Santiago de Chile.
Revista Virtual.

Año 5
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 54
Septiembre de 2003

 


Columna a cargo de Marcela Rosen

SOLEDAD

Por Juan Maal

“Como me duele Amita, como me duele”, la escuchaba quejarse lastimeramente de pie frente a su cama, mientras delicadamente le untaba un menjurje preparado por ella misma y la refrescaba con su viejo abanico de hoja de palma trenzada.

Todavía le parecía imposible que a alguien se le ocurriera tratar con tanta crueldad a un angelito tan bello e inocente como su niña.

La había visto nacer fruto de un matrimonio lleno de desavenencias y desde muy niña se la entregaron casi que de regalo para que se hiciera cargo de su crianza y había llegado a quererla tanto como lo habría hecho con la hija que nunca tuvo.

Quizás le había faltado autoridad, mas contundencia en su negativa cuando esa tarde le rogó que la dejara salir, que no se alejaría de las mayorías, que solo sería por un rato, pero lo sucedido era imprevisible.

Nunca se les había acercado y si alguna vez los llegó a percibir, no le merecieron ni un gesto de reconocimiento; fue como quien acusara la presencia de algo que pertenecía al paisaje, al contorno, que carecía de identidad propia, de significado por si mismo; como si habitaran un mundo que se desarrollara al margen y como un subproducto sin importancia del que a ella le había correspondido.

Pero la tarde anterior los vio pasearse altaneramente frente a la casa principal, cantaban bailaban y se reían bulliciosamente, y en ese instante comenzó a diferenciarlos, a reconocerles detalles y características propias en cierta forma similares a las suyas. Les envidió su independencia, su frescura, la tranquilidad propia de los que nada tienen pero que tampoco necesitan mucho.

No había pasado ni el infinitesimal segundo que toma un fugaz parpadeo cuando la nana detectó el radical cambio de actitud de la pequeña, los seguía con la mirada, les sonreía y inició un imperceptible contoneó al son de la desordenada música; pero su limitada dialéctica fue incapaz de hacerle entender que ella no era ni como ni para ellos, que era diferente, que había miles de circunstancias y antecedentes que los colocaban en estratos diferentes, pero ese verano ya no era la misma, la diferencia era más que solo física, ya no la atendía con la docilidad de otras épocas; en ocasiones la encontraba ensimismada como si adicionalmente transcurriera en una vida paralela de la cual ella no formaba parte.

Había regresado al caer la tarde casi totalmente cubierta de barro con el fino vestido que llevaba puesto esa mañana rasgado en muchas de sus partes; visiblemente agotada, con el corazón casi saliéndosele por la boca y los otrora pálidos cachetes enrojecidos por los golpes y la sofocación; los cabellos enmarañados, llenos de tierra y adheridos a su frente por el sudor; la mirada extraviada por el desespero y su mente aturdida por el castigo recibido; las delicadas sandalias, quien sabe en que hondonada habían quedado abandonadas.

La vio regresar desde lejos, cuando apenas se enderezaba el recodo del camino que llevaba a la entrada principal de la hacienda, corriendo despavorida como si estuviese perseguida por mil demonios, como un animalito silvestre que de improviso se hubiese encontrado sin protección a campo descubierto; solo cuando se sintió abrazada por ella comenzaron a calmarse los acelerados latidos de su corazón y la tensión contenida a descargarse en pronunciados estremecimientos de su grácil cuerpo.

La llevó casi cargada a su propio baño, la sentía desfallecer por momentos, no hablaba, temblaba, no quedaba ni sombra de su languidez habitual, sólo se le aferraba con desesperación y apretaba de dolor sus delgados labios; con suavidad jabonó sus laceradas rodillas, su todavía lampiño pero irritado pubis, sus delgadas piernas arañadas por los espinosos rastrojos que atravesó durante su desesperada carrera y por último, sus adoloridos y enrojecidos pies lastimados por las piedras del camino; pacientemente desenredó y cepilló el rubio cabello y lo recogió en una gruesa trenza dejando al descubierto un fino cuello marcado por mordiscos y moretones.

