Santiago de Chile.
Revista Virtual.

Año 5
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 53
Agosto de 2003

 


Columa a cargo de Marcela Rosen

NIKOS PROGULAKIS
Ricardo Castro

Nikos Progulakis, regresaba al lugar que lo olió al partir, con sentimientos renovados por la sicología de grandes vegetales, por tanto cielo austral, por tanta nube, gigantescos algodonales aéreos que sobrevolaban lentos en el infinito cielo azul. Llevaba dos años de viaje conociendo diversos sitios, parajes extraordinarios, sucesos perecederos, por tierra, por mar, cruzando ríos, subiendo volcanes con muchachos ebrios, aceptando invitaciones de comida, de bebidas, de afecto pasajero, inventando una vida de vagamundos en su segunda juventud.
Aquel dia decidió volver. Era la tercera hora de la mañana, el sol matutino comenzaba a calentar su frágil refugio, arregló sus pertenencias, acomodó su carpa, miro hacia todas direcciones y supo que era un momento perfecto para continuar su viaje, caminó el trecho que lo separaba de la carretera y se puso a esperar. A cada vehículo que hacia su aparición le indicaba el dedo pulgar o mostraba un pequeño letrero con pintadas letras que decía

-AL NORTE.

Pero no tuvo la suerte necesaria y los vehículos pasaban indiferentes en la cara dura de sus ocupantes, dejando una estela de viento y petróleo quemado. Así pasaron las horas, comiendo pequeñas raciones de alimento, arreglando su vestuario, pensando en porqué nadie se atrevía a detenerse y llevarlo. Nikos preguntó por el nombre del lugar en que se encontraba, con su acento de griego cansado.
-Los Angeles octava región de Chile.
Respondió el hombre que pasaba montado en su blanca yegua de ojos ávidos, que lo dejó cavilando, meditando en el nombre de aquel lugar, ¨Los Ángeles¨, es tiempo de que aparezcan.

En esto estaba cuando de improviso todo se oscureció a su alrededor, una gran nube cubrió por completo el cielo y el aire, borraba el contorno de las cosas, hizo desaparecer el camino y descargó con vehemencia la lluvia estrepitosa, densas gotas de agua saltaban sobre la asfaltada huella, Nikos corrió hacia un espeso árbol que se erguía en la orilla, pero el viento llevaba y traía agua desde todos lados, no había refugio, no había modo de escapar de la fría agua, del tempestuoso viento, de la densa oscuridad.

Una incierta lucecilla brilló en algún lugar y Nikos con frenesí corrió hacia ésta, cargando sus mojados enseres, undiéndose en las charcas, llevado en el vilo del viento de la tempestad, la pequeña luz crecía y desaparecía dejando a Nikos en la incertidumbre y en el fango, el agua se metía en sus ojos haciendo más difícil su visión, la luz volvió a aparecer, se encontraba en el zaguán de un olvidado lugar y entre truenos y relámpagos Nikos gritaba hacia el iluminado sitio.

-¡Hola¡ ¿Hay alguien aquí?

El viento lo tironeaba, el agua se metía en su cuello, enfriaba sus manos, hacia estremecer su cuerpo.
Ninguna voz respondió, sin más, entró. La luz que lo guiaba estaba sobre una mesa dispuesta, con los utensilios de una comida que aún no era servida, copas, tenedores, servilletas, manteles de algodón, sobre ésta. Pequeños quinqués al aceite conformaban la suave iluminación, se despojó de su empapada ropa, avanzó con precaución hacia la barra que se encontraba a su derecha, a cada paso se encendía un nuevo candil..

-¡Hay alguien aquí! Estoy totalmente mojado, me gustaría secarme y quedarme hasta que pase el temporal.

Al llegar a la barra la mayoría de las mesas estaban iluminadas, los candelabros de la pared con fondos metálicos reflejaban la luz de las grandes velas encendidas, el salón tenía un escenario adornado con guirnaldas de flores naturales de todo color, haces de luz hacían brillar los instrumentos de una banda de músicos.
Nikos, se palpó y ya su ropa estaba seca, sin resistencia se sentó en la silla más próxima y cerró por unos momentos los asombrados ojos, muchos pensamientos acudieron a su imaginación, una voz lo despertó.

-¡Vamos traigan los alimentos y llenen de oscuro y sabroso vino la copa de nuestro invitado!

La voz pertenecía a un hombre fornido de cabello cobrizo y revuelto, que palmeó suave la espalda de Nikos, al volverse encontró sobre la mesa deliciosa carne humeante, calientes papas asadas, ensaladas y copas de ardiente vino negro, el salón bullía de voces, de risas, de diversión humana, la banda de tres músicos hacia bailar con frenesí a la concurrencia...Nikos saboreó todos los alimentos, bebió todos los vinos, se puso alegre, feliz de todo lo que estaba aconteciéndole, las personas le sonreían, lo saludaban como si le conocieran desde siempre, una voz de entre todas gritó,

-¡Que cante, Nikos! ¡Sí, que cante! ¡Que cante! Se escuchaba en coro su nombre.

