Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 5
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 48
Marzo de 2003

 


Columa a cargo de Marcela Rosen


Margarita Ferro, Uruguay
Juan Maal
Adriana Monsalve
Marisol Ortiz Elfeld, Chile




Secretos de Familia

                         

Margarita Ferro
Montevideo-Uruguay

 

        Mi abuela Pilar llegó a América en la bodega de un vapor, donde sus padres y hermanos mayores ocupaban la tercera clase. Viaje en  sótanos malolientes, hacinamiento donde se comparten el sudor, las malas palabras y la esperanza entristecida de encontrar un mañana. La habían escondido allí junto a su hermano Domingo, para ahorrar los dos pasajes, que, de todos modos no hubieran podido pagar.

"Le gallet petit de bati s´en va

con la su  azada s´en va travalhar..

su buena señora de manyar

le da

un plato de sopa

y un tupí de pá..."

 
      o

"-¿Dónde estás?

-En tablete

-¿Qué manyás?

-Farinete

-¿Qué beigú?

-Agua y sú...

¡Vaixa que non pú!
 

Jueguitos infantiles, en una caprichosa mezcla de catalán y castellano, cantitos inocentes, salidos de boquitas muy rojas y  humedecidas de babita infantil..., acompañaron la interminable travesía. Más interminable cuando se tienen  tres o cuatro años, y los baúles de los viajeros se parecen a las enormes montañas que amenazaban desde lejos en las abandonadas tierras de Cataluña.

La Pilarica era terrible, detrás de sus plácidos ojitos verdes -tan parecidos a los de su madre y su abuela; a los de su hija y su nieta-, detrás de su naricita de botón rosado, de los hoyuelos en sus mejillas coloradas, siempre había una idea...un sueñito...el plan detallado de una travesura que enloquecía a sus padres e implicaba fatalmente a Dominguín. El era una pequeña bolita de carne viviente, babosa y calentita. Desde la oscuridad de su inconsciencia, siempre estaba  enredado en las fabulaciones de su hermana sobre fantasmas y aparecidos del campo...sobre campesinos que se ausentan y extravían a sus hijos..."su buena señora de manyar le da un plato de sopa y un tupí de pa..."

La bodega era una fiesta mientras estaba solitaria, y un tormento cada vez que aquellos marineros sucios y violentos bajaban en busca de algún objeto absurdo - ¿para qué servían tantas cuerdas, tantos ganchos, tanta basura amontonada?- o para empinar sus botas de vino estratégicamente guardadas entre los bultos. Pequeña venganza, esconder cambiando caprichosamente de lugar esos pesados recipientes de cuero, para verlos balbucear rabiosos por no hallar el néctar, mientras ellos se escondían quietecitos. "Le gallet petit..." cantaba enroscadita debajo de las enormes bolsas de correo, donde su padre había construido una fantástica cueva para que pudieran ocultarse, cada vez que los extraños amenazaban el paraíso de juegos infantiles, donde jamás llegaba el sol.
 
-Pilarica...Pilarica....llamaba en vano y susurrante el bisabuelo. Desde atrás de sus enormes bigotes negros, revisaba con alguna inquietud todos los posibles escondites de esos dos duendecitos, a quienes no pudo pagar un pasaje. Era Francisco Martí, un rotundo anarquista catalán que quiso radicarse en Buenos Aires y por la buenaventura de su destino, no pudo hacerlo. Lo hubieran deportado, encarcelado, o asesinado pocos años después, cuando los buenos aires se tornaron funestos para los que clamaban por tierra y libertad. Su buenaventura se llamó Pilar, esa pequeña indomable que después fue mi abuela, tejió mis abrigos y cocinó incontables sopas "blancas" para sus cinco nietas, tan queridas como los dedos de su mano derecha- decía muchos años después- esa, con la que me conducía hacia un cementerio enorme, a poner flores no sé a que muerto, mientras yo la miraba desde mis cinco años, con admirado silencio. Pero antes de todo, antes de llevarme a ese cementerio, antes de enamorarse, antes de morir por un hombre que nunca la amó, antes de ser la mujer extraordinariamente bella que todos admiraron, antes de ser una divorciada cuando el divorcio era un pecado, antes de criar a sus cuatro hijos con la fuerza de sus manos; una tarde, en la bodega de aquel barco, dejó escapar una pequeña pelota. Una miserable pelotita de trapos, el único juguete de la travesía implacable, se deslizó traviesamente entre los pies de un marinero....

