Santiago de Chile. Revista Virtual. 
Año 4
Escáner Cultural. El mundo del Arte.
Número 43
Septiembre de 2002

 

EPÍLOGO
Las reglas, las reglas, las reglas

Desde Chile, Gonzalo León.

Las reglas siempre han sido un desafío para mí. Las reglas me han parecido un reto, quizá no para romperlas bruscamente, pero sí para vadearlas de alguna ingeniosa manera.

Recuerdo mi infancia, cuando mi madre me mandaba a comprar algo y me advertía: "Pero eso sí, sin quedarse con el vuelto." Sin embargo, yo no hacía mucho caso y sí me quedaba con parte del vuelto, aunque era tan ínfima mi apropiación (un peso de esos tiempos) que mi madre dejaba pasar la falta. En cambio, cuando mi hermano menor cuando comenzó a imitar mi costumbre, lo hizo con tanto descaro que la reconvención de mi madre no se hizo esperar. "La cosa es que no se note", recuerdo haberle dicho, mientras observaba sus bellos cachetes de niño de seis años y, sobre ellos, las lágrimas que surgieron luego de unas buenas nalgadas.

            Para mi madre, esta subversión de las reglas comenzó mucho antes. Cuando tenía tres años me encantaba contestar el teléfono. A esa edad a ningún niño lo llaman por teléfono, pero para mí era una inmensa alegría contestar cada llamado y decir: "Es para ti, mamá" o "Papá, te llaman." Cuando la persona que llamaba no me caía muy bien, lo hacía esperar eternamente. Así es que en muchas ocasiones mi madre encontraba el auricular descolgado y, con prisa, decía: "¿Quién es?" Pero yo me encogía de hombros. Mis tíos y los parientes de mi padre en general no me caían bien.

            Después, estuvieron a punto de expulsarme del conspicuo Colegio de los Sagrados Corazones de Viña del Mar. Recuerdo haber llegado a una reunión con el rector. Recuerdo haber llegado muy peinado, casi a la gomina, a la oficina del rector. Recuerdo a mi padre y a mi madre advertirme que no hablara, que ellos solucionarían el problema. Y recuerdo haber ido muy tranquilo, inconsciente de lo que se estaba jugando en esa oficina. Demás, cuando mis padres me dijeron que me podían echar del colegio, yo sonreí, porque a ningún niño -que yo sepa- le gusta el colegio, sinónimo de reglas.

            Más tarde, vendría la adolescencia, etapa difícil en la que no me salté ninguna regla. Me veo en algunas fotografías de la época con lentes gruesos, pelo largo, dientes desordenados y amarillos, gordo, bajo, asmático y, desde luego, tartamudo y extrañamente formal. Más que un subversivo, mi imagen era la de un ser imperfecto. Quizá, aquí cabría de hablar de que mi imagen se salía de las normas. Era un ser fuera de serie. Me apodaban Lord Inario, y a una mina con que pasó algo la apodaron -pues se llamaba Lorena- Lord Ena.

            En la universidad, estuvieron las drogas y el alcohol. La marihuana y pasta base y la cerveza y el coñac Tres Palos, para ser más concretos. Seguía estando fuera de la norma, fuera de las reglas, y cuando ya me estaba acostumbrando a esto, vino la consecuencia biológica de toda esta tradición subversiva o anti reglas.

            Hace unas semanas, recibí la extraña visita de una prostituta actriz. La conozco de hace dos años y se hizo famosa en un festival de teatro, cuando junto al actor Alex Rivera tuvo sexo en el escenario. Ahí, despertó su auténtica vocación teatral y desde ese momento no ha parado con, por lo menos, dos montajes en dos años, uno de ellos en la sede del Partido Radical, en la esquina de Monjitas con Miraflores.

            No recuerdo su nombre, aunque su aspecto es inconfundible: es rubia natural, de tez pálida, de mediana estatura, tiene un cuerpo muy chileno (poto y senos prominentes) y una conversación de lo más entretenida. Recuerdo que la última vez que vino me preguntó por qué no había ido a la obra que estaban presentando en la sede del Partido Radical. Le contesté algo que tenía que ver con mi estado etílico: "¿Sabes? Mi padre es masón y radical. Radical facho." Ella se sonrió, y como no prestándome atención, comenzó a desnudarse. Yo la imité y, sin condón, tuvimos sexo durante un buen tiempo, hasta que ella se detuvo, preocupada por un extraño fluido en su vagina.

            -Parece que me llegó la regla -dijo apartándome de ella. Se observó la vagina, me observó y, saltando de la cama, gritó-: ¡Güeón, soy tú, güeón!

            Ella estaba aterrorizada, o más precisamente, asqueada. Yo, con el letargo propio del alcohol, no atiné de inmediato. Sólo me quedé hincado sobre la cama, mirando cómo de mi pene salía sangre a borbotones. Me vino la regla, pensé, cuando ella de pie ya se cubría con la sábana.

            -¡Apunta para otro lado! -volvió a gritar.