Una muchacha se acercó, lo tomó de la mano, le dijo algo al oído y lo llevó hasta el pie de la escalera que conducía al escenario. Nikos subió rápido, se ubicó frente al micrófono y una voz que no le pertenecía afloró en su boca con un canto inusitado, prodigioso, sentimental.
La gente escuchó en absoluto silencio, todo era silencio y sólo su voz y la música se hacía sentir en aquel lugar de maravillas. Cuando terminó su canción, hubo una explosión de júbilo, aplausos, exclamaciones de aprobación, lo llevaron en andas por el salón, hicieron rondas en torno a él, hasta que lo dejaron frente a la barra, escanciaron de vino su transparente copa y lo bebió con los ojos fijos en el gran espejo, le costó tragar, pues el espejo no reflejaba ninguna imagen, el sitio estaba deshabitado, esperó un momento...respiró profundo y conteniendo el aire giró sobre sus pies...

-¡He, Nikos, gracias, felicitaciones!
Las muchachas con sus cálidas bocas le ofrecían emocionados besos; hombres jóvenes le daban abrazos fraternos, manos amistosas apretaban sus manos...Nikos derramó lágrimas de intensa felicidad, bebió él ultimo sorbo de vino, dio la última mirada en el espejo y sólo su imagen no estaba en su lugar, tomo sus cosas y lentamente caminó hasta la puerta, voces lejanas lo despidieron, voces en su idioma natal.

Afuera la brisa era suave, el sol calentaba la tierra, el viento hizo volar sus cabellos, secó sus lágrimas. No quiso volver la vista atrás, al cruzar la carretera levantó el dedo pulgar...el jeep se detuvo.

Julio,16 del 2003 Ricardo Castro.


212
Ricardo Castro


El bus se deslizaba con una suavidad espantosa por la asfáltica avenida, con un esfuerzo supremo pudo atravesar un lomo de toro, una reflectante señal de tránsito. Un sonido de desaprobación sonó en la boca de los pasajeros.
El chofer apuró al motor que se quejo con un chirrido, de pronto las pequeñas cortinillas azules, solas se cerraron, los tubos fluorescentes del vehículo titilaron una y otra vez hasta quedar sin luz. Algunas personas cambiaron de asiento, el olor a petróleo quemado inundó el interior, intenté abrir una ventanilla, pero estaba atorada, el microbús se movía a trastabillones, de improviso detuvo su marcha.
Ella, la señora quiso descorrer las cortinillas pero estas estaban tiesas, frías como hielo, hubo un súbito cambio de olores, al petróleo quemado lo reemplazó una nauseabunda esencia de cloacas. El chofer blasfemaba, estaba atrapado entre el manubrio y el asiento, un enorme gordo intentó despegarse de su lugar, se corrió el rumor de la posible devolución del dinero, un niño gritó, la madre lo acalló con dulzura, las bocinas sonaban con furor.
Miré por un instersticio, una pequeña ranura entre el vidrio y la cortina, no conocí el sitio en que nos habíamos detenido, el atardecer se puso nebuloso, en un instante me percate que todo se había hecho silencio, un extraordinario silencio total, dentro y fuera del necrobus.
Una bandada de queltehues sonaron en el cielo.
Una compuerta del piso del microbús soltó un quejido y comenzó a abrirse, apareció desde abajo una enorme rata macho que saltó sobre mi hombro. Instintivamente quedé quieto, la rata mascó mi oreja que daba al pasillo la escupió y se fue. Comenzó en ese momento una invasión de roedores hembras y machos que se precipitaron por todo el macrobus, en un segundo todo estaba completo no se divisaban figuras humanas todo era confusión animalesca, sentí pequeñas patas nerviosas sobre mi cabeza, diminutas ratas se metían entre las piernas. Me di cuenta de que no estaban hambrientas pues sólo olían y murmuraban, parecían felices. Empezó a faltarme el oxígeno, el peso y la presión de los animales se hacían insoportables. Un hombre armado de una pistola pudo hacer un disparo que perforó el cuerpo de una de ellas, las ratas rabiosas lo devoraron en un santiamén. Me entró un olor a sangre humana en la nariz, las ratas hembras comían los últimos restos del cadáver del pistolero, los machos chillaban revolcándose de gozo. La bala hizo un pequeño agujero en el techo de la nave, comenzó a entrar una suave brisa, una débil señal de luz solar, los roedores en cuestión de minutos, abandonaron el transporte, la rata líder me dirigió una última mirada que no atiné a descifrar. La compuerta se cerró con estrépito, el bus se puso en marcha.

 
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Marcela Rosen
,
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