Desde
México, Jorge Solís
Arenazas.
Correlativamente
al interés por el objeto "experiencia poética" existe una serie
de preguntas en torno a las posibles relaciones de la poesía con
la experiencia en general. A menudo se ha obliterado tal mirada,
pero es eminente que desde su inicio el arte estuvo vinculado
a necesidades, deseos, tendencias y funciones, a la par concretas
e indeterminadas, afectando la vida de los sujetos. Sólo por cierta
violencia del pensamiento es que puede generarse una zona de vacío
para la circulación del objeto estético, pero incluso tal lugar,
como lo ha advertido la estética de calce marxista, depende de
circunstancias históricas y sociales enraizadas en modos de producción
específicos (no necesariamente derivadas, sin más, de estos).
La autotelicidad del arte es en realidad otro problema. Lo que
no se percibe es que al intentar tal acendramiento se han aislado
poesía y experiencia, lo cual sólo puede ir en detrimento de la
primera.
John
Dewey se ha interesado por lo anterior, precisamente para fundar
sus explicaciones del arte como experiencia. En ellas se
parte de la siguiente premisa: "Deben existir razones históricas
que determinan la aparición del concepto de las bellas artes como
entidades separadas". Y se ve tal separación como impedimento
frente a la aspiración de relacionarse con las obras de forma
integral, captándolas en toda su significación. Lo que ocurre
es que las condiciones que abren la distancia insondable entre
productor y receptor de un mensaje estético son las mismas que
posibilitan la fractura entre experiencia ordinaria y experiencia
estética. De suyo se comprende que para llegar a una comprensión
total de la experiencia poética debe partirse de la experiencia
en general.
Esta
última queda definida por Dewey como "el resultado, el signo y
la recompensa de la interacción del organismo y el ambiente, que
cuando se realiza en pleno es una transformación de la interacción
en participación y comunicación". Hay, pues, dos dimensiones de
la experiencia, pero en todo caso se delimitan como un retorno
al cuerpo. Concepción no sólo orgánica, entonces, sino también
de -y desde- la organicidad.
Esto
resulta cardinal, en tanto que el arte no es concebido como opuesto
a la experiencia del ser vivo frente a su medio, sino como una
"prueba viviente y concreta de que el hombre es capaz de restaurar
conscientemente, en el plano de la significación, la unión de
los sentidos, necesidades, impulsos y acciones características
de la criatura viviente". El aliento es opositor de las críticas
puristas que yacen sobre la pretensión valorativa de que el arte
es "elevado" frente a la esfera de podredumbre que resulta la
vida ordinaria. Lo que es menester criticar no es la pretensión
de llevar el arte "elevado" al nivel sombrío y bajo de una vida
ordinaria, sino que ésta no pueda ser concebida como algo igualmente
"elevado". Se extrae la consecuencia: unir arte y vida es criticar
la alineación de un mundo. A su vez esto abre sus consecuencias
si se sitúa la reflexión en torno al año de 1921, cuando Dewey
llegara al departamento de filosofía de Harvard para impartir
la serie de conferencias en torno a la filosofía del arte de donde
se desprendieron estas ideas. En otras palabras: Dewey asevera
esto paralelamente al paso de las distintas vanguardias con su
aspiración de unir arte y vida. Para situar un solo ejemplo entre
muchos: en el primer lustro de 1920 en el que el filósofo plantea
el arte como experiencia es que Artaud publica dos colecciones
de poemas que serán fundamentales: El ombligo de los limbos
y El Pesa-Nervios. En el primero, apunta:
Allí donde otros exponen su obra yo sólo pretendo mostrar mi espíritu.
Vivir no es otra cosa que arder en preguntas.
No concibo la obra al margen de la vida.
No
amo en sí misma a la creación. Tampoco entiendo el espíritu en
sí mismo. Cada una de mis obras, cada uno de los proyectos de
mí mismo, cada uno de los brotes gélidos de mi vida interior expulsa
sobre mí su baba.
Sin
necesidad de establecer los vínculos visibles aunque indirectos
entre ambos tenores, se hace evidente que la opción crítica pasa
por acusar la dislocación frente a la cual la distancia entre
obra y vida (o arte y experiencia) no es favorable para la primera
sino alienante para la segunda. Si, como lo decía Cardoza y Aragón,
"la poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre",
merced a esta separación el rostro empieza a mostrarse lívido
hasta quedar triste humo disipado.
