su vida.


Su primera mujer, la que trajo de Bucaramanga, se le fue; ella nunca le preguntó por qué, no le interesaba; unos decían que el calor de la costa no le había sentado bien, otros que por los Carnavales, pero la versión mas difundida era que se había fugado con un camionero porque la hacía trabajar demasiado; varios años después, alguien le confirmó que por los mismos días de la fuga, la adúltera y su pareja habían sido encontrado muertos de sendos disparos de escopeta, incinerados dentro del camión a la orilla de la carretera; en todo caso cuando se conocieron ella era muy joven y él hacía muchos años que andaba solo y desenfocado.


Luego de la enfermedad trato inútilmente de convencerlo de limitar el servicio al público hasta la media noche, pero no lo consiguió; lo único que aceptó fue cerrar a media noche, pero manteniendo vigente el letrero de SERVICIO 24 HORAS y le adicionó un timbre que sonaba como un disparo en sus habitaciones personales; los días malos, trancaba la entrada principal y subía con él al dormitorio, pero las noches de los Viernes y Sábados y las previas a algún festivo, no cerraban, le tocaba de corrido hasta la madrugada. Se justificaba el esfuerzo, la clientela llegaba permanentemente y a ella no le costaba demasiado, estaba acostumbrada al trabajo fuerte desde los doce años, edad en que su madre, ella y dos hermanos menores fueron abandonados súbitamente por su padre, un visitador médico que tenía en cada plaza un amor.


Bajó como una sonámbula la escalera que comunicaba sus habitaciones con la parte trasera del local; encendió las luces y se asomó por una estrecha mirilla para estudiar a los visitantes. Eran dos, seguramente camionero y ayudante, o padre e hijo; como todos los que pernoctaban hasta esas horas, sus demacradas caras reflejaban los efectos de la vigilia. Abrió una de las hojas de la ventana y antes que tuvieran oportunidad de preguntar algo les mostró el letrero que adornaba la pared del fondo “LA COCINA SE CIERRA A LAS 6 PM” . “No importa” le contestó el mayor de los dos, el que parecía el ser chofer, “Lo único que queremos es media de Ron Blanco”.


Los clientes que llegaban a esas horas eran atendidos por la ventana, pero estaba lloviendo como solo llueve en Barranquilla durante el mes de Abril, con violentas y heladas ráfagas de brisa y fuertes descargas eléctricas y les tuvo lástima, titiritaban como huérfanos desnutridos y miraban ansiosos a través del resquicio que les dejaba la entreabierta ventana el cálido interior de la iluminada cantina con sus ordenadas mesas formando cuadrados perfectos y la voluminosa rokola traga-monedas centrada en la pared del fondo, así que les permitió entrar a sabiendas de que le mojarían el encerado piso de madera que diariamente era barrido y brillado al finalizar la jornada.


Se acomodaron en sendos taburetes del lado externo del mostrador y la miraron golosamente cuando pasó frente a ellos en dirección de la colmada estantería a bajar la botella de ron, era consciente de que el traslúcido camisón blanco le delineaba claramente sus maduras formas, pero le daba igual; contoneándose más de lo necesario se dirigió a la poltrona a esperar que la pareja terminara con la media de Ron Blanco y siguiera su camino.


A pesar de estar semidormida, la sobresaltó la sensación de ser observada, era el más joven, “Podemos poner música?”, le preguntó parado en el lumbral de la puerta del cubículo donde ella trataba inútilmente de dormitar un poco, “Si, pero bajito, hay gente durmiendo en el segundo piso”, le contestó molesta volviendo a cerrar los ojos; el espeso calor que se había entronizado durante todo el día no había cedido mucho a pesar del fuerte aguacero y el viejo abanico más era el ruido que hacía que lo que realmente refrescaba; volvió a abrir los ojos y el muchacho todavía permanecía como embelesado, estático en el umbral de la puerta, la liviana tela del camisón se le pegaba como una segunda piel por causa de la sudoración y se le había subido hasta mas arriba de la mitad de los opulentos muslos, “Y ahora qué” le pregunto rudamente, “No tenemos monedas” contestó tímidamente el azorado muchacho, “Necesitamos que nos cambie un billete”.


Su primera reacción fue contestarle de mala manera, que se largaran con la media de Ron Blanco a tomársela en otra parte, pero se contuvo, ni a un perro se podía echar a la calle con la tempestad que estaba cayendo; no sería la primera vez que una media de Ron Blanco fuera la causante de que pasara la noche en vela. Además, acostumbrada al ya apagado libido de su marido, el fogoso interés que había despertado en el menor de los visitantes la había comenzado a estimular un poco; bajo su ávida mirada se levantó de la poltrona, se alisó el camisón contra su cuerpo y mediante un gesto le señaló la salida del cubículo, “A este lugar le está prohibido el ingreso de los clientes, espérame en la rocola”. Después de matar al tigre se estaba asustando con el cuero, pensó mientras una burlona sonrisa le transformaba el rostro. Necesitaba quedar sola para serenarse un poco y decidir que actitud tomar; la cantina estaba sola, la noche tigrera y la juventud y vitalidad del muchacho la atraían de una forma animal.


Mientras sopesaba todas las posibilidades, encendió el bombillo que colgaba del techo y de uno de los cajones del escritorio sacó un cepillo y pausadamente comenzó a pasárselo por la negra y frondosa cabellera; lástima no tener con que colorearse los labios y las mejillas un poco, se lamentó al verse reflejada en el espejo que mantenía encima de la superficie superior de la caja fuerte; “Seguramente me invitará a bailar”, siguió soñando; ni se acordaba ya la última vez que lo había hecho, de joven el cachaco no era muy dado al baile y ahora viejo y enfermo menos.


Resuelta a jugársela con el joven, tomo un paquete de monedas de uno de los cajones del escritorio y con ellas en la mano, atravesó la puerta del cubículo con la intención de seleccionar una tanda de sones bailables y a esperar que la naturaleza hiciera el resto; y lo hizo, la mezcla de sueño, cansancio y ron, había hecho mella en la resistencia de la pareja, con las cabezas recostadas sobre la pulida superficie del mostrador, formaban un discordante coro de apagados ronquidos.


FIN.




Juan Maal (Sebastián), colombiano en República Dominicana jmaalb@hotmail.com

 

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Marcela Rosen
,
encargada de la evaluación y publicación de las obras literarias en Escáner Cultural.

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