Entonces fue el escándalo, el revuelo en toda la escala social representada en el barco. Hasta las confortables habitaciones de la primera clase, llegó el rumor sobre unos campesinos catalanes que habían encerrado a sus hijos en la bodega. Polizontes, les llamaban, cuando la miseria y el amor los habían escondido allí.

-Hay que ver la brutalidad de esos campesinos..., decía con  hidalguía una señora de sombrero alón, que paseaba sus carnes por la cubierta soleada, mientras su marido miraba asombrado, la salvaje belleza de mi bisabuela, ascendida violentamente a la cabina del capitán.
-¡Redeus!, exclamaba Josefa anudando su pañoleta parda, para rehacer el moño de cabellos dorados que  la sacudida travesía hasta la cubierta había deshecho. Tenía una cara tallada en arcilla maciza, pómulos salientes enrojecidos por la violencia, y por aquella absurda situación que debía enfrentar sola, ya que Francisco debía permanecer con los otros niños, escondiendo a la oficialidad su condición de luchador libertario.
-¡Redeus!...cuando casi la alzan en vilo, para llevarla escaleras arriba y le apretaban más de lo debido los brazos, al verla tan bella, tan batalladora, tan gallarda. No tenía duende, pero tenía garbo.

Por dos horas gritó, susurró, dejó escapar razones desordenadamente de su boca. Pero no lloró, aún sabiendo que ese recurso suele ablandar los corazones masculinos, sobre todo cuando se trata de marinos; hombres para los que las mujeres son una plácida isla entre dos inmensidades oceánicas.

No lloró, ni suplicó que les dejaran culminar el viaje. En medio del océano- sabía- no los arrojarían al mar. A ella, al robusto hombre que le había fecundado diez veces, y a toda esa prolífica descendencia que llevaban al nuevo mundo en busca de "Tierra y Libertad".

-  Bien señora- dijo por fin el capitán- conmovido por las caderas de aquella mujer que a los treinta años y once partos- el primero de los niños nació muerto- mantenía la firmeza de su carne, sostenida tal vez por la sangre moruna que viajaba en sus arterias y se adivinaba en la contundencia de sus formas.

-  Bien señora,- repitió, mirándola fijamente-  pueden quedarse los niños con usted, pero deberán desembarcar en el primer puerto que toquemos.
 
Así,  los Martí llegaron a esta bahía de aguas barrosas, donde fueron descargados junto a ciertas bolsas de correo y ciertos bultos de mercancía hogareña que viajaban con destino a Montevideo. El primer puerto era ese, una pequeña ciudad que apenas se dibujaba en el horizonte plano y que aun no cabía en la imaginación de aquel centenar de inmigrantes desembarcados en una isla para hacer su cuarentena1, mientras descubrían otra, el lazareto, y apenas divisaban la tercera isla, donde iban a mal morir los enfermos incurables. Tres islas, antesala de una nueva vida, o de una dilatada muerte. Enfrente, Montevideo, la ciudad donde Francisco y Josefa no eligieron venir...
El descendió digna, pero discretamente, con aquel abrigo gris, por donde asomaban curiosos, sus descomunales brazos de leñador. Ella bajo ofuscada, porque ese no era el destino deseado, y nadie era dueño de cambiar sus deseos. Los niños bajaron en medio de risas, empellones y juegos, comenzando el estrépito que continuarían por los  siguientes cincuenta años. Sin embargo desde que fueron desembarcados de aquel vapor, los Martí adquirieron una tristeza en la mirada que aún arrastramos sus bisnietos, tres generaciones después.


1) Entre 1868 y 1915, en la Isla Martín García, se fundó un Lazareto o Centro Hospitalario organizado como respuesta a las continuas epidemias y a la enorme afluencia de inmigrantes de fines del siglo XIX y principios del XX. La acción sanitaria aportó edificios así como gran parte de la forestación de las zonas altas.