Por
otro lado, se insiste en que la condición de la experiencia es
su consumación, tomando este último vocablo menos en su acepción
de fin que de realización última y plena. Las partes que la integran
no pierden en ningún momento cierta individualidad dentro de una
unidad que la define. Pero "la existencia de esta unidad está
constituida -según Dewey- por una sola cualidad que impregna
la experiencia entera a despecho de la variación de sus partes
constituyentes". Con todo, el apuntalamiento a este carácter unitario
toca ya las fibras de lo estético en la experiencia, dirige toda
experiencia de lo ordinario a su perfil estético. Una experiencia
de raigambre estética, no obstante, no representa una experiencia
predominantemente estética, pues la manera en que se forja
tal unidad siempre se mueve en planos diversos. "Hay, por consiguiente,
modelos comunes de experiencias variadas, sin que importen las
diferencias entre los detalles de su tema". Mas no existe tan
sólo uno que no pueda remitir a la percepción de las relaciones
múltiples que se implican.
Es
desde este punto que se va delimitando cierta concepción del arte.
Para Dewey, "el hacer o elaborar es artístico, cuando el resultado
percibido es de tal naturaleza que sus cualidades como percibidas
han controlado la producción". En todo caso hay un proceso integral
que no deja de advertir la interacción entre "hacer y padecer",
por lo que cada obra queda ligada a lo que suscita en su recepción.
Lo
que en sí interesa de los planteamientos de Dewey es su crítica
a las diversas filosofías del arte que parten de la divergencia
necesaria entre experiencia ordinaria y experiencia estética,
a la vez que su diferenciación entre enunciar y expresar, siendo
ésta última una de las funciones internas de la obra de arte,
que representa en el sentido de que un poema, por ejemplo, no
indica la experiencia, sino que en sí mismo es una experiencia.
Ahora bien, se ha tratado de indicar qué es lo fructífero de estas
reflexiones de Dewey, pero esto resulta así sólo a condición de
plantear críticas que logren matizar mejor los problemas ya adelantados.
La primera de éstas consiste en advertir que por más que Dewey
se ha esforzado en ubicar cada juicio del arte frente a la experiencia
concreta, no ha podido superar cierto horizonte conceptual sustancialista:
"bellas artes" "unidad de la experiencia", "expresión y objeto
expresivo", etcétera. No se debe escapar que Dewey lucha todo
el tiempo contra el fantasma de lo trascendente. Pero en cierta
medida, al invertirlo, las estelas de sus golpes no lo dejan:
ha transportado fuera del arte ciertos engranes del funcionamiento
convencional de éste, para luego tematizarlos como fuentes generales
de la experiencia. Con ello, en cierta medida debilita su propia
tesis, pues la experiencia del espectador se ve mellada, si bien
no olvidada del todo; el papel que ahora juega es determinante,
pero desde un contexto de posibilidad que pretende ser objetivo,
saliendo de los círculos de lo trascendente. Para Hans Jauss,
"el fallo de la teoría de Dewey estriba en que mantiene la ilusión
de lo objetivamente bello, sin volver a remitir la cualidad estética
de los objetos y manifestaciones del entorno al enfoque del espectador.
Sólo así resulta posible delimitar el concepto deweyano de la
experiencia estética". En cierta medida, la "experiencia estética"
referida aquí queda como horizonte probable de experiencias, mientras
que del otro lado, a pesar de unir desde este término de la experiencia
el "hacer y el padecer", o el "crear y percibir", sigue partiendo
de una delimitación desde la cual no puede revelarse todo el papel
de la recepción.
La
valía es, empero, irrevocable: el arte no puede ser una zona franca,
cuidadosa geometría inexpugnable, aséptica. La separación de arte
y experiencia en general devendría en anquilosamiento de la primera.
Pero el problema fundamental reside en otro ángulo. Para decirlo
de otra forma: unir arte y vida sigue partiendo de un plano definitorio
del arte, y por ello mismo no esconde sus limitaciones. Cierto
es que Dewey no encierra la posibilidad de lo estético en la experiencia
del arte, pero de todas formas sigue partiendo de un término general
que le da sentido a la experiencia, en su heterogénea unidad.