La tenía acostada desnuda en su cama mientras lloraba de furia e impotencia al ver las señales que habían dejado las ataduras en sus muñecas y los hematomas que cubrían la parte superior de sus muslos y el rededor de sus ahora mustios e incipientes pezones. No habían tenido piedad ni con su inocencia ni con su indefensión.

“Pero porqué se los permitiste, porqué no me llamaste, hubiera acudido de inmediato” le insistía frenéticamente, padeciendo el mismo sufrimiento que debería sentir la pequeña, mientras continuaba abanicándola para mitigarle el escozor que debía estar produciéndole la acción de los desinfectantes aplicados; “Amita, corrí pero me alcanzaron y si te llamaba no me dejarían jugar más con ellos...”

FIN.

Juan Maal (Sebastián), colombiano en República Dominicana jmaalb@hotmail.com

EL SUEÑO

Por: ISABEL ABEDRAPO     *ISA*

  Aquella cálida mañana despertó con un presentimiento hostil que lo atormentaría todo el día. Éste pensamiento, aunque él todavía no lo sabía, provenía de un sueño de la noche anterior. Él no recordaba  su extraño sueño; en éste se veía acercándose al suelo, observaba desde el cielo a la gente pequeña que lo miraba con sorpresa, casi con terror, no lograba comprender a éstas personas donde no hallaba ningún rostro conocido. No recordó este sueño, sino cuando se encontró cayendo desde el trigésimo piso de oficinas y oficinistas grises en que trabajaba.

    A pesar de todo, despertó feliz. Sentía una alegría interior que se contrastaba con el sentimiento de angustiosa premonición.

    Se levantó tranquilo, porque se había despertado antes de que el despertador comenzara a tronar  con aquel insoportable sonido de todas las mañanas. Tomó su desayuno sin apuro. Su clásico café y tostadas estaban más sabrosos que nunca. Se vistió y se preparó a dejar su solitario departamento en la periferia de la ciudad, para viajar durante más de media hora en bus hasta el centro, donde trabajaba casi sin descanso durante ocho horas.

    Antes de salir hizo una llamada, a su novia. Lucí le contestó luego de cuatro rings. Se juntarían en un café del centro a la salida del trabajo. Mientras hablaban, sintió unas terribles y angustiosas ganas de estar con ella de sentir su amor de cerca. Presintió inconscientemente que no se verían otra vez, ella tuvo el mismo pensamiento, ninguno de los dos le dio importancia. Se dijeron a través del frío auricular lo mucho que se amaban y se necesitaban. Se despidieron con cariño, casi con melancolía. Él colgó y salió de su departamento en el primer piso de una solitaria calle.

    Caminó dos cuadras hasta el paradero, tomó el bus y emprendió el aburrido viaje al trabajo. Pensó en muchas cosas durante los cuarenta minutos sentado en un tercer asiento al lado de la ventanilla, arriba de un bus amarillo. Lo único que no pasó por su mente fue el futuro. La verdad, no le gustaba pensar en eso.

    Llegó puntal. Vaciló durante algunos segundos. Finalmente entró. Tomó el ascensor. Se bajó en el piso treinta. Comenzó a caminar hasta su cubículo, entre cien empleados más en cien cubículos más. Miró hacia la ventana. El cielo azul y el sol radiante lo hicieron avanzar. Llegó junto al vidrio transparente, pensó en Lucía, en el trabajo, en la soledad del departamento, en el calor de aquella mañana de enero. Abrió la gran ventana con un poco de esfuerzo. Miró hacia abajo y recordó el extraño sueño. Cuando terminó de recordarlo, ya no se encontraba en el trigésimo piso del edificio gris. Estaba en el aire cayendo metros y metros por segundo. Miró hacia abajo y vio los mismos rostros sorprendidos y a la vez asustados que lo observaban en su sueño. Ésta vez sí reconoció uno. Era Lucía, que miraba hacia arriba sin comprender que hacía la persona que ella más amaba cayendo desde un edificio gris.

 
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Marcela Rosen
,
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