STEPHANIA

Juan Maal

 

Esa mañana se levantó mas soñolienta que de costumbre, el estridente sonido del teléfono, había interrumpido súbitamente su tranquilo sueño, sobresaltándola y poniéndola de mal humor; la tempranera llamada fue de su superior, el Capitán Parodi;  le ordenaba que sin pasar por la Estación de Policía, fuera directamente donde un tal Mr. Jones, quien estaba instruido para entregarle un uniforme de camarera, que utilizaría en el desarrollo de una operación encubierta, cuyos demás detalles se le ampliarían posteriormente.  No podía acostumbrarse a ese tipo de sorpresivas llamadas, en las que nunca se le indicaba con claridad ni el motivo ni la finalidad de algún cambio a la rutina que se encontraba acostumbrada.

 

Aprovecharía la ocasión para tomarse la mañana libre.  Luego de recoger el uniforme, ocuparía el resto de la mañana en compras  y en almorzar con alguna amiga en el centro de la ciudad.  Solo hasta la tarde se presentaría ante el Cap. Parodi, para que le complementara la información de la misión que le iba a encomendar para la noche. 

 

El solo hecho de no tener que ponerse el sobrio y pesado uniforme de policía le levantó el ánimo.  No quería significar que estuviera descontenta con su profesión, antes por el contrario, siempre se distinguió por ponerle la máxima dedicación a todas las misiones que le encomendaran, incluso había sido merecedora de varias  condecoraciones por acciones arriesgadas en las que había puesto en peligro su vida;     Pero tenía que reconocer que la rigidez del ambiente policiaco, le había desdoblado una segunda personalidad.  La propia, o la que ella consideraba como propia, dominada por el  sobrio uniforme de Policía, el cual la disminuía e inhibía su comportamiento,  y la segunda,  totalmente distinta,  generalmente se manifestaba cuando, como hoy, se liberaba del opresor uniforme  y daba rienda suelta, incluso con exageración,  a su fresca y descomplicada personalidad.

 

Al llegar a la dirección indicada por Parodi, se enfrentó a un ruinoso edificio, situado en una estrecha callejuela, en la zona mas deprimida de Brooklin, en cuya planta baja se encontraba un pequeño local,  pomposamente distinguido por un descolorido tablero que rezaba   "Centro de Distribución Nacional de Uniformes y Disfraces". La grisoza entrada estaba resguardada por una desvencijada  puerta de madera de  color indefinido y maltratada por múltiples ralladuras que delataban la poca cultura del vecindario.

 

El interior no mejoraba las perspectivas, un envejecido personaje, luciendo un delantal de tela burda,  y una cinta métrica de  tela de algodón colgada del cuello a modo de corbata, se encontraba sentado detrás de un gastado y polvoriento escritorio cubierto de  números atrasados de manoseadas revistas de moda.

 

En que puedo servirle, le preguntó a la chica, sin molestarse en  levantar la mirada del crucigrama que estaba resolviendo. "Soy la  Teniente Stephanía, de la Policía de N. Y.,   vengo de parte del Cap. Parodi, para retirar un uniforme de camarera", le contestó la joven, un poco incómoda por la poca cortesía del sujeto.

 

Lo siento mucho,    su llegada me tomó por sorpresa; se excusó temblorosamente el anciano,  visiblemente impactado por la espectacular figura de la muchacha.   Sígame por favor a la sala de exhibición, le pidió, mientras trabajosamente   levantaba de la silla su  encorvado esqueleto y arrastrando los pies, se dirigía a una deshilachada cortina que cubría un rustico vano por el que se pasaba a otra habitación de aspecto tan deprimente como la recepción.

"A todo le llaman Sala de Exhibición", burlonamente pensó la chica, al adentrarse en un sombrío recinto en el que por todo amueblado había una desgastada mesa, un destartalado taburete y en uno de los rincones, un pequeño biombo de madera;  el escaso inventario de uniformes y disfraces, colgaba de forma desordenada de un grueso tubo metálico empotrado en una de las desnudas paredes.

 

Luego de cerrar ceremoniosamente la cortina y encender el solitario bombillo que adornaba el manchado cielo raso;   mediante un galante gesto, la invitó a sentarse en el estropeado taburete;  "no debe estar bien de la cabeza" pensó la chica ignorando la teatral invitación,     "antes muerta que poner mis posaderas en la mugrienta superficie", pensó para si misma.  Permanecería de pie y muy alerta, mientras estuviera a solas con el extraño personaje.

 

El primer uniforme que puso a su consideración fue un mohoso vestido de una solo pieza, de color negro, complementado por un liviano delantal de tul  blanco,  y una pequeña cofia del  mismo color del vestido, con delgados ribetes blancos.