            Reaccioné por fin y me fui al baño. Ahí, mi ocasional acompañante -ya más calmada- se secaba la sangre de sus senos y de su cuerpo con sus calzones diminutos.

            -Se te rompió el frenillo. Vas a tener que ir a la posta -me advirtió con preocupación.

            Yo, atontado, seguía mirando mi pene bajo un chorro de agua helada y la sangre que lo teñía todo. Entonces, ella insistió en lo de la posta y agregó: "No te voy a cobrar, pero ¿tendrás por ahí detergente para lavar los calzones? Son nuevos y no quiero llegar así a la agencia." Le respondí que abajo del lavamanos había un Drive. Me quité por unos momentos del lavamanos, para que ella remojara sus calzones. Cuando ella remojaba sus calzones, yo me reía internamente, pues no me cobraría las quince lucas la muy idiota.

            Al final, ella telefoneó a su trabajo y avisó que había ocurrido un accidente y que el taxi la pasara a buscar lo más antes posible. En esos dos minutos, mi pensamiento se desvió hacia otros lugares. Pensé que el hecho de que se me rompiera el frenillo era una señal para que me circuncidara y me hiciera judío o para que aprendiera por fin a usar condón.

            La prostituta actriz se fue no sin antes volver a advertir lo de la posta: "Se te puede infectar. Hazme caso." Se marchó con sus calzones todavía mojados dentro de una bolsa plástica.

Para ver cuánta sangre emanaba de mi pene, alcancé un vaso y la petaca de ron que me quedaba. Bebí ron de la petaca, al seco, y puse el vaso bajo mi pene. Lo llené hasta la mitad. Me dio asco, pero dejé el vaso con sangre y un poco de agua en la cocina y me fui a dormir. Más de 100 mililitros de sangre en el vaso me aguardarían al otro día.

            En la mañana, desperté en medio de un respetable charco de sangre sobre la cama. Los calzoncillos llenos de sangre coagulada estaban duros como madera. Ya vestido, preparé de almuerzo unas prietas con papas cocidas y salteadas en mantequilla, para ver si en una de esas recuperaba la sangre perdida.

Después de almorzar, llamé a unos amigos para que me dieran su opinión sobre mi accidente vascular y la más recurrente fue: "A ti te tienen que ocurrir estas cosas, León. Parece que, contra toda lógica, buscas tema para recrear tu vida a través de la literatura. Eso, ya te lo he dicho, no es saludable."

            Terminé en la posta cerca de las tres de la tarde. En el ingreso, me preguntaron por mi previsión.

            -No tengo.

            -Son quince mil pesos por la atención -me dijo la persona que atendía uno de los cinco módulos de ingreso de la Posta Central.

            -No tengo quince mil pesos.

            La persona pidió mi cédula de identificación, la digitó en el computador, y luego, me preguntó con severidad:

            -¿Había venido antes?

            -No.

            -¿A qué se dedica?

            -Soy escritor.

            -Ya. Son diez mil pesos. Lo siento, pero no puedo cobrarle menos.

            Hice el ademán de irme. Entonces, el funcionario reaccionó y me preguntó que cuánto dinero tenía.

            -Tengo seis mil pesos.

            -Ocho o nada. Lo siento, pero así son las reglas.

            En ese minuto, todo el dinero que tenía eran ocho mil pesos. Jamás imaginé que en la Posta Central me fueran a cobrar algo. Había salido de mi departamento con el dinero justo para pagar la cuenta de la luz, comprar algo para comer y el taxi de vuelta. A fin de cuentas, con mis impuestos se paga la atención de salud en los servicios públicos y yo casi ni me enfermo...

            Detuve mis divagaciones, pues no tenían ningún sentido. Pagué y entré a un box, en donde me esperaba un anciano de setenta y cinco años con retención de orina.

            -¿Y usted, por qué está acá?

            Le conté al anciano y me respondió:

            -Daría cualquier cosa porque se me hubiera roto el frenillo. Porque esto (la retención de orina) sí que es dolorosa.

            Intenté responderle que a mí también me gustaría estar en su lugar, pero llegó el médico de turno, tiró hacia atrás mi prepucio, volvió a romper el frenillo que ya no sangraba, ordenó a un auxiliar que me echara agua oxigenada y que me vendara. Luego, el médico que no pisaba los treinta años volvió a aparecer para preguntarme con cierta picardía:

            -¿Y se puede saber cómo se hizo esto?

            No respondí.

            -Bueno, lo principal es la higiene. Así es que cada vez que orine o defeque, deberá lavarse bien el pene.

            Y cuando ya me iba, me advirtió a viva voz:

            -¡Ah, y no lo use en un mes!

            El médico me estaba avergonzando.

            -¡¿Me escuchó?!

            Me di vuelta, sonreí como dando a entender que había entendió y salí de ahí, como dirían por ahí, pal pico. Tenía que terminar de escribir un libro.

Barrio Bellavista, agosto, 2002.

 

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