De
más está decir hasta dónde ha llegado la tragedia cultural ocasionada
por la invasión anglo-norteamericana a uno de los países más
civilizados del planeta. Sin embargo, nunca serán suficientes
las protestas, los plañidos y los gritos al cielo por lo que
bien puede catalogarse como uno de los mayores saqueos culturales
de la historia reciente.
Las
crónicas del imperialismo se han teñido siempre de la desgracia
y la vulnerabilidad de aquellos a quienes someten y humillan.
Pero el imperialismo tiene también una historia diversa, donde
es fácil encontrar algunos gestos aislados y poco elocuentes
de respeto por el derrotado, sobre todo por sus expresiones
culturales, étnicas y religiosas; como también las más excelsas
expresiones de brutalidad y desprecio absoluto hacia la diferencia
que ofrece el otro, el sometido, en los aspectos lingüísticos,
artísticos, arqueológicos e históricos en general.
Para
muestra un botón: el reinado de Victoria (1837-1901) y el imperio
que se levantó sobre sus espaldas, con la sangre y el sufrimiento
de millones de personas sometidas por uno de los sistemas totalitarios
más completos jamás imaginados, nunca reconoció las diferencias
y la "otredad" de los negros africanos, los asiáticos
o los latinoamericanos. Por lo tanto, en la medida en que tal
otredad no les pertenecía a estos pueblos, sino al imperialista,
amo y señor de sus vidas y haberes, era perfectamente legítimo
inventarles una nueva historia, la que ellos quisieran darles
y con el propósito que a ellos se les antojara imaginar. Eso
ha sucedido de nuevo con Irak.
El
saqueo cumple ese propósito. Nada es inocente o simplemente
atrabiliario en las acciones del militarista que apuntala las
decisiones emanadas de la cúspide del Imperio. La rica historia
de Irak vuelve a ser violada, mutilada y tirada al mar. Un pueblo
que ya sabía contar, leer las estrellas, y de anticonceptivos,
cuando los ingleses y los norteamericanos recién se habían bajado
de los árboles, vuelve hoy a ser arrinconado por un puñado de
ladrones que, con toda claridad, bien saben de las consecuencias
de sus acciones.
Que
no nos tome por sorpresa esta invasión desmedida y totalmente
por debajo de la más elemental racionalidad. La sideral estupidez
de Bush, Blair y Aznar (que le hace honores a su apellido) tiene
bien asentados sus proyectos en un suelo donde la cultura se
vive desde las más elementales maneras de mesa concebibles.
El saqueo de los museos, las galerías, las mesquitas y los palacios
no es simplemente la reacción de ladrones callejeros, ante la
impunidad generada por la invasión. Ésta se ubica en la mera
raíz de tal accionar. El ladronzuelo del pueblo invadido se
convierte en esclavo del ladrón mayor del pueblo invasor. Uno
busca sobrevivir, el otro busca objetos que pervivan para proyectar
en la historia los contornos de su siniestra aventura. El ladrón
menor se roba una porción de trigo, por hambre en el estómago.
El ladrón mayor se roba la historia por hambre de perpetuidad,
por hambre en el alma. Una perpetuidad que solo sabe construir
a costa del otro.
Está
más que claro: la tragedia cultural de Irak es, por encima de
cualquier otra conclusión, la tragedia cultural
del invasor.