 

La chica  se asombró al recibirlo,   era evidente que la diminuta prenda había sido confeccionado para una persona  2 o 3 tallas menores a la suya y 10 cm. mas baja;    pero en consideración a que ya  había despreciado el teatral ofrecimiento del  taburete, no quiso correr el riesgo de contrariar al anciano y obedientemente se dirigió a la parte trasera del  biombo, donde luego de desvestirse, con mucho trabajo logró meterse en el estrecho uniforme.

 

"Necesito otro modelo mas grande" le pidió al anciano asomando la cabeza por un lado del biombo..

 

"Súbase al taburete para ver como le queda", le contestó el anciano, ignorando la solicitud de la Teniente,  "permítame tratar de ajustarlo a sus medidas" agregó, mientras sacaba del bolsillo del delantal una oxidada tijera de sastre y se colocaba al lado del taburete en actitud de espera.

 

Ni el tono de la contestación, ni la intransigente actitud del anciano, fueron del agrado de la chica;  era obvio que por múltiples leyes de la física, ni un genio de la costura sería capaz de ajustar esa prenda a su desarrollado cuerpo; pero, su desdoblada personalidad estaba comenzando a intervenir, la posibilidad de exhibirse con el ajustado uniforme, ante el inquieto anciano, la convenció de  dejar el resguardado biombo para exponerse  en el tambaleante  taburete.

 

"Espero que sepa lo que está haciendo",  dijo picarescamente cuando el epiléptico sujeto se le aproximaba blandiendo la puntiaguda tijera,  "no pienso aceptarle nada que no sea de mi completo agrado", le puntualizó la joven.

 

"Srta. Teniente, le exijo  un poco de respeto profesional" le dijo solemnemente el anciano,   "si yo no osaría insinuarle a Ud. como capturar ladrones, le ruego que me corresponda permitiéndome libremente hacer el trabajo para el cual estoy suficientemente preparado";  le respondió con una altivez que contrastaba con su envejecida y ajada apariencia.  "Perdóneme", le contestó la sorprendida chica, haciendo un sobrenatural esfuerzo por no soltar la risa ante la absurda pedantería del anciano, "No fue mi intención ofenderlo,  actúe como bien le parezca,   no interferiré mas en su trabajo".

 

Dueño nuevamente de la situación el casquivano sujeto, mediante diestros movimientos con la tijera, soltó las tirantes costuras que milagrosamente mantenían el uniforme en una sola pieza y comenzó a retirarlas del cuerpo de la chica.  "Un momento por favor"  exclamó sobresaltadamente  chica, "no puede continuar haciendo eso.  Estoy sin ropa interior" le informó  roja de  vergüenza como una manzana.

 

"No se preocupe"   dijo tratando de tranquilizar a la ruborizada  joven,   "solo me tomaré el tiempo necesario", afirmó, continuando pausadamente la labor de desnudar a la chica, como quien le quita la cáscara a un banano.   "Tengo que hacerlo para poder tomarle unas medidas" concluyó.

 

Fue en ese momento que la angustia y el desasosiego, se fueron apoderando de la chica.  Lo que había comenzado como un inocente e inofensivo juego, se había tornado en muy pocos segundos, en una   muy complicada situación. Pero lo extraño fue que la reacción no fue la esperada, en lugar de tomar drásticas medidas para alejarse del inminente peligro que podía representar la lasciva actitud del anciano, la cercanía de lo imprevisto comenzó a excitarla, hasta el punto de paralizar sus sentidos, y convertirla en una simple espectadora que desde una dimensión distinta miraba lo que estaba sucediendo en la reducida habitación. 

 

Era conciente de que no tendría ninguna dificultar de terminar el espectáculo en el momento que se sobrepasaran los límites de lo establecido, el problema era que, en estos momentos, para ella esos difusos límites, todavía estaban por definir.

 

Pero como dijo el poeta, cuando de humanos se trata, en mas de una ocasión sucede lo que menos se espera;  luego de tomarse todo su tiempo regodeándose con la celestial visión que tenía al alcance de su mano, cuando los temblorosos dedos del anciano se esforzaban en  mantener la cinta métrica ajustada al terso trasero de la chica;   atropelladamente un hombre joven, visiblemente alterado,  irrumpió gritando en la habitación;  ¡Sr. Pérez!,  ¿qué está haciendo?  ¡Ud. es el celador del edificio!, ¡ solo te pedí que atendiera el teléfono mientras salía a comprar cigarrillos!