Apelando
a lo que aquí interesa, debe destacarse que no es probable discernir
en torno a la experiencia poética si no se ve que ésta siempre
estaría determinada en un contexto, que a su vez comportaría varios
niveles, en cierta medida indeterminados. Y por ello misma la
pregunta es si existe experiencia poética (estética, en general)
o sólo cierta lectura, cierta admisión de un ethos poético desde
el cual se reintegra cierta experiencia a un sujeto (no necesariamente
un sujeto receptor). Por un lado, lo que Dewey llama "unidad"
de una experiencia es menos un hecho per se que la operación
que el sujeto realiza sobre ciertos hechos. Concatenar es una
actividad, así que parece más aceptable pensar que la experiencia
es un plano de lectura, alterado y multiplicado por las variaciones
del contexto, y por la forma en que el sujeto (la "criatura viviente"
de Dewey) se interrelaciona con él. En otras palabras: el sujeto
vuelve a escribir la experiencia desde la elección de un
ethos que ya resulta poético. Y aquí, el término de "elección"
asume su ambigüedad; de un lado, yace bajo el supuesto existencial
de una elección dentro del mundo de los posibles, por los cuales
el sujeto se afirmaría como libertad, como esa forma de ser que
se da bajo el rubro del proyecto; del otro, la elección es difusa,
pues ciertamente parte de marcos que interrogarían al sujeto como
libertad, al sujeto sin "esencia" que en su existencia "se puede
elegir, y elegir a los otros". "Elección" es inmediatamente una
huella equívoca. Siempre hay un "ethos precedente", varios sistemas
de puntuación de órdenes diversos, necesidades impelentes de carácter
distinto, operaciones específicas que delimitan lo que es elegible
y lo que no. De aquí puede seguirse que la lectura poética de
la experiencia es siempre una interrogación por algo que le trasciende,
a la vez que un cuestionamiento abierto por sus condiciones de
posibilidad de ser, y las segmentaciones que la definen. Sólo
por ello se entiende que toda escritura es, en última instancia,
un ramillete de interrogaciones de sello crítico, empezando por
interrogarse a sí misma.
Hay
otra dimensión sobre la cual vale la pena atender. Dewey interpretó
siempre la experiencia poética como una relación que situaba a
la "criatura viviente" con su medio, en el cual, desde luego,
deben ser incluidos otros sujetos, otras "criaturas vivientes".
La experiencia poética, entonces, se dará siempre en los términos
de las necesidades que corresponden al sujeto de la experiencia.
Pero no se trata de un gesto reflejo. Únicamente define la tensión
erigida en el acto de tal experiencia poética. A la vez, como
Marx lo indicó, los procesos no sólo satisfacen ciertas necesidades,
sino que generan las necesidades mismas, siempre encarnadas, y
al mismo tiempo la forma de satisfacción de éstas, lo que no equivale
a decir que se clausuran todas las delicadas líneas que pueden
alterarse para criticar esos sistemas de necesidades e instaurar
otros.
Pero
en todo esto, hay algo singular. La "criatura viviente" siempre
se encuentra en relación con otros sujetos; su ámbito de necesidades
tiene determinaciones históricas, y su lectura de una experiencia
corresponde, en cierto grado nada más, a estas circunstancias
de un tiempo general. Mas al mismo tiempo, participa como la criatura
específica, en su vulnerable singularidad. En esta distancia,
¿no hay una soledad constitutiva de la experiencia poética, que
impide al sujeto comunicarse con los otros de forma plena, a la
vez que desistir de tal pretensión?
La
experiencia poética es soledad. Necesidad singular y necesidad
histórica no entablan, precisamente, una actitud recíprocamente
excluyente, pero hay un desarraigo que impide que una experiencia
sea total, por lo que la lectura poética de tal se volatiliza
a cada momento. La interpretación de una experiencia como poética,
entraña un aislamiento, no sólo porque descansa sobre un tono
particular, sino porque el contexto de las experiencias, en este
mundo específico, esgrimen la tendencia de lo general y homogéneo.
Encontrar la fisura desde donde puede singularizarse una experiencia,
a partir de la interpretación sobre los hechos: no es otra cosa
lo que se reconoce como experiencia poética. El problema de ella
puede remitirse a un duro naufragio que, reconociendo su soledad,
puede superarla sin trazar conjuro alguno, abriéndose no sólo
a otras experiencias, sino como experiencia poética, es decir,
atrayendo infinitos ojos, pero renunciando al ángulo unívoco.
En otras palabras: la experiencia poética es una soledad que no
impide la reunión.