 

FIN.


El Pueblo                                   

                                                                  Adriana Monsalve Varas

 

Nunca antes vi algo semejante; debo reconocer que siendo pragmático a grados extremos, a este suceso misterioso no le he podido hallar explicación pese a los reiterados esfuerzos realizados con este objeto. He hurgado en viejos archivos de tiempos mineros, consultado mapas, entrevistado a personas que viven cerca de la región, escuchado con paciencia sus numerosos cuentos de sucesos insólitos. Sucesos paranormales a los que esta sencilla gente llama "penaduras", y ¡yo!, he acudido a brujas y brujos, (parasicólogos, como ellos se quieren auto denominar). Para ser sincero, les diré que cuando pienso en el pueblo, no puedo evitar el miedo irracional, la sensación de misterio tenebroso e inasible del que antes siempre me burlé. ¿ Admiración? ¿ Terror? No lo supe en el momento y mi naturaleza científica no lo ha sabido jamás, menos aún en mis insomnes noches, cuando la obscuridad callada me recuerda la aventura. ¡Esas noches largas en que el tañido de esas tétricas campanas parecen envolverme con sus brazos sonoros, repiqueteando en mis recuerdos, como una maldición a la fanática incredulidad. Sucedió en unas de esas vacaciones que solía tomar solo, sin destino, hacia donde el auto me llevara. Siguiendo cualquier sendero sin pensar ni imaginar adonde iría. Con la atención mínima dedicado a conducir sin riesgos de accidentes, llegué de súbito al pueblo que parecía estar dormido, deshabitado, como tantos otros de las pampas salitreras de mi país. Me extrañó el sonido de campanas de iglesia en ese lugar de abandono absoluto, llamando largo, muy largamente, sin intermedios entre toque y toque. Continuas, continuas, como un lamento al aire de algún ser despavorido. Como el aullido lastimero de una fiera del averno sepultada en bronce negro. Al doblar ese brusco recodo del desértico camino, el sol, antes luminoso, había quedado opaco. Un frío repentino, flageló mi cuerpo, introduciéndose insidioso por cada poro de la piel hasta alcanzar el corazón mismo, al que hizo latir fuera de compás. Pese a mi racionalidad recalcitrante, la visión de ese poblado con obscuridad de atardecer moribundo, en la que palpaba presencias invisibles, me produjo el más atroz de los miedos a los que jamás estuve acostumbrado. ¡ Quise estar acompañado! ¡ Quise otra presencia humana a mi lado para calmar ese estado inédito de terror en que en un instante cavernario me envolví! El pueblo había aparecido de súbito, viejo, deshabitado, polvoriento, y aunque no creo en fantasmas, fugaz comprendí, que la presencia de uno de ellos, no habría podido ser insólita en ese espacio quieto por la maldición de algún conjuro. Las manos aferradas al volante, se crispaban. ¿Cómo? ¿ Por qué? - "¡Seamos racionales!" - me dije intentando recobrar la cordura, y quise descender del auto. Detuve la marcha, que sin pensar ya había hecho lenta. Entonces, el repiquetear quejumbroso de las campanas del templo invisible, cesó unos instantes y todo quedó mudo. Cerré los ojos para evitar las desoladas visiones que mi imaginación morbosa hacían transitar por esas calles de completo espanto. El aire neblinoso, desprovisto de frescura, seco, aplastante, entraba como lija en los pulmones. Ni voces humanas, ni gritos animales se escuchaban, menos el canto de algún ave, aunque fueran los graznidos de uno de rapiña. Sólo la soledad abismante enjaulada en el ambiente y el silencio absoluto. En viajes anteriores había visitado esos lugares abandonados y sabía que sus únicos habitantes eran los ratones hambrientos, feroces resabios de los esplendores de vidas anteriores. Este era diferente. Reinicié la marcha con lentitud espantosa. Vi las casas, todas con puertas y ventanas cerradas, enmohecidas por largos años de soledad. ¿Qué habría en su interior? Hay tentaciones que son irresistibles y deteniendo otra vez el auto, bajé y recorrí las calles de tierra muy limpias, como si ninguna basura se atreviera a profanar esa aterrante sacralidad; sin una mancha de verde que indicara vida vegetal siquiera. Un insecto revoloteando cerca de mi rostro, hubiera sido consuelo, pero nada... Acercándome a una de las casas intenté mirar dentro de ella a través de una empolvada ventana, cuyo vidrio exterior limpié con mi pañuelo. ¡Vislumbré sólo desorden! Algunos muebles en los que aún se reconocía cierta elegancia de épocas pretéritas, el suelo de la habitación, con restos de cajas y papeles amarillentos por el transcurrir de los años. Parecía haber sido abandonada de súbito, llevándose consigo quienes la habitaron tal vez lo más indispensables. En una de sus ajadas paredes colgaba un retrato. Su marco ovalado mostraba una fotografía en color sepia con una imagen descolorida: una sonriente mujer miraba su entorno tristemente. - ¡Un cuadro abandonado! - pensé, sintiendo una pena incomprensible - ¿Por qué no querrían llevárselo? Las campanas llamaron nuevamente. Alguien estaría tocando, luego alguien viviría en ese pueblo. Primero, su tañido siempre continuo de pronto se detuvo cambiando ¡a funeral! Como alucinante resplandor de pesadillas, en mi cerebro se plasmó la idea de un pedido de auxilio surgido de mundos abismales. El primer instinto fue la huida. ¡ La huida negra, ciega! Arrancar del monstruo incorpóreo que te persigue, que te agarra, que se introduce en tu cuerpo provocando transpiración helada, en tanto las ideas son de fuego efervescente. Sin embargo, con la vista nublada, volví a mi vehículo y di vueltas por los alrededores en busca de la iglesia que clamaba. ¡Nada!. ¡ Nada! Sólo casas, seguidas de más casas en continuidad grotesca. - "Un animal podría devorarme, podrían atacarme los ratones "- pensé, comprendiendo al instante que si lo imaginaba, era para darme el ánimo de no estar completamente solo. ¡ No podía estarlo! ¡Alguien hacía tañer las campanas con ritmos diferentes. ¿Y si fuera " algo"? Tres, cuatro veces, guiándome por ese repiquetear insistente, fui por las calles mudas hasta hallar la iglesia ¡sumida en el más completo silencio! Su majestuosidad prolijamente mantenida, fue un golpe a la cordura. En ella no había señales de abandono. ¡Bien pudo haber sido la catedral de alguna ciudad magnífica, y quizás lo fuera ¿ A qué reino del infierno pertenecería? Junto a lo callado de su entorno supe en verdad de la zozobra. Esa zozobra que penetra ciega en tus entrañas, anulando toda esperanza de cordura.. Bajé del vehículo porque algo me lo ordenaba. Moví los pies como un autómata: necesitaba saber . necesitaba una voz que me calmara. Toqué frenético en su puerta principal. ¡Nada! En las puertas pequeñas. ¡Nada! La ausencia de sonidos respondía absolutamente con nada. Miré por el ojo de una cerradura. Creí ver una sombra en movimiento. ¡Vi una sombra en movimiento desvaneciéndose ante mis ojos! ¿ La mujer de la vieja fotografía? Por un instante creí percibir sus ojos tristes, y luego, ¡ nada! Quise hablar, escuchar mi propia voz, llamar a esa figura que no podía haberse esfumado. ¡ Inútil! No pude articular ningún sonido, y si lo hice, el aire se lo tragó haciéndolo mudo. Volví la cabeza hacia el lugar donde dejara el auto, temiendo no encontrarlo. Seguía en el mismo sitio en que lo había estacionado. No hubo suspiro de alivio que saliera de mi pecho, sólo corrí hasta él con piernas temblorosas, lo puse en marcha y partí aterrado. Esto es inaudito, pensé varios kilómetros más adelante, cuando el sol alumbraba nuevamente y las pesadillas eran cosas ya lejanas, y quise deshacer el camino recorrido en esa huida absurda. Tarde comprendí que los kilómetros se habían transformado en leguas misteriosas de otras eras con su carga de pasados ancestrales. Estuve horas dando vueltas y más vueltas en busca del poblado sin poder hallarlo. Fui dejando marcas en el camino a mi paso, las que volví a hallar una y otra vez, haciéndome comprender lo inútil de la búsqueda, hasta que al mirar el marcador de la bencina, comprendí que debía regresar. Jamás encontré el pequeño pueblo misterioso, muerto quizás, y a la vez vivo ¡Sí! Aterradoramente vivo! ¿ Cómo pudo desaparecer? ¿ Me animaré otro día a ir en su búsqueda? No creo que pueda hacerlo solo. ¿ Me ayudaría usted en el intento?

 

 

VIOLETAS PARA LA JOYCE

Marisol Ortiz Elfeld

Camina lento por la vereda, a vista y paciencia de las vecinas que cuchichean detrás de los postigos y las puertas de madera. Es la manera en que se viste, es la manera en que se mueve, pero sobretodo es la manera como captura las miradas de los hombres de la población. Su vestido pegado al cuerpo con grandes florones rojos no pasa inadvertido en esas sucias calles de tierra llenas de perros vagos, flacuchos y malolientes que incluso la siguen de trecho en trecho. Su pequeña cartera de charol hace juego con sus sandalias pero desentona con la bolsa de malla llena de verduras donde asoman unas verdes hojas de apio que se balancean al paso de su caminar cadencioso. Ella mira divertida y distante mientras recibe, como miembro de su estirpe, los piropos y silbidos de algunos de los jóvenes, todavía rebeldes, todavía atrevidos. Los demás, los maridos de las chismosas, los padres, los abuelos, saben quién es la Joyce. La conocen hace mucho, pero mudos junto a los cachirulos de sus esposas, o detrás de las cortinas del comedor, probablemente recuerden en un suspiro profundo cuando fue la última vez que la vieron, y no en ese vestido de flores, sino, depende de cuanto hayan pagado, en un corsé de satín o en una bata transparente.

 

 La Joyce ha vivido toda su vida en el mismo barrio, en la misma casa de adobe de un piso donde su madre la parió. Nunca se supo quién era el padre, ninguno de los hombres dio la cara.  Por lo pelirroja de la chiquilla, se  pensó sin duda que había sido Juanito, el de la carnicería. Pero la madre, harta de los pelambres, un día en la plaza mientras paseaba con la niña de la mano, dijo a  grito pelado que la cabra era de ella no más y que padre no tenía así que nadie tenía que cargar con el cuento. La señora del colorín de la carnicería miró fríamente a su marido, mientras éste se ponía rojo como un tomate. La Joyce era igualita a él, los mismos ojos verdes picarones, el mismo pelo ondulado zanahoria, los hoyuelos en las mejillas y las pecas en su piel. Así, la niña siguió las huellas de su madre, más que por opción propia, porque de esta forma  ya había sido designado por la comunidad. Es el lugar que le había dado, el lugar que le correspondía. Su belleza no tardó en traerle los primeros clientes y su popularidad llevó su nombre fuera de las fronteras de la población. Autos grandes y caros se estacionaban frente a la casucha de adobe a ojos vistas del resto del barrio, con el consiguiente chismorreo, carreras a la iglesia cercana y el párroco que echaba agua bendita en la puerta de esa casa del pecado.  Ella salía sonriente, despedía a sus clientes saludando desde la ventana del dormitorio como si fuera un balcón real.

 

La bolsa con las verduras es pesada. Se detiene un instante e inspira hondo el aire tibio de las tardes de verano.  Cierra los ojos y huele el aroma a flores frescas - sonríe-.  Distingue entre las fresias y los lirios, sus amadas violetas. Aquellas que le llevaron el amor a su corazón por única vez. Los abre y tímidamente voltea su cuerpo floreado y ahí está sentado en su puesto rodeado de lilas, rosas e ilusiones.don Germán. Sus pequeños y arrugados ojos oscuros se posan en ella como los de un lacayo. Con un ademán caballeroso, se levanta y le extiende un ramito, un brillo se percibe en sus miradas.

 

-         Tus violetas, Joyce.

 

Ella las recibe majestuosamente. Deja el bolso de las verduras en la vereda y con ambas manos lleva las flores a su rostro y huele su esencia. Coqueta entorna sus ojos y le coloca una violeta a Don Germán en la solapa. No hay necesidad de palabras. La invitación ha sido hecha y así, su figura se aleja dejando una estela de alegría que será seguida en breve por otros pasos, unos que ella ya conoce.

 